(Zagreb, Croacia, 1986). Éste es un fragmento de su novela más reciente, «La tercera» (Ediciones del Lirio, 2023).
Ronca. La mujer de abajo ronca, toda una noche estuvo roncando, de su cama se precipitan pantorrillas pálidas, piquetes de verano, suda, sudo, todos los piquetes rascados y abiertos, curitas y marcas de sandalia en las plantas de los pies desnudos, venas azules, vello emergente, mal aliento en el ambiente y, bajo las axilas, ranciedad.
La noche se ha ido.
Me siento, el techo es demasiado bajo, pero con el tiempo ya no importa cómo se tuerce el cuerpo, lleva doce horas de viaje, una vez más, apenas durmió, una vez más este trayecto que no termina ni despierta nada, salvo la repetición, salvo su duración, las doce horas conocidas, estas siempre nuevas casi doce horas de trayecto, ¿dónde se apilarán?, en algún lugar dentro de este cuerpo retorcido yacen y se apilan, piénsalo lejos, quítalo, y también estos viajes. Cien veces, o quinientas, o sólo muchísimas, tal vez demasiadas para un solo cuerpo, tres veces al año, luego cuatro, luego siguieron aquellos años en los que sólo íbamos en el verano, y en Navidad: inevitablemente eran estas horas y su cantidad casi exacta las que han definido nuestros movimientos, acercándonos, alejándonos, desde el día que tomaron sus maletas, cerraron con llave la puerta del departamento en el último piso de la torre en Novi Zagreb y los segundos se convirtieron en los primeros en irse, el día que mi madre me puso la falda de rayas amarillas, se colgó a mi hermano y nos subimos al avión. Bien empacados, bien preparados, nos esperaban un departamento, un trabajo y un jardín de niños: cambiamos la calle que conocía, el barrio de torres departamentales, los abuelos, la tía en la ciudad, la variedad de parques y destinos turísticos, la sarma y los pimientos rellenos, los chocolates con calcomanías de animales, la ciudad y el país, que en ese entonces aún era otro y que estaba a punto de cambiar, por una distancia nueva y por su valor, por la memoria que a partir de este momento iba a tomar otro curso, uno con sueños en dos idiomas y vacaciones veloces, en el que nunca había tiempo suficiente para el sinfín de parientes, y nunca suficiente para una conversación real, ¡corre, corre! Pascua, Navidad, otra vez Pascua, y Navidad de nuevo, entre y antes y a menudo también después de las visitas la mala consciencia, un split entre lenguas o piruetas a gritos, y entretanto, una infancia en las orillas de un lago muy lejos de ahí, donde la mantequilla se llama anke, y putar en casa, donde se dice grüezi, ade, merci, a la señora Rüedi, y a todas esas Nadines y Stefanies, esos Chrigis y Sämis en el kínder o en la escuela, entretanto, estudios universitarios, más lejos aún, y todo a partir de ese día que mi madre me puso la falda de rayas amarillas, se colgó a mi hermano y nos subimos al avión. Una breve tormenta, una Coca-Cola derramada y el aterrizaje en Zúrich, donde nos esperaba mi padre: una foto para el álbum. En el fondo, unas letras diagonales: KUNFT ZÜ. El final del nombre de la ciudad está tapado por una cabeza enorme y el comienzo de la llegada, nuestra Ankunft en Zürich, fue cortado por la cámara. Reacomodadas, las letras me hablan de ZUKUNFT, el futuro, nuestro punto cero, desde aquí todo crecería desde dos direcciones. Y de aquellas horas en medio y aquellas que siempre faltan, brotan pilas que nunca más podrán ser aplanadas.
Ahora la periferia, ya sin campo, un sol matutino resplandeciente, bloques de cemento gris, el suburbio, la ciudad estará desolada, el tren medio vacío. En un país con playas, nadie se queda en la ciudad cuando llega agosto. El suelo arde, polvo, casi todas las ventanas de las torres están abiertas, en las paredes cuelgan equipos de aire acondicionado, y una que otra antena parabólica.
