Los leones de bronce

Gabriel Rodríguez Liceaga

(Ciudad de México, 1980). Una de sus publicaciones más recientes es la novela La felicidad de los perros del terremoto (Penguin Random House, 2020).

¿Han notado que cuando el circo llega a la ciudad hay más letreros de perros extraviados en los árboles y corchos del rumbo? Bueno, con algo hay que alimentar al león. 

Braulio es el encargado de conseguir tales festines. Monstruosidad de la que no está nada orgulloso. Por lo mismo intenta que se trate de perros callejeros sin nombre ni dueños que los extrañen. No siempre se puede, pero es verdad que lo intenta. Luego esos pobrecitos animales están tan famélicos como él y terminan siendo más un tentempié que un banquete. Además, le es harto complicado atraerlos hasta la carpa porque son mañosos y ya se la saben. La mejor arma que posee un animal en contra del ser humano es su desconfianza. ¡Qué envidia!, piensa Braulio, que en más de una ocasión ha tenido que responder a una vejación sonriendo como imbécil.

Todas las noches va a la cama aterrado porque sabe que habrá una ocasión en que, al centro de la pesadilla, se verá perseguido por todos los canes que ha sacrificado, le ladrarán y quién sabe si alcance a treparse a un árbol. Se despierta sudado, con la sensación de fauces lastimándole brazos y piernas. Pues si no te gusta, aliméntalos con tu ración de comida, le dijo su patrón cuando fue a quejarse. Su cinismo y tirria contrastaban con el brilloso traje de constelaciones estelares que usa en las funciones. Pura entelequia bonita. Caramba, la vida de un segundo asistente de mago no es sencilla. Los acróbatas hacen virguerías en el aire y sus sombras en el suelo se transforman en muéganos humanos de inesperada belleza. Los payasos hacen reír a los chamacos en las gradas, la consecuencia de su trabajo es inmediata. Todo cambia cuando un payaso finge que se tropieza con una banana o golpea a otro con un martillote. El tragaespadas ¡come espadas! Y la mujer barbuda tiene el rostro tapiado de vello facial, le cierra la barba de candado envidiablemente. Sin problemas conseguirá chamba haciendo comerciales de rastrillos cuando el circo desaparezca, medita Braulio desde allá abajo. Pero, y ése es el punto, el segundo asistente del mago no hace magia, no es especialmente gracioso, no tiene una dieta balanceada a base de cosas fantásticas como floretes o fuego y, en su caso particular, es burdamente lampiño. Otro gallo cantaría si por lo menos fuera una mujer con generosas curvas y se enfundara en unas medias de red y guantes negros hasta los codos. Pero no. Ni eso. 

El circo está en bancarrota. Intentaron volverse un espectáculo sobre hielo, pero los enanos luego luego se agriparon y contagiaron a todos. Esto no es broma. Es un auténtico inconveniente estornudar cuando estás a la mitad de la cuerda floja o haciendo malabares con pelotas en llamas. Las sofisticadas casas de los sustos financiadas por marcas de cerveza y parques de diversiones dejan a los circos clásicos todo octubre y noviembre sin ingresos. Y la nueva ley de espectáculos sin animales no sólo les estropeó la mitad de las atracciones, de plano amenaza con hacerlos desaparecer. Los sueldos de tan estrafalaria nómina los pagan desde hace unos meses los animales amaestrados que el dueño le vende a su primo narcotraficante. Víboras, tigres y hasta macacos. Lloraron cuando se llevaron al oso bailarín. Sólo queda el león. Todos ven en ese rey de la selva un jugoso finiquito. Por eso es prioridad mantenerlo vigoroso y pulcro. Diario le limpia Braulio la jaula, le habla bonito, lo persigna a la distancia y se asegura de que las cadenas no le estén sacando ámpulas. Vela su sueño. Le lleva sus cenas lanudas previamente duchadas para que no le pasen una pulga o infección en la piel. Hay mucho perro sarnoso en las calles.

