Claudio Rodríguez
Paseo por el Puente de Brooklyn
y pienso en los poetas
que me han precedido
abriendo sus buenos poemas
a la hospitalidad.
¡Qué perfecto ruso
era aquel que dijo
que éste sería el mejor lugar
para despedirse!
En mi cerebro se cierran
las puertas del tren
que lleva a ese oscuro cielo
bien llamado Paraíso.
No se regresa
de donde no se va,
dice un proverbio.
De acuerdo: todo se consume
demasiado pronto
en la lejana región
de los veinte años.
Puedo leer aquí
a Wallace Stevens,
dedicar un año de mi vida
a comprenderlo,
y siempre sacaré algo
en limpio, como una música
privada que no se va
de la cabeza, al contrario,
la vuelve frágil y confusa
igual que un buen consejo.
A cierta edad
se hacen crueles las estaciones,
se vuelven páginas en blanco
de oreja a oreja,
o mejor dicho
de boca a boca,
con sorna y gotas ácidas
de filósofo cabrón.
Somos abyectos al rojo vivo,
a cierta edad.
Pero me pregunto
si es justo pervivir
en medio de una batalla
cuando todos los demás
yacen en sus lechos
esperando que el Señor
venga a salvarlos.
Este Puente de Brooklyn
trae el éxtasis
de la tierra prometida,
pero a mediodía es una ruta
para insectos y ciclistas,
y de noche relampaguea en él
un corte de bisturí
para extraer el corazón
de su dulce reposo.
¿Entonces definitivamente
es esto lo que tenemos,
un pie vacilante
al que un incendio
empuja a saltar?