Todo arte es público / Samuel Vásquez

En Altamira la pintura no se hacía para su exhibición. Se hacía como rito mágico, en lo oscuro de una caverna. Pero no se trataba de una actividad privada: era la práctica de una creencia social.
    En China el Arte no estaba destinado a su exhibición. La recepción del Arte estaba dirigida a la contemplación. Pero no a una contemplación socializada sino restringida a quien la poseía. La obra se mantenía enrollada, aislada de todos, y sólo era desenvuelta ante un entendido, o ante un aficionado que, se suponía, tenía el interés y la gracia suficientes para la contemplación de la obra. La exposición pública de las obras de Arte era impensable. Sólo eran participadas las obras destinadas a la práctica religiosa.
    Después de la época de los iconoclastas, la Iglesia católica, a pesar de la expresa prohibición bíblica, aceptó la colocación de imágenes dentro de los templos, con el argumento de que ellas constituían la biblia de los analfabetas.
    Los museos fueron creados hace apenas dos siglos y medio con las obras que permitían su transporte de un lugar a otro.
    Los murales italianos quedan allá.
    Los vitrales románicos quedan allá.
    Egipto sigue allá… en parte. Porque ya vemos cómo ha sido transportado todo un Arte no-transportable a los centros imperiales. Entrar al Museo         Británico suscita, a la vez, un sentimiento de asombro y de rechazo.
    En un principio el grabado divulgaba las obras plásticas a través de su reproducción interpretada. Es decir, una pintura era imitada en técnica de grabado y reproducida sólo en blanco y negro. Era una versión que renunciaba al color, a la técnica y gestualidad pictóricas, a la escala de la obra, y sólo recordaba tema y forma.
    Luego la fotografía lo hace, hasta llegar hoy a la reproducción a colores con una resolución y tamaños jamás pensados. Se sigue cumpliendo y mejorando el museo imaginario de Malraux, cada vez con más alta calidad de reproducción y a mayores tirajes, lo que hace que el rango de cobertura de su recepción sea cada vez más grande.
    Toda obra de Arte del pasado está amputada.
    Amputada, sobre todo, de su tiempo.
    Amputada de su función primigenia.
    Las obras religiosas están amputadas de la fe de sus feligreses.
    Los retratos están amputados de la relación con sus familiares.
    Las obras están amputadas del entorno cultural que las alimentó y motivó.
    ¿Dónde estaba la obra antes de encerrarla en el Museo?
    ¿En la calle? ¿En un hogar? ¿En un templo?
    Al separar de su función primigenia una obra pública e instalarla en el espacio neutro del cubo blanco, ¿qué queda? ¿Expresión pura? ¿Ella genera su propio espacio, carga ella con su aura? ¿La forma de la obra es significante y por lo tanto es susceptible de ser leída objetivamente a través del tiempo? ¿El contenido de la obra convierte la forma en lenguaje, y su función social y su recepción se conservan intactas en su esencia?
«No sin dificultad se habita la Casa del Hombre, mundo interpretado», dice Rainer Maria Rilke.
    Hemos cambiado la experiencia del conocimiento. La experiencia de los museos es una experiencia intelectual. La experiencia de los contemporáneos de una escultura románica era una experiencia espiritual y vivencial. Experiencia al unísono con la obra: espectador y obra respiraban el mismo aire, habitaban el mismo espacio.
    Una obra, al ser quitada del espacio público y arrancada de su función para ser ubicada en un espacio cerrado, ¿deja de ser pública?
    Ante todo quiero declarar mi distanciamiento crítico en relación con los paternalistas programas oficiales o privados de lo que se suele llamar genéricamente «arte en el espacio público». Esta forma de burocracia estética, que busca su legitimación en la demagogia de lo público, puede inducir a la idea de un arte como práctica socializada, pero en realidad tiene muy poco que ver con una auténtica aventura social participada, creativa, democrática y libre. Un programa de obras de arte en lugares públicos para nuevos edificios, como el que se practicó obligatoriamente en Medellín, Colombia, sólo sirvió, salvo una o dos excepciones, para instaurar un esteticismo burocrático que imponía a todos los ciudadanos el gusto ignorante del funcionario de turno, o el amañado esteticismo diseñístico de los constructores, aislando la práctica artística de los temas públicos y urbanísticos críticos, imponiendo una estética decorativa que usa las obras como adorno, y lo que es peor, como advertencia de la gratitud eterna que debemos al funcionario por su «generosidad» y su «cultura». (Por circunstancias de espacio, no voy a referirme aquí a los ignorantes y alienantes programas oficiales que, regalando ilusión de cultura, hacen presentaciones de mimos y músicos en calles y parques, y plagan los semáforos de payasos).
    El esquema que define la escultura como aquello que «estando en la arquitectura no es arquitectura» y/o aquello que «estando en el paisaje no es paisaje» resulta aquí demasiado general y simplista y no alcanza a sernos útil. Tampoco nos sirve aquí la definición de Donald Judd cuando dice que escultura es aquello con lo que nos tropezamos cuando retrocedemos para mirar mejor una pintura.
    Todo Arte es público por vocación. Aun el Arte que tiene encerrado y escondido en su alcoba el señor burgués. Aun el poema encerrado en la biblioteca privada es público.
    Otra cosa es el espacio público como lugar en el que se ubica una obra.
    El espacio público es, por excelencia, el campo abierto del diálogo (diálogo público), es el lugar donde se encuentra y reconoce la alteridad, es el lugar de la pluralidad, es el lugar común en el que las identidades múltiples pueden confluir y actuar como opuestos, y que constituye el germen dinámico de todo proyecto democrático.
   

    Dice Krzysztof Wodiczko:

    Creer que la ciudad puede ser afectada por esas galerías de arte público al aire libre, o enriquecidas por programas tutelados externamente (a través del Estado, o de adquisiciones, préstamos o exhibiciones corporativas), es cometer un definitivo error filosófico y político. Porque, por lo menos desde el siglo xvii, la ciudad viene funcionando como un gran proyecto estético conservacionista, una monstruosa galería de arte público para exposiciones masivas, permanentes y temporales, de «instalaciones» arquitectónicas envolventes; «jardines escultóricos» monumentales; murales oficiales y graffitis no oficiales; gigantescos «espectáculos de medios de comunicación»; «actuaciones en la calle», marginales o no; «proyectos artísticos» oficiales o privados; acontecimientos, acciones y hechos económicos (como forma más reciente de exponer arte), etc., etc. Intentar «enriquecer» esta poderosa y dinámica galería de arte (o dominio público de la ciudad) con colecciones o encargos de «arte artístico» —todo en nombre del público—, y decorar la ciudad con una pseudocreatividad igualmente irrelevante para el espacio y para la experiencia urbana, es también contaminar este espacio y experiencia con la polución ambiental de una estética burocrática pretenciosa y paternalista. El embellecimiento es empobrecimiento; tal humanización provoca alienación; y la noble idea de acceso público se recibirá, probablemente, como un exceso privado.

 

 

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