Manual de despedidas

Jana Beňová

(Bratislava, Eslovaquia, 1974). Éste es un fragmento de su libro traducido al español «Manual de despedidas» (Sexto Piso, 2020).

UN CHICO DIBUJA EN UN MAPA DE LA CIUDAD un plan de despedida. Esa noche va al cine con una chica. Busca en el mapa el trayecto más largo: cine — casa de la chica. El rodeo más grande. Un zigzag escandaloso. Un laberinto peregrino.

Cuando Mamá empezó a morir, su hijo Ian eligió el mismo método para despedirse.

ELZA. ESTOY SENTADA EN EL AUTOBÚS y tengo ganas de hacer pis. Es un viaje largo. Sin paradas. Sin pausas. Sin descanso. Me estoy haciendo tanto pis hace ya tantas horas que me parece que, en lugar de corazón, cerebro y sangre, no tengo más que orina. No puedo pedirle al conductor que pare. El pasillo está lleno de gente de pie, desesperada. Tendría que saltar por encima de sus cabezas para salir. Sin saber qué hacer, pienso en seres que tuvieran tantas ganas de hacer pis durante tantas horas, que tuvieran en lugar de circunvoluciones cerebrales orina, y en lugar de sangre orina, y la orina corriera por su corazón y sus venas y palpitara en sus arterias, y viajaran en silencio, callados y tensos, en trenes y bajo cabinas de camiones, y pienso en prisioneros, en los rehenes del teatro musical ruso, que tenían que ir al retrete al proscenio, y en aquel filósofo al que le daba vergüenza interrumpir el debate y dejar la mesa para ir al baño, hasta que en mitad del banquete, justo en mitad de una idea, le reventó la vejiga.

En la alemana que entró a la carrera en los cuartos de baño para turistas de aquel acantilado portugués sobre el océano y corrió de una puerta a otra, aporreándolas con los puños y gritando: «Hilfe! Hilfe!».[1] Y afuera su marido alemán basculaba y fingía que no tenía nada que ver con ella, que estaba en aquel lugar totalmente por casualidad.

Y en Rebeka, cuando fue de viaje a París, aguantándose, aguantándose de tal manera que empezaron a castañetearle los dientes y le parecía que se estaba intoxicando, hasta que Elfman la obligó a bajarse las bragas en mitad de un bulevar parisino lleno de gente, porque ya no soportaba escuchar aquel castañeteo, y de pie frente a ella le gritó: «¡Mea, por Dios! ¡Mea de una vez a gusto, angelito!». Y ella, embriagada por un instante, se olvidó efectivamente del mundo y de la gente a su alrededor.

Y pienso en la madre de Ian, cuya larga enfermedad tuvo su inicio cuando ya no fue capaz de encontrar el retrete, pero aún sabía que tenía que buscarlo. Que no se hace pis de cualquier manera en cualquier parte. Y por la noche se hizo pis en sus zapatos de calle. ¡Oh, con qué precisión!

ELZA A IAN. Y pienso en cuando vivíamos subarrendados en casa de doña Maria Da Luz. Vivíamos en el mismo piso, ella era la dueña. Y cuando acabamos de hacer el amor, yo fui a lavar los platos mientras tú dormías. Y después saliste disparado al cuarto de baño.

Cerrado con llave. La señora de la casa estaba allí sentada. Impotente, corriste hacia mí, me apartaste un poco hacia un lado, junto con los platos, y measte. Formando un gran arco, por encima de las tazas y los platos, directamente en el desagüe. Y a mí me parecía que doña Maria estaba abriendo la puerta, temía que entrara en la cocina. Y tú no parabas de mear. Como si aquello no fuera a acabar nunca, como si de repente no tuvieras fondo, como si no pudieras saciarte de aquella libertad en la cocina. Y luego, sin decir palabra, te marchaste. Impune y orgulloso como un joven lobo. Del fregadero (como de tu pelaje) salía vaho.

Y pienso en los niños a los que, siendo ya grandes, siguen haciéndoles la cama con un plástico. En el húmedo cerco en los pantalones del borracho sonriente: un mandala que resplandece con el primer sol de la mañana.

EN IAN, DE PIE EN EL PATIO DE HORMIGÓN DEL BAR, forcejeando inútilmente con la manilla de la puerta cerrada del retrete. En el grito del dueño del bar.