Y Braulio que aceptó este empleo porque imaginaba que iba a conocer el mundo. Desde chiquito quería ser ayudante de mago. Pensaba tontamente que cuando el mago te desaparecía detrás de una cortina despertabas en sitios paradisíacos. En la costa de Acapulco o en playa Guayabitos. ¡O en el Mar de la Tranquilidad, en la Luna! O ya de perdida en Tecolutla, que es el cacho de océano Atlántico más cercano a la Ciudad de México. Pero no. Cada noche es lo mismo. Enclaustrado en un hueco adentro de la supuesta Caja Maravillosa, escucha los escasos aplausos del respetable a lo lejos, aunque más bien los tiene enfrente. Menos mal que no le dan miedo los lugares encerrados. Siente cómo el jefe le da vueltas a la caja para que los espectadores vean que no hay trampa. Esos meneos le hacen pensar que, de reencarnar en un pez, se acostumbraría rápido a la pecera del restorán japonés que le toque por hogar. Luego escucha un filo dentado aserruchando encima de su cabeza, dividiendo la caja en dos. Sus pies desnudos están al descubierto. Braulio está en una suerte de posición fetal en la que el producto saldría muerto de la panza de su madre. En el truco de la Caja Maravillosa, a Braulio le toca interpretar a las alegronas piernas de la primera ayudante. Ella sí, con generosas curvas y medias de red y guantes hasta el codo y un penacho lleno de brillitos. Ella sí da la cara al público que, emocionado, la adora cuando, vuelta a armar en una sola pieza, saluda y manda besos. 

Ahí, entre esa reducida gavilla de mozuelos asombrados, debió de estar en la función de anoche el chamaco ese de los ojos verdes. Se presentó al finalizar la función y dijo que venía a ver al mago. A Braulio se le hizo fácil decirle que él era el verdadero hechicero. Que el del traje de luces y sombrero de copa era sólo una marioneta que usaba para proteger su identidad. El niño lo analizó con su mirada de alhaja y le indicó que necesitaba un favor muy importante, que estaba dispuesto a pagar con lo que fuera, menos con dinero. Y como Braulio está harto de salir a buscar y cazar perros de la calle…

Esta noche, tras bambalinas, Braulio abandona tan incómoda posición en su mitad de Caja Maravillosa. Al espectáculo aún le quedan veinte minutos. Se truena el cuello girándolo. Camina con ambos brazos entumecidos entre un grupo de mimos que gesticulan calentando el rostro. Esquiva un par de patadas y coscorrones. Llega hasta su pequeño bungalow para abrigarse y despintarse las uñas del barniz que tocó esa noche, un color dorado que a la luz parece azulito. Bello, incluso. Hace frío. El olor de la acetona se mete a su estómago provocándole nauseas. Enciende un cigarro que está tan contorsionado como él estaba hace rato. Al lado del lote baldío en que se establece la caravana hay una cancha de futbol. A veces por esa barda salen volando balones. Se le va la tardenoche viendo el muro, esperanzado de que un disparo desafortunado le entregue un balón o, por qué no, un zapato con tachones. Escucha el sonido de las botas golpeando el esférico, los gritos y mentadas de los espectadores, el silbato del referee, las indicaciones del entrenador. Supone que quien lo observe a lo lejos sólo reconocerá una fresita encendida que sube y baja entre nubes de humo. Un repentino ladrido diminuto le quita lo atarantado. Se incorpora y ve acercarse una silueta. Alguien avanza entre el concierto de grillos y hurras. Tiene el cabello castaño y muy despeinado. Eléctrico, es la palabra. Cuando aquella figura sale de entre las sombras, Braulio ve que es una niña y que tiene dos ojos briosos incrustados al centro de su cara.

—Ah, chinga, ¿no eras niño ayer? —le pregunta al mismo tiempo que se pone de pie, impulsado por invisibles resortes.

La niña tiene la misma estatura que él. Sus sombras se alargan descomunalmente en el suelo.

—Era mi hermano Esteban —le responde—. Somos gemelos. Él es más grande que yo por dos minutos. ¿Me das una fumada?

Así como Braulio puede identificar de qué marca es cada uno de los autos que avanzan veloces por la avenida, hay gente capaz de reconocer la raza de un perro en un pestañeo. En eso él es declaradamente un ignorante y de un tiempo para acá básicamente los divide en: cena, merienda o refrigerio. La niña trae entre brazos a un perro chiquito, blanco y feo que pela los dientes mientras refunfuña. A grandes rasgos: un pomposo canapé.

