Glenda Millhouser llegó a la Casa del Arrayán un miércoles de principios de junio poco después de las campanadas de medianoche. Yo estaba despierto, de nuevo desvelado como tantas y tantas veces durante aquellos primeros días en Tepoztlán, y desde el balcón de mi cuarto presencié atónito su desembarco en el patio del hostal. Porque se trataba de un desembarco en toda regla: en una época en que las personas viajaban cada vez más livianas, con una maleta, dos a lo sumo, a veces sólo una mochila, Glenda parecía haber llegado con la casa a cuestas. De la camioneta de mudanzas que la trajo desde el aeropuerto de Ciudad de México vi salir maletas, maletines y cajas de distintos tamaños, así como un enorme y vetusto baúl y un tubo de cartón como los que usan los pintores para transportar lienzos, pero mucho más ancho y al menos el triple de largo de los que yo había visto.
Miguel Ángel, el propietario del hostal, me contaría la mañana siguiente que Glenda era una astrónoma irlandesa —joven, atractiva y melancólica a juzgar por las fotos en Google— que venía con la intención de quedarse en el lugar una temporada larga, y que el tubo aquel contenía una sección de un telescopio de buen diámetro que traía desarmado.
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La Casa del Arrayán era una propiedad de dos hectáreas y media en el sector noroccidental de Tepoztlán —muy cerca de la carretera que va de Cuernavaca a Taxco—, que albergaba tres casonas variopintas de muy diversos estilos, colores y materiales, un jardín en forma de diamante con un estanque pequeño en el medio, dos patios, un huerto de plantas comestibles, medicinales y aromáticas y, desde luego, un arrayán alto y frondoso.
Miguel Ángel Toledo, el propietario y administrador del sitio, era un entomólogo de unos sesenta y cinco años, oficialmente retirado tiempo atrás aunque seguía escribiendo para revistas especializadas y conduciendo investigaciones para un laboratorio de Minnesota (en aquel entonces sobre las larvas de los zancudos). De joven había viajado extensamente, por muchos países, y para él y los amigos que lo visitaban de distintas partes del mundo se reservaba una de las tres casas, Villa Magnolia. Para alquilar contaba con cinco habitaciones en Villa Caracol, donde estaba alojado yo —la más grande y antigua de las tres construcciones— y con seis en Villa Fragata, de las cuales Glenda había reservado las dos del piso superior, más la buhardilla, donde instalaría el telescopio.
Yo me había retirado a la Casa del Arrayán por un par de meses para leer y reposar, tratar de terminar mi segunda novela y escapar por un tiempo del estruendo y la contaminación desesperantes del df. Y, si he de ser franco, sobre todo para escapar de los lugares en los cuales había transcurrido una relación de pareja que se fue al carajo al cabo de año y medio.
Por su parte, Glenda llegaba a Tepoztlán por tiempo indefinido y para escapar de algo muchísimo más complejo y doloroso, como me enteraría después.
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Durante las primeras semanas de aquel verano la vida transcurría lenta y plácida en la Casa del Arrayán. Llegaban y se iban los huéspedes de Ciudad de México que venían por el fin de semana, los mochileros que se quedaban cuatro o cinco días y los visitantes que venían atraídos por la celebridad de Tepoztlán como lugar de convergencia de fuerzas cósmicas o para aprender del conocimiento ancestral de los indígenas de la zona sobre las plantas y sus efectos para curar y dañar. Los únicos que continuábamos allí día tras día, semana tras semana, éramos Miguel Ángel, Glenda y yo, cada cual en lo suyo. Nos limitábamos a saludos breves y a un intercambio mínimo de palabras. A veces hasta se pensaría que tratábamos de evitarnos. Y ni siquiera teníamos la disculpa del idioma, pues tanto Miguel Ángel como yo habíamos vivido en países de habla inglesa.
No dejaba de ser una situación curiosa: mientras que Glenda se encerraba con su telescopio en la buhardilla a explorar durante horas galaxias lejanas y planetas desaparecidos y Miguel Ángel se encerraba en el laboratorio del sótano a indagar el comportamiento de los zancudos y su prole, desde mi cuarto del tercer piso yo buceaba en mi interior tratando de encontrar en el pasado las raíces de mi desasosiego y los posibles derroteros de una novela que se negaba a cuajar.
En un momento dado, creo recordar que a mediados de julio empecé a encontrarme con mayor frecuencia a Miguel Ángel o a Glenda en el jardín o en el camino de regreso a casa, y entonces hablábamos del clima, las noticias políticas o policiales, las elecciones y otros temas intrascendentes.