Me volteo.
Hace tres días hubo otro tren.
Me volteo.
Todo comienza tres días antes, me pongo boca abajo, boca arriba, de lado, y ahí acaba, me volteo, en un tren hacia París, tres días atrás, me volteo, en un TGV rojo y morado, un cuerpo ardiente en un vagón helado, silencio a mi alrededor, me volteo, atravesé el silencio para meterme al baño y cambiarme, siempre esperando que nadie se diera cuenta, como si a alguien le interesara que me haya cambiado, que ahora me viera mejor, peor, o sólo diferente, una inseguridad general que en realidad no se debía a ninguna de las miradas en el tren, sino a él.
Estoy tendida de espaldas. Estoy quieta.
Y eso a pesar de que sus manos y ojos conocen de memoria cada parte de mi cuerpo, conocen los huecos bajo las axilas, en la parte interna del codo, en la clavícula, hasta en sus sueños pueden dibujar mis pechos, mis orejas, mi cuello, manos que han penetrado hasta lo más profundo, que han desarmado mi cuerpo, una y otra vez, para volverlo a ensamblar, me cambié como si esta pequeña decisión pudiera condicionar todas las demás, como si fuera un caparazón que me diera seguridad, o algo de seguridad, al momento de bajarme del tren. Si pudiera tomar una decisión definitiva en este TGV helado rumbo a París, entonces tendría que ser posible tomar otra a mi llegada. Pero al pensar en todas las veces que nos encontrábamos, nos sentíamos, sólo existía él, existía yo, no existía un caparazón para luchar por una cosa u otra, por lo que le suplicaba a este cambio de ropa, a esta ropa interior, a la blusa, al pantalón y a los calcetines que blindaran este encuentro, más no se podía hacer en un frío compartimiento de tren, tres días atrás, cuando iba rumbo a París a tomar, tal vez, una decisión. Y eso que ya la conocía. Desde hace mucho. Ya sabía que nunca nos despedíamos, en ningún encuentro, así que tampoco lo íbamos a hacer ahora, sabía que no íbamos a encontrar un fin, pero que en cierto sentido, y desde hace tiempo, todo había terminado. Pese a eso fui hace tres días, y pese a eso sucedió, durante todo un año.
Cuando el tren llegó a París, dejé los conjuros en el vagón, entre nosotros no hay juramentos, ni citas tímidas.
Me volteo.
Grasa sobre la frente y mugre bajo las uñas. La sábana debajo de mí es rasposa, destendida, sudada, hay demasiada tela. Levanto la playera y coloco mi brazo sobre el barandal de hierro de la litera que protege al cuerpo de la caída, está fresco, estoy tumbada en este compartimiento y traigo poca ropa.
Todo comenzó una noche muy calurosa en verano, en medio de espaldas y nucas quemadas que habían pasado demasiado tiempo demasiado cerca en la playa y que ahora se paseaban por el malecón, rojos y tambaleando como borrachos, todo comenzó el verano pasado en la isla de la abuela que se encuentra rumbo a donde va este tren ahora, se encuentra frente a mí, mientras me alejo de él, todo comenzó en medio de sudor y perfume y bloqueador, comenzó con Hrvoje quien nos presentó y me invitó a cenar con ellos, sí, ahora mismo, dijo subiendo la voz, para ser más ruidoso que el ruido a nuestro alrededor, y fuimos, y éramos muchos, todo comenzó en la terraza de un restaurante muy lleno, con dos respaldos muy juntos, y en cuanto nos sentamos se levantó, tenía que fumar, tenía que hablar por teléfono, y dijo: Por favor, pídeme algo. ¿Qué es lo que se pide para un hombre así? Estaba sobre el malecón, seguía hablando por teléfono y observaba cómo iba ordenando, y sentí deseo, un deseo tremendo por las posibilidades que ofrecía esta isla, por pescado fresco, škampi na buzaru y šurlice, por acelgas y papas cambray, y pedí por dos, todo comenzó con un pedido, la primera noche, y él comió con un gesto como si desde siempre hubiéramos ordenado precisamente esto para comer juntos. Chopeó su pan en la salsa de mis camarones, sin preguntar agarró de mi plato y yo del suyo.
