La señorita Gabriela [fragmento]

Orlando Granda

(Cusco, 1964). Su publicación más reciente es el poemario Donde mi calle acaba (Paracaídas, 2014).

Cuando se enteró de lo sucedido a la profesora Gabriela Obregón quedó muy conmovido. Tamaña crueldad del destino en un ser tan delicado y bello le pareció injusta, un exceso, por decir lo menos. Habían pasado muchos años desde que la conoció, sin embargo todavía tenía viva la imagen del primer día en que la vio y quedó deslumbrado. Su recuerdo, tantos años después, no lo había abandonado, aunque esa atracción de entonces (sería mucho llamarle amor), la de un niño por su joven profesora, era ahora sólo una anécdota lejana.

Antes de llegar al colegio Sagrado Sacramento, donde conocería a la profesora Gabriela (la señorita Gabriela, como se decía entonces), su padre lo había matriculado en la escuela Morelli, que funcionaba en una vieja casona. Cosa curiosa, de la profesora que le enseñaría dos años en ese colegio apenas conservó su nombre (Magdalena) y alguna cosa menuda, casi nada. En cambio, recordaba más a la directora, una anciana canosa, muy pequeña, vestida permanentemente con hábito del Señor de los Milagros, dispuesta siempre a preguntar, poseedora de una mirada particular: parecía descuartizar a cualquiera con sus pequeños ojos.

Al iniciar sus estudios, tenía cinco años y el abecedario aprendido. Dominado por una sensación de abandono, lloraba cuando su madre lo dejaba en el colegio, lloraba porque no estaba acostumbrado a estar lejos de sus padres, de su madre, especialmente: «Adalberto, no llores, hijo, cálmate, en un ratito vengo a recogerte…», le decía su madre en voz baja. Y no se calmaba ni dejaba de llorar.

Pasados los años, recordaba del Morelli su entrada: un largo y angosto pasadizo con el cielo por techo, inmediatamente un cuartucho donde se hallaba encerrado un perro cuyo ladrido endemoniado le despertaba temor e inseguridad. Se doblaba en «L» hacia la derecha y de pronto ante uno se abría un jardín. Junto a él se hallaba la casa donde, luego de subir unas gradas, se encontraban la dirección y los salones. Ya sentado en su carpeta, continuaba llorando mientras veía, a través de sus lágrimas y una ventana grande que daba al jardín, un árbol extraño que asomaba cual si fuera un plumero sus largas hojas mientras un racimo de plátanos verdes colgaba de él. Nunca dejaba de verlo, perderse en sus detalles lo relajaba y luego de un rato dejaba de llorar.

Fue en ese colegio que conocería a Eduardo Yoshimura: diminutos ojos en un rostro redondo, cabellera lacia y negra, muy negra. Entonces era uno de los más pequeños del salón y llevaba un impecable guardapolvo blanco que nunca dejaba de usar y le hacía recordar a los que llevaban los empleados de las farmacias; ya después se enteraría de que sus padres eran farmacéuticos. A pesar de la pequeñez de los ojos rasgados de Eduardo, éstos eran muy curiosos, vivaces (como decía la madre de Adalberto: «Al “chino” le faltan ojos para ver»), pero en esencia era serio, gobernado por un silencio oriental.

Sin embargo, a veces Eduardo rompía su mutismo y decía cosas con contundencia y desarmaba a cualquiera. Así ocurrió la primera vez que le habló a Adalberto, quien ya se había dado cuenta de que, cuando estaba en el apogeo de sus lágrimas, lo miraba con curiosidad y en silencio, luego volvía con absoluta serenidad a sus cosas. Pero una mañana en que no dejaba de llorar, Eduardo volteó, lo miró y con precisión matemática le dijo:

«No llores, que todos estamos solos acá». Adalberto se calló y desde entonces nunca más lloró en el colegio. Ese mismo día lo buscó en el recreo y jugaron como si se conocieran desde siempre. Con el paso del tiempo se convirtió en su mejor amigo. Eduardo era callado y Adalberto, sin ser un hablador consumado, hablaba más, a pesar de su acentuada timidez. En