Hasta que una vez coincidimos los tres por casualidad en el bar El Mango de la plaza Velarde. No hubo más remedio que sentarnos a la misma mesa y hablar de cada cual. En un principio nada profundo ni revelador, por supuesto; poco más que las coordenadas básicas. Fue así como Glenda nos habló de su pasión desde muy joven por la astronomía, de que se había marchado de su casa familiar en Limerick antes de cumplir los dieciocho años, de su boda con un profesor de antropología de la primera universidad a la que asistió y de su divorcio dos años después. También nos contó que le había hablado de Tepoztlán y de la Casa del Arrayán una filóloga colombiana que se había alojado allí varios años atrás mientras preparaba una disertación y con quien había coincidido durante un seminario en la Universidad de Essex. Glenda nos confió que se había enamorado del sitio de inmediato, en cuanto vio en internet las fotos y leyó las poéticas descripciones —redactadas por el propio Miguel Ángel— de los conceptos para su diseño, de los detalles de decoración y paisajismo y de cada uno de sus rincones. Por eso estaba allí.
Yo opté por escuchar en lugar de hablar, como siempre, como casi siempre, y sólo platiqué tangencial, superficialmente sobre las clases de literatura que impartía en la unam, sobre el argumento de mi primera novela (las ventas no habían sido tan malas) y el supuesto argumento de la segunda, sin revelarles que estaba completamente atascado en el intento y que a lo mejor no salía a flote por más tiempo que pasara recluido en Tepoztlán.
Miguel Ángel, animado por los tequilas y ufano con los elogios de Glenda, se explayó en historias sobre la compra, planeación y construcción del sitio, sobre los curiosos, a veces desmesurados inquilinos que a veces llegaban al lugar y sobre algunas de las celebraciones y rituales más memorables que habían tenido lugar en sus predios. Únicamente hacia el final de su monólogo se notó en su mirada una sombra de desazón cuando empezó a hablarnos de su tercer divorcio, de cuánto le había costado aquel largo proceso anímica, personal y sobre todo económicamente, hasta el punto que se había visto obligado a tomar una segunda hipoteca el mes anterior. ¡Pero vendrán mejores tiempos y por lo menos gozo de una salud de roble!, dijo, alzando su vaso de tequila para brindar una vez más.
De repente, para gran asombro nuestro, Glenda, que sólo había tomado dos cervezas y una copa del tequila de Miguel Ángel, se soltó a hablar de su pasado, o más exactamente de sus dolores y sus pérdidas, como si se acabara de abrir una esclusa y necesitara sacar todo afuera.
—¿Saben una cosa? —nos dijo, bajando la voz—. Nada de lo que les dije es verdad. No, no es eso… Lo que pasa es que no es la parte importante de la verdad. Porque lo que importa es el daño que me hizo mi padre desde que tuve uso de razón y aún más desde que tuvo uso de mi cuerpo. Era un bruto, un ignorante, un inútil. Que ni siquiera tenía la excusa de actuar así por culpa del alcohol porque nunca consiguió ser nada, ni siquiera alcohólico. Y luego, cuando logré salir de casa, el daño que me hizo Edward, el hombre con el que me casé, un académico eminente, un antropólogo de renombre. O sea que nada nos salva de nada, nada nos exime de hacer el mal, ni la ignorancia, ni la sapiencia ni nada. He llegado a pensar que ese tipo fue más deleznable que mi padre, porque además de tener títulos universitarios y de haber viajado por muchos sitios era antropólogo de profesión, alguien que en principio debería tener comprensión y compasión de otras personas, más aún de las allegadas. Todo lo contrario… Si les cuento esto es para que entiendan quién soy y por qué estoy aquí. Necesitaba salir de Irlanda, lo más lejos posible de mi padre, de Edward y de todos los demás hombres que alguna vez me buscaron. Necesitaba una casa, un hogar temporal, un abrigo, un sitio en el que pudiera estar a salvo hasta que consiga volver a la vida. Por eso estoy aquí. Por eso pienso quedarme.
Después de aquella andanada, Glenda no dijo una palabra más. Miguel Ángel y yo no teníamos idea de cómo responder o qué decir, de modo que no dijimos nada. Unos minutos después, Giacomo, el dueño de El Mango, empezó a recoger las cosas para cerrar el local. Nos pusimos en pie para marcharnos. No regresamos al hostal juntos; salimos en distintas direcciones los tres. No volvimos a coincidir en ese bar ni en ningún otro.
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La víspera de mi regreso a Ciudad de México para reiniciar mis labores en la Universidad Autónoma, Glenda se apareció en la Casa del Arrayán con el tercero de los perros callejeros. Desde luego, la tempestad se veía venir y esta vez el enfrentamiento entre ella y Miguel Ángel iba a ser tremendo.