—No recuerdo si le dije o no a tu carnal que tenía que ser un perro de la calle. Sin dueño.

—Éste tiene. Pero es una ruquita de ahí de la vecindad. No va a extrañarlo, tiene otros treinta idénticos y ya está ciega. 

—Pero eso no es en lo que quedé con tu carnal. 

—¿Vas a hacer tacos con él o para qué lo quieres?

—Eh. No. Es para un truco de magia. Voy a… voy a mandarlo a la Luna. Te dijo tu hermano que soy mago, ¿no? Tráiganme todos los que puedan. Pero que sean perros sin nombre, mascotas de nadie, animales callejeros…

—¿Esteban te dijo lo que necesitamos que hagas para nosotros? ¿Dónde tienes la caja? ¿Puedo verla?

—La están lavando ahora mismo. Traigan más perros mañana y vamos viendo. ¡Quiero hacer de la Luna una alegre perrera!

—El fin de semana es la fiesta de la iglesia. Los peregrinos dejan un chorro de perros abandonados. ¿Los prefieres vivos o muertos? Es más fácil transportarlos con vida, pero si prefieres… —y no completa la frase porque le da otra chupada larga y exagerada al cigarro. Con resuelta habilidad se lo devuelve ofreciéndole el lado del filtro.

No sabe Braulio qué responder. Ella jala del cuello a la mascota haciéndola chillar, luego le sopla el humo en la cara. El animal se retuerce queriendo librarse. En medio de tal agonía se lo entrega con la naturalidad y malicia con que se da la hora a un desconocido, o más bien: con que se da la hora mal a un desconocido. No se queda a escuchar si Braulio tiene algo más que agregar, se va sin despedirse. Camina lentamente de regreso a la nada de la que salió. Marcha como enojada y con ambos puños cerrados. Braulio prepara una cubeta para duchar al animal. Él se deja asear. Su lengua se siente arrugada y rasposa, como una lija. Le acaricia el lomo, todo lleno de verrugas y tumorcillos. 

A la tardenoche siguiente aparece Esteban puntual. Infinitamente más vivaracho que su equivalente en mujer. Sus ojos traviesos, como aretes, buscan el paradero de la Caja Maravillosa. Trae, atados a varias correas, a dos perros idénticos al de ayer. Chiquitos y mugrosos, con surcos cafés alrededor de los ojos de canica vieja. Sosegados y hasta alegrones. Da la impresión de que ambos vomitaron ya sus dientes.

—Oye, no manches, le dije claramente a tu hermana que tenían que ser perros sin dueño.

—No hay problema. Mamá dice que la anciana cegatona no pasa de este mes. Oiga, señor mago, ¿le puedo preguntar algo?

—¡Tú mamá sabe de nuestro trato!

—No. Para nada. ¿Puedo preguntarle algo?

—El cielo de los perros existe. No te preocupes.

—No. Es otra cosa. 

—Dime.

—¿Qué se siente ser mago? ¿Qué se siente haber llegado tan lejos hasta donde usted ha llegado?

En ese momento en la cancha de al lado anotan un gol. Se escucha una ligera celebración al respecto. No responde Braulio a la pregunta. Eso tienen en común los dos hermanos, cuestionan cosas pero la respuesta les tiene sin cuidado. 

Juegan un rato con los tres perritos. Les arrojan un muñeco de trapo y ellos compiten por traerlo de vuelta. Braulio se entera de que la hermana se llama Frida. Dejan a los perros atados al bungalow y van a dar un rol por el circo. Comen algodones de azúcar que les dejan la saliva repleta de escupitajos sonrosados, espían a la mujer del hombre que arroja navajas desde atrás de una ventana, intercambian chistes colorados. Braulio le muestra su colección de cocacolas miniatura de alrededor del mundo. Hace como que sabe leer en japonés o en alemán o en vietnamita y le traduce los ingredientes del brebaje. Apenas dan las ocho, Esteban se tiene que ir. Braulio le regala una botella cantonesa que tiene repetida. Esa noche se le olvida despintarse las uñas de los pies. El barniz es anaranjado tirándole a lila.