Y luego golpeó la puerta. Unas noches después golpeó la puerta de mi casa, sin avisar, y pasó. Yo estaba a punto de acostarme, estaba sentada en el balcón de la casa de la abuela, sin luz, como suelo hacer en el verano, y él se sentó a mi lado. Contemplé su calma y me volví impaciente, contemplé su cuerpo en la noche, una sombra gigante, noté que no traía sostén, crucé los brazos frente a mis senos como si fuera una niña, aunque apenas podía vislumbrarme en la oscuridad, y hablé mucho. Fingía que siempre había pasado a verme, todas las noches, y no me movía. No le ofrecí nada de tomar, nada de luz, ningún límite de tiempo. Hablé mucho. En algún momento, alguien iba a regresar a casa. Me preguntaba cuándo, me preguntaba si él también lo sabía. No dejaba de hablar. Luego cambiamos. Entonces dominó él, se dominó a sí mismo y a las palabras y dijo que había venido para decirme algo que no le había dicho a nadie en años, ese sentir, dijo, ahí estaba. No dije nada. Acerqué mis brazos a mis pechos y no dije nada y él permaneció quieto, permaneció. Volvió a decir: sentir. Una mesa nos separaba, todas las noches nos separaban mesas y respaldos, y no logré pronunciar palabra.
Tal vez lo tenía que contar en casa, dijo después de un rato, aún no lo sabía. Algo en esto lastimaba. Y aún no comprendía qué era. ¿Casa? ¿O contar? ¿El contar lastima? ¿O lastima la casa? ¿Se lastiman el sentir y la casa? No se excluyen. Se lastiman. Lo sabía. Quería prohibírselo. El contar. La casa. Que no iba a entender, que tal vez iba a excluir donde algo apenas comenzaba. Hubo un primer sentir, pese a la mesa, pese a la noche, pese a que no sentíamos al otro. Tenía miedo por las escasas palabras que no le había pedido. Se quedaron grabadas, ahora estaban ahí, y permanecieron, las hizo mías.
¿Vamos por un café mañana temprano?, preguntó.
Y digo: Sí.
Ahora el verano pasado está lejos. Ahora ya hace demasiado calor, aún no llega el tren, ahora una anciana en su ventana, un laguito, bancas, ahora un hombre dormido en una de las bancas, ahora su sueño, ahora un grafiti sobre el muro, una bici en la esquina, un huevo, un café, ahora una mano en mi cintura, ahora un avión en el cielo sobre nosotros, ahora todo está aquí, me sigue o sigue estando: hace un año, en mi isla, hace tres días, anoche. Me volteo.
Hace tres días parece ser ahora un tiempo más largo que todas las pilas de horas viajeras juntas, hace tres días es un tiempo no encierra la repetición, ninguna obligación de regreso, ningún remordimiento, hace tres días ya no es, hace tres días era él, éramos él y yo, eran las posibilidades que teníamos, tal vez, hace tres días todo lo venidero aún no era contable y aún no era hace tres días.
