Las matemáticas en la música / Rubén Rodríguez Maciel

Con las matemáticas no hay vuelta de hoja. Nunca coquetean con la duda. Su lenguaje numérico es universal e infalible. La música podría considerarse su cara opuesta por vincularse con el placer auditivo, las emociones y los sentimientos, con la subjetividad absoluta. Eso a simple vista, o mejor dicho a simple oído, porque los sonidos, el ritmo, la melodía y hasta el mismísimo silencio guardan una relación muy estrecha con los números.
    El ineludible vínculo tuvo sus orígenes en la Grecia del siglo vi, a.C. Pitágoras y sus seguidores fueron los primeros en dedicarse a estudiar la música con la debida profundidad, y su herramienta clave para hacerlo fue la cifra, el sistema de numeración que ellos mismos y otros griegos desarrollaron. A los pitagóricos se les adjudica uno de los mayores logros musicales de la historia. Ellos descubrieron que el largo, el grosor y la tensión de una cuerda son factores que modifican el sonido que ésta emite. Lo demostraron a través del monocordio (una tabla con sólo una cuerda tensa), instrumento con el que experimentaron ritmos lentos y veloces, además de melodías que elaboraban al pulsar la cuerda misma en distintos puntos. Pitágoras y los suyos por supuesto que no se conformaron con eso. Se metieron en asuntos de octavas, quintas y cuartas, mediciones musicales que sería inútil explicar sin el auxilio de un pentagrama. Lo que sí hay que decir es que la herencia griega permanece hasta ahora. Su instrucción musical ha sido seguida, siglo a siglo, al pie de la letra, y así se mantendrá, como una serie de mandamientos que cualquier instrumentista, compositor o intérprete deberá cumplir, desde el estudioso o purista, hasta el más empírico.
    El gran Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart —nombre completo del genio austriaco— se atrevió a jugar con los estándares musicales, que prácticamente mantenían intactas sus formas. Eso sucedió hacia la mitad del siglo xviii. Él, desde luego tomando como referente la escuela griega y los autores antecesores, creó algo llamado «frase cuadrada», consistente en una estructura de ocho compases que en lo sucesivo van disminuyendo a cuatro, a dos, utilizando así la simetría matemática. También echó mano de la geometría a la hora de acomodar las secciones de su obra. En las sinfonías, por ejemplo, partía con una introducción, exponía de inmediato una melodía eje, continuaba con el diálogo de instrumentos, hasta finalmente cerrar el círculo con la melodía celular, con esa tonada que otorga el sello a la pieza. Expertos coinciden al afirmar que ese estilo geométrico de composición fue determinante en la música popular de nuestros días, la que justamente se vale de un momento introductorio, un coro, estribillo o melodía, y uno o varios pasajes que caminan por aquí y por allá, para rematar con el sonsonete medular.
    En la actualidad sería difícil que un músico le dedicara tiempo y pasión al estudio de las matemáticas, y viceversa. Curiosamente se habla de un «músico matemático» o de «música matemática» cuando son casos que se muestran calculadores, demasiado precisos e incluso fríos, carentes de corazón. Además están los que se dedican a la música para librarse de los quebrados, la raíz cuadrada, la derivada y demás, cuando tal vez ni se enteran que aplican conocimientos, aunque sean elementales, de las temidas matemáticas.
    Hasta para gritar con sabor el clásico «¡Maaaaambo!» hay que contar hasta ocho. Los bailarines que demuestran habilidades cuando suena el danzón, tienen grabadas en su mente secuencias numéricas para conservar la sincronía. Lo mismo sucede con las parejas tangueras. En los discos, la numeración de las canciones jamás puede faltar, y cuando son reproducidos el escucha ajusta el volumen en el nivel dos o en el seis, según el momento. Después de todo, no sería descabellado pensar que la universalidad de la música se debe a la universalidad de los números.

 

 

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