Frida aparece al día siguiente en uniforme escolar. Tiene las rodillas llenas de cicatrices y moretones en los brazos, rasguños en la cara. Arroja una negra bolsa de las que se usan para la basura a los pies del supuesto dueño de la Caja Maravillosa. 

—A uno vas a tener que quitarle el estúpido suéter que le pusieron sus dueños —le dice.

—Oye, espérate. Dije claramente que sólo perros de la calle.

—La gente que viste a sus perros de Batman no merece tener mascotas. ¿Cuántos más necesitas para cumplir con lo que te pedimos? Obviamente no me como lo de la Luna. 

—Denme un par de días. No es tan fácil como ustedes creen. Tiene que ser en el momento propicio. 

—No hables en plural. Estoy yo aquí. No mi hermano y yo. Estoy yo aquí. 

—¿Por qué nunca vienen los dos juntos?

—Alguien se tiene que quedar a cuidar a mamá. Por eso necesito que me des una fecha, para venir los dos ese día.

—Yo les aviso.

—Me parece una estupidez ponerles suéter o ropa a los perros. Para eso tienen su pelambre. 

—Bueno, pero ya es diciembre y hace más aire. Los pone felices estar calientitos. 

—Los perros no tienen más frío en diciembre. Tienen su pelo. El suéter que la madre naturaleza les dio. Los animales son eso: animales. No tienen sentimientos similares a los tuyos o los míos. No están tristes ni felices. 

—Bueno, Frida, pero tú no decides cuándo los perros tienen o no frío.

—De hecho, sí. Yo decido cuándo los perritos tienen frío.

Y al día siguiente va Esteban. Y el día después de ése va su hermana. La dinámica continúa por dos semanas. Esteban lleva los perros chiquitines y mansos, todos mascotas de la moribunda ciega. Frida, perros de diferentes tamaños y gentilicios. Quién sabe de dónde los saca. 

A ninguno de los dos le comenta Braulio que, apenas pase Navidad, el circo se largará de la ciudad rumbo a Hidalgo y sus pueblos de mineros. Mima y juega con los perros que trae Esteban. Antes de colocarlos en la jaula, perfectamente limpios, duerme un rato abrazado a ellos. A los que proporciona Frida tiene que quitarles la cinta canela o las agujetas de zapato con que los amordaza, para que el león no se empache o atragante. En la caca seca del felino encuentra collares con cándidos nombres de animalitos y los datos de contacto de sus dueños. La gente les pone motes de humano a sus mascotas, perros ya difuntos cuya fotografía se encuentra en fotocopias pegadas por toda la colonia. Nunca hay recompensa. 

El día de Navidad no acude ninguno de los gemelos. El circo no abre. En la fiesta Braulio bebe aguardiente hasta ver doble. Evoca los ojos de Frida y Esteban como si habitaran una misma cara. Sus ojos, par de centenarios girando eternamente en el aire sin decidirse por la cara o la cruz. Ya ebrio es el hazmerreír de la comparsa. El mago, disfrazado de Papá Noel, lo golpea y todos ríen desde allá arriba. Lo meten a la parte de la Caja Maravillosa que no le corresponde durante el truco. Asoma su pequeña cabeza rapada. Patean el cajón y dicen que lo dejarán ahí el resto de su vida. Lo fuerzan a beber más y más alcohol, tapándole la nariz mientras lo traga. Se ponen a bailar y se les olvida que está ahí. Apenas la peda se pone profunda, huye a sus aposentos. 

A la siguiente tarde es Esteban el que llega. Trae un perrazo que a leguas se ve que es fino. Braulio está rasurándose las piernas. 

—Éste no me sirve —le grita—, llévatelo. Seguramente hasta tiene chip y lo están rastreando. Devuélvelo de donde lo tomaste, diablo. ¡Quieres que venga la policía o qué!