Entretanto: un año. Un año de pasajes en tren, un año como muchos vivido en trenes, Colonia, Fráncfort, Wiesbaden, Hamburgo, Basilea, Innsbruck, conocidas: todas las posibilidades de transbordo, los retrasos habituales, el mejor café en cada estación, y el peor, se conoce sobre todo el peor, el cuerpo sobre un asiento de tren, el propio, que se mueve sentado para medir una y otra vez las distancias, sentado y luego sólo esperando a que se abra una puerta de tren, autobús o avión, conocidos: estos lugares que permanecen desconocidos y se vuelven similares, familiares. Cuán cansados nos hace la similitud, cuán similares nos hace el cansancio. Rostros pálidos bajo la luz blanca de los trenes, periódicos, cerveza, vino en manos desconocidas a las nueve de la mañana, en la mesa vecina del restaurante, ojos enrojecidos, pantallas cegadoras, todo esto se conoce. Debo irme y tendré que hacerlo de nuevo, la multiplicación de una vida infante entre dos lugares, una y otra vez debo irme y siempre regresar a donde está él, pero sobre todo a donde no está, a un departamento vacío, a una ciudad en la que vivo, en la que vive, de la cual casi no sale, un hecho que conocí después. Y ahora casi lo aprecio.
Ahora volvió el verano.
Ahora la familia está de vuelta en la isla de la abuela, cotidianidad veraniega, y mi madre dice: ¿Dónde andas?, siempre estamos juntos los veranos, no estás aquí, eso no está bien, ¿cuándo vienes? Primero fui a París, hace tres días fui a París, bajo la lluvia, y apenas anoche me subí al tren con dirección a Zagreb, ansiosa por ver una sola cosa: la luz cuando prenden el alumbrado por la noche, cuando todo se torna amarillo, amarillo anaranjado, cual aquellos faroles viejos de vapor de sodio, y quiero ver las fachadas, igualmente amarillas anaranjadas, la herencia austrohúngara, alta cultura. Pero entretanto, Fráncfort. Transbordo poco antes de la medianoche, espera en la alargada terminal, Asiafood, Ditsch, dos panaderías, todos en casitas iguales, Burger King, Presse, McDonald’s, tres vueltas entre los puestos, anuncios ruidosos apenas entendibles, voces femeninas estridentes y metálicas, Múnich, Kiel, Berlín, retrasos, y al salir los rascacielos, y la zona roja, nada de lluvia, todo está simplemente gris, y para la medianoche aún faltaba casi una hora. No me atrevía a alejarme demasiado de la terminal, como siempre regresé demasiado temprano, media hora antes de la salida estaba parada en el andén, para estar segura, nunca se sabe, y entonces llegó un tren que iba hacia Zúrich, cada hora sale un tren de Fráncfort hacia Zúrich, que no he pisado desde hace mucho, el tic-tac de la puntualidad suiza.
Y pronto la llegada a Zagreb.
El verano pasado, tras una última noche que pasamos él y yo uno al lado del otro en la playa, perdí mi vuelo de regreso. No pierdo mis vuelos o trenes reservados, hace años que no, y luego:
Dormí durante todo un día.
Dormí hasta perder mi vuelo y más allá.
Desperté cuando el avión ya había aterrizado. Sin mí.
Me senté en el balcón y no encendí la luz.
Quise marcarle, pero no lo hice.
Había tomado una decisión. No le iba a hablar.
Unos cuantos días de verano no iban a ser más que eso, unos cuantos días de verano.
Me habló.
Me dijo: Una noche sin dormir y ya pierdes tu vuelo. Se rio un poco. Y yo no dije nada. No le dije que hacía mucho que no me pasaba. No sabía qué decirle. No estaba acostumbrada a esa velocidad. Siempre estaba un paso por delante. No existía la espera. Eso me gustaba. Eso no me gustaba. Por lo mismo, seguía sin decir mucho.
Me habló una segunda vez, esa noche, y dijo: A partir de ahora, te voy a buscar.
No era una pregunta, eso se escuchaba. Era su decisión de que estos días de verano iban a ser más que unos cuantos días de verano.
Seguía usando mis palabras con precaución.
Dijo: Cuídate, ¿cómo llegarás a casa?
Dije: En tren. Bien, dijo, yo te busco.
Él había llegado
Traducción del alemán de Johanna Malcher.