—Pero ¿qué está haciendo ahí? ¡Por Dios!

—¿No ve que estoy meando? Meando. Así que no me grite. Eso no se puede parar.

BARRICADA FAMILIAR. Son las cinco de la mañana, estoy sentada en el felpudo delante de la puerta, llorando. En el suelo, al otro lado de la puerta, está sentada la madre de Ian. No se puede entrar. Ni salir. Una fortificación familiar. Una barricada. Una barbacana.

AYUDO A IAN A ACOSTAR A MAMÁ EN LA CAMA. Es pequeñita y enjuta. Ya hace tiempo que nos estamos despidiendo de ella. Ian le cura las escaras de decúbito. Tiene los pies cubiertos de sangre oscura. Recuerdo cuando, años atrás, empezó a perder la memoria y aún no se daba cuenta: decía que esos olvidos se debían sin duda a que en la infancia tenía que madrugar mucho y hacer un largo camino hasta la escuela. Cuando aún no había amanecido, se unía a los obreros. Apenas podía mantener su paso. Y lo peor era en invierno. Por eso ahora no recordaba nada, decía. Siempre que le miraba los pies ensangrentados, me daba la impresión de que cada noche, mientras dormíamos, tenía que recorrer de nuevo aquel largo, penoso camino, y unirse, aún de noche, a los obreros.

—¿VA ESTE TRANVÍA A LA CIUDAD?

—Y ¿adónde necesita usted ir?

—A la ciudad.

—¿A la ciudad adónde?

—A la iglesia.

—¿A cuál?

—A la plaza.

La mujer que quiere ir a la iglesia no entiende las indicaciones de la gente en el tranvía. La confunden sobre todo los nombres de calles, de plazas, todo lo concreto y preciso. Un señor mayor intenta hacérselo comprensible empleando los nombres que tenían los lugares hace años.

—¿Necesita llegar a Stalin, señora? ¿A la plaza Stalin?

MAMÁ OLVIDÓ EN PRIMER LUGAR LOS NOMBRES DE LAS CALLES. Los siguieron los nombres de los hijos y de su marido.

—Yo nunca he tenido hijos —decía.

Después dejó de entender el significado de las palabras. Por la noche, tras la puerta cerrada, Elza escuchaba intrigada cómo recitaba la salve. Con exactitud y a la perfección, una palabra tras otra.

A PESAR DE QUE YA NO ENTENDÍA LAS PALABRAS. Las empleaba eligiéndolas a su antojo. Según un código desconocido. Las repetía como un muecín. («Padre es malo, un cerdo», solía decir cuando se sentía sola. «¡Miserables! ¡Canallas!», chillaba enfadada. «Keňérka,[2] Bollitos y salsitas», así llamaba al hambre. «Señora Doctoresa» era alguien que curaba. O que al menos debería hacerlo).

MAMÁ YA NO RECORDABA QUE IAN ERA SU HIJO. Pero se le desarrolló una memoria nueva. Ian era la persona que cuidaba de ella. «Usted es el mejor», lo abrazaba cuando entraba a su habitación. «Miserables, miserables», susurraba tras la puerta cuando se marchaba. «Usted es la mejor», le acariciaba el pelo a Elza. «Canalla, pedazo de canalla», repetía cuando estaba a solas.

Elza puso en la mesa, frente a Mamá, puré de patata con carne blanca cortada en trozos pequeños. A mamá sólo le gustaban los colores alegres, no se fiaba de las comidas de tonos oscuros. Despacio, pasó el tenedor por la superficie del puré. Ian trajo la fuente del horno con el pollo y la colocó en el centro de la mesa. Mamá miró con ansia la carne asada. De pronto reconoció el verdadero aspecto, no degenerado, de la comida. Aún recordaba cómo se supone que debe ser la tentación.

Keňérka —dijo.

–Tú tienes lo mismo, Mamá —le explicó Elza—. Simplemente lo tienes partido en trozos pequeños, para que puedas tragarlo con facilidad. —Mamá, sin embargo, no apartaba la vista de la carne asada. Al rato apretó obstinada los labios y apartó el plato con el puré—. Te doy un poco, Mamá. Pero no te lo vas a comer entero. ¿Te lo vas a comer entero? —Elza cortó un trozo de carne y se lo sirvió en el plato a Mamá. Mamá contempló el pollo satisfecha. Al momento se puso nerviosa. No sabía qué hacer con aquello. Le entró miedo. Se levantó rápidamente de la mesa y se encerró en su cuarto para huir del muslo asado.