Esteban se acerca y el segundo aprendiz de mago le arroja un cigarro encendido, una piedra que estaba en el suelo, y el agua con espuma acumulada en un cubo. Le apena que lo vea crudo, oliendo feo, con la mitad del rostro hinchada. Aun así, Esteban insiste en aproximarse. Deja algo en el piso y se aleja corriendo. Se trata de un dibujo. Braulio rodeado de perros en la superficie de la Luna. En la ilustración a crayolas Braulio trae puesto el uniforme lleno de constelaciones y posee un balón de fut. En el dibujo no es tan chaparro ni tan enjuto ni tan contrahecho. A la distancia se ve el planeta Tierra. Arruga el dibujo dentro de su puño tembloroso. 

Frida aparece más tarde esa noche, trae en la mano un martillo.

—¿Qué le hiciste a mi hermano? —grita sin permitir que el otro responda, fiel a su costumbre. 

Arroja una de sus malditas bolsas negras de plástico. Braulio cae de nalgas sobre su hamaca, que gira y lo proyecta en el suelo terregoso. La niña coloca al perro fino entre las piernas del asistente de magia. El animal ya está muerto, su lengua parece una lengüeta de zapato. Frida lo golpea en el cráneo con la parte viperina del mazo. Suena como cuando pisas una cucaracha. Suena como cuando quiebras en dos un lápiz de madera, suena como cuando en el mercado aplastan las pechugas, luego suena el metal contra el suelo. Braulio termina completamente salpicado de sangre. Inmóvil, con jaqueca y miedo. 

—Mañana voy a regresar con mi hermano y vas a cumplir con tu parte del trato. ¿Oíste?

Afirma con la cabeza. Aún tiene el dibujo encerrado en su mano. Siente que sus ojos llegan hasta su nuca. Gente del circo se acerca para ver qué sucedió. Los despide malhumorado. Ríen. Un payaso con barba de maquillaje negro aprovecha para robarse su rastrillo. 

Esa noche no hay partido en el campo de al lado. Braulio sueña que camina por un parque soleado con arbustos en forma de animales enormes. Viene pateando insistentemente una lata de refresco vacía. Ya lleva con ella un largo tramo. Los árboles estrenan verdura y entre el collage de sus hojas amarillentas pasan los rayos de sol. De pronto escucha a lo lejos un grupo de personas que corren hacia él. Instintivamente huye. Todo se vuelve blanco y negro. Quieren matarlo. Es una turba enardecida conformada por jóvenes, señores, niños, madres y sus hijas, integrantes de familias vestidos para desayunar en sábado o ir al centro comercial. Todos traen en las manos diferentes correas de perro. Destaca en medio de la muchedumbre una anciana con los ojos blancos y vacíos detrás de unas gafas oscuras. Braulio corre a una velocidad distinta que el diverso gentío. Más rauda. Trata de subir a un árbol. Arriba, en la copa, está la Caja Maravillosa pendiendo. Truenan las ramas, venciéndose. Despierta asustado, empapado en sudor caliente. Escucha los sonidos sexuales que salen del coche de la contorsionista. Para tranquilizarse se viste y va a caminar. 

Mañana, cuando Frida aparezca con su hermano, se encontrará un campo yermo y la basura que deja el circo a su paso. A las primeras horas del día empezarán a desmontar la carpa. Se van por fin de esta ciudad cruel y brutal. Respira hasta calmarse. Enfrente de la jaula del león, Braulio recuerda lo que Frida y Esteban quieren que haga para ellos. 

El rey de la selva pernocta ignorando los clanes de moscas que usan su melena de cubil. Su cuerpo se infla y desinfla imperceptiblemente, resopla quizá imaginando mejores jaulas. Aun dormido es fácil imaginar su gruñido lleno de poder. Se le eriza la piel de los brazos a Braulio. La jaula huele a mil gatos. En reposo, la cola del felino es marioneta rota, caricaturescamente cerdosa en la punta. Mueve el hocico como si se limpiara con un mondadientes invisible. Vestido de sombras, el león abre los ojos sólo para volverlos a cerrar. Está saciado. Y eso que comió perro previamente machacado. 

Lo que los niños querían es que los metiera en la Caja Milagrosa, los partiera a la mitad y les intercambiara de la cintura para abajo. Querían que mágicamente le pusiera a uno el sexo del otro.

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