Cuatro días atrás Glenda había llegado hacia el final de la tarde con un cachorro enclenque y enfermo que encontró vagando en busca de comida cerca de la Plaza Central de Mercado. Miguel Ángel volvió a casa cuando ya Archibald estaba bañado, peinado y perfumado, y le cayó en gracia porque desde un primer momento el recién llegado hizo buenas migas con Natasha, una Cocker Spaniard que heredó de su segunda esposa. Aunque las normas que regían la presencia de mascotas en la Casa del Arrayán eran muy estrictas, le dijo a Glenda que Archibald sería admitido siempre y cuando cumpliera con todas las normas de vacunación y cuidados sanitarios, recolección de excrementos y control de ruidos, particularmente a partir de las nueve de la noche. Y siempre y cuando fuese el único y el último animal que Glenda traía a los predios durante su permanencia en la Casa del Arrayán.
No fue así y dos días después, al abrigo de la oscuridad de las diez de la noche, Glenda introdujo subrepticiamente en casa un carrito de supermercado que llevaba en su interior un corpulento perro Labrador con una pata vendada que ocultaba la fractura que había sufrido al ser arrollado por una motocicleta. Glenda, me enteraría más tarde, en vista de que nadie más actuaba, lo había recogido después del accidente, lo había llevado al veterinario y había pagado la cirugía. Cuando la mañana siguiente Miguel Ángel alcanzó a ver a Toby que orinaba junto al huerto con la ayuda de Glenda, se enfureció, como nunca lo habíamos visto, y ordenó que el animal se marchara del sitio ese mismo día. Si no, se tendría que ir ella.
Glenda no dijo nada, ni una palabra, a pesar de la sarta de reclamos del hostelero; con la mirada baja regresó a Villa Fragata y a su buhardilla, y durante dos días y medio no volvimos a verla a ella ni a sus dos perros en ningún lugar del predio. De alguna manera se las estaba arreglando para lidiar con las necesidades de sus mascotas y las suyas propias tras las puertas de su enclave.
La noche del día que volvió a casa con el tercer animal, una perrita Gozque de orejas puntiagudas que sufría de una extraña infección en la piel, antes de que Miguel Ángel volviera a casa, antes de que explotara la próxima e inevitable discusión entre los dos, Glenda llamó a mi puerta y pidió que subiera a su buhardilla para hablar.
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—Te voy a decir una cosa: yo en la vida he perdido mucho, muchísimo, pero ya nadie me va a quitar nada más, mucho menos Miguel Ángel. Por más que lo intente no va a lograr apartarme de los seres que más me necesitan, de los más vulnerables, de los únicos que me aman sin condiciones. ¿Y sabes otra cosa?; si es necesario, voy a tomar medidas extremas. Quiero que entiendas algo: esos animales no me los van a quitar y no van a salir de aquí. Y yo tampoco. ¡Ya verás! Y no me importa lo que haga falta hacer.
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Cuando regresé de visita a mediados de noviembre, Glenda había contratado a Dorotea, una joven indígena de Tlayacapan, para que se encargara de la cocina principal de la Casa del Arrayán y le ayudara con el cuidado de seis perros adultos y cuatro cachorritos, de las dos gatas, Julieta y Matilda, y de un estornino de nombre Freddy cuya ala rota comenzaba a sanar. Miguel Ángel también parecía estar sanando, aunque muy lentamente, de una enfermedad de origen desconocido —los médicos no se ponían de acuerdo— que había comenzado a afectarlo unos meses atrás. Aún no estaba en condiciones de levantarse de la cama, así que Glenda se encargaba de servirle las comidas que Dorotea preparaba con esmero, de traer y llevar su correo, de administrarle las medicinas y de ayudarle con los trámites legales para el traspaso de la propiedad a su nombre. Porque se iba cumpliendo el designio inexorable de la irlandesa y la Casa del Arrayán ya no era hostal y ya no admitía huéspedes. En su transformación, modernización y compra había invertido Glenda buena parte del importe del Premio Internacional de Astronomía Blitzer, que le había sido otorgado por el conjunto de sus investigaciones sobre el cinturón de asteroides.
En vista de los serios quebrantos de salud de Miguel Ángel y de la gravedad de su bancarrota, Glenda había dispuesto que no le faltara nada y que no tuviera que preocuparse de nada: en cuanto pudiese volver a caminar, se le permitiría el uso del primer piso de Villa Magnolia, así como del sótano, si es que acaso tenía ánimos para continuar con sus investigaciones. También tendría aseguradas las tres comidas diarias, uso ilimitado del internet y la prerrogativa de elegir el nombre para el refugio de animales que Glenda siempre había soñado tener.