MAMÁ HABÍA SIDO UNA GRAN ESPECTADORA DE TELEVISIÓN. Cuando estaba sana, veía la televisión cada noche, las noticias y después una obra o un serial. Ni siquiera quería viajar, porque afirmaba que en el extranjero echaría en falta la programación eslovaca. Conocía los nombres de todos los actores eslovacos («Esta película debe de ser muy antigua, porque Mistrík está todavía muy joven ahí»).

CUANDO ENFERMÓ, LA TELEVISIÓN EMPEZÓ A ESPANTARLA. Tenía la impresión de que los actores se dirigían directamente a ella con sus réplicas. Que esas personas en la pantalla constantemente querían algo de ella. «Ya tengo bastantes problemas», los ahuyentaba Mamá. El único al que al final soportaba mirar era el comisario Derrick. Lo último que le sonaba de algo en televisión fueron sus afables ojos saltones.

SENTADA EN EL JARDÍN, Mamá observaba cómo Ian cortaba la hierba.

«Atlético», quiso decir, admirada.

—Patético —dijo en su lugar.

EN LO REFERENTE A LAS VISITAS, Mamá al principio se alegraba de tener a gente en casa. Despertaban su interés, quería estar en la misma habitación que ellos. Al momento, sin embargo, comenzaba a asustarse. Sobre todo si hablaban mucho o se reían muy alto. Eran un trago para ella. Se levantaba despacito de su asiento e intentaba marcharse disimuladamente. Se metía en su cuarto, pero sin cerrar la puerta. Después de un rato regresaba de puntillas. Se quedaba detrás de la puerta entornada, observando a la gente en la habitación a través de la estrecha rendija que dejaba la puerta entreabierta. Sólo la delataba un murmullo horrorizado que no era capaz de contener.

IAN CONOCÍA BIEN AQUEL PUESTO (aquella posición) tras la puerta entornada. Durante su infancia se quedaba allí de pie a menudo, en pijama, e intentaba ver a escondidas la televisión en el otro cuarto. A pesar de que sus padres estaban sentados dándole la espalda, lo descubrían siempre sin girar siquiera la cabeza.

IAN MIRA SU ROSTRO EN EL ESPEJO Y DICE QUE VE A MAMÁ.

—Cuanto más envejezco, más me parezco a ella. Tanto más la recuerdo. Me miro y veo su cara. Aún sana.

ALGUNAS PALABRAS NO SUCUMBIERON A LA CORRUPCIÓN. Aun cuando Mamá había olvidado que tenía hijos y sus nombres no le decían nada, no había ocurrido lo mismo con la «Señora Doctoresa», que, en cambio, jamás había existido en realidad.

De sus tres hijos, al que recordó durante más tiempo fue al que estaba en América. Esperaba de él que la protegiera de los demás hijos, que habían permanecido en casa y se habían vuelto «unos canallas y unos miserables».

SE HABÍA CONVERTIDO EN UNA MUJER SIN HIJOS que nunca había estado casada. De su infancia tan sólo recordaba a su padre, que había abandonado a la familia siendo ella niña. Por turnos, unas veces lo esperaba y suspiraba por que se la llevara a casa, mientras que otras lo insultaba y lo llamaba cerdo. Cada mañana le preguntaba a Ian cómo había llegado hasta allí y quién la había llevado. ¿Hasta cuándo tenía que estar ahí?

«KEŇÉRKA, SALSITAS Y BOLLITOS» lo recordaba porque siempre tenía hambre. Sufría porque había olvidado cómo se traga. Tenía miedo de llevarse algo a la boca. No sabía qué hacer con ello. La comida le crecía en la boca. No podía respirar. Elza la alimentaba a cucharaditas. Mamá apretaba los labios. Cerró la boca con candado.

AQUELLA MAÑANA TOMÓ ENTRE SUS MANOS LA CARA DE IAN CON TERNURA.

—Tiene usted una hermosa barba —dijo fervorosa.

A Elza se le vino a la cabeza la barba de Walt Whitman. Había leído que parecía como si se pudiera comer.

—Bueno, Mamá, deja al señor… Ven, vamos al cuarto.

CREO QUE LO DE LAS «salsitas» se le ha quedado por mí —le dijo Ian a Elza—. Cuando era pequeño, no dejaba de dar la matraca con eso, quería comerlo todo con salsa. «Salsa, salsa», daba golpes en la mesa con la cuchara.

MAMÁ ACEPTABA CADA VEZ MENOS CUCHARADITAS. Ian y Elza sospechaban que se moría de hambre.

Keňérka —repetía, sentada a la mesa.

—¿De verdad quieres keňérka, Mamá? Te lo traigo. —Elza le ponía una rebanada de pan en las manos a Mamá.

—No me han dado keňérka —repetía Mamá y, espantada, miraba el pan en sus manos. Con una mano acariciaba el mantel blanco, en la otra sostenía el pan, keňérka sin parar. Elza presidía la mesa. Lloraba.

EN EL TRANSCURSO DE UNA NOCHE Mamá se olvidó de sus dientes. Se quitó la prótesis y, al levantarse por la mañana, había descartado que tuviera cualquier tipo de relación con ella. La idea de meterse unos dientes en la boca la aterrorizaba. Algo así de grande, filoso y duro no tiene cabida en la boca. ¿Qué pasaría entonces con la lengua? Y ¿por dónde respiraría? No quería ni mirarlos. Prefería esconderlos. Bajo la almohada, en el armario, en el florero.

A Elza le costó varias horas colocárselos de nuevo. («¡Abre la boca y ponte los dientes! Ponte los dientes, Mamá. Tienes que metértelos en la boca. No tengas miedo, Mamá, son tus dientes. Métetelos en la boca»). Fueron días de dientes, días de prótesis. Se quedaba plantada frente a Mamá con los dientes en la palma de la mano. Tenía que interponerse en su camino, tenía que perseguirla, de lo contrario no volvería a metérselos en la boca jamás. Los labios se esfumarían. La boca desaparecería como si algo se la hubiera tragado. (¿Las mejillas?). Su rostro se convertiría en un escotillón. En un laberinto.

ELZA ACOSABA A MAMÁ DESDENTADA POR EL PISO, ofreciéndole con insistencia la prótesis. Oprimía los dientes en la mano crispada. Mamá lloraba de miedo. Ian se tapaba los oídos. Elza salió corriendo al patio: apretaba impotente los puños sobre las palmas mordidas.

ELZA. MAMÁ SE DUERME y nosotros vamos a la habitación de al lado. Vemos la televisión. Una película en la que los dinosaurios se van comiendo a una persona detrás de otra.

—¿No la hemos visto ya? —pregunto.

—Ésta no —dice Ian.

—Tengo la sensación de que sí, de que ya la hemos visto.

—Qué va.

Me fío de Ian. Media hora después, sin embargo, vuelvo a tener dudas.

—Pero me acuerdo de esta escena, tal cual.

—Pues sí, igual sí la hemos visto —admite finalmente Ian.

Las truculencias de la película se intensifican. Nos quedamos en silencio.

—¡Ah! —chillo cuando el dinosaurio troncha entre sus dientes la pierna de una joven científica

—¡Pero, Elza, si no es más que una película! ¡Aunque tampoco entiendo cómo han podido quedarse sin armas tan pronto! —se altera Ian cuando los dinosaurios empiezan a acosar a todo el grupo de investigadores.

Al tropezarse uno de ellos mientras corre, Ian grita.

—¿Quieres que cambie de canal? —pregunto.

—No, pero baja el volumen, por favor. En estas películas americanas están siempre berreando.

Me fui a la cocina y me puse a leer un libro. Eran relatos alegres. Cada dos por tres me sacaban de la lectura los gritos de Ian, que acompañaban a la lucha de los humanos contra los monstruos. El último relato resultó inesperadamente largo y triste. Apagué la luz y me quedé dormida unos instantes después de Ian. Al levantarnos por la mañana, Mamá ya estaba muerta

Traducción del eslovaco de Patricia Gonzalo de Jesús.

[1] En alemán, «ayuda» o «socorro». (N. de la T.)

[2] Kenyérke, en húngaro «panecillo». (N. de la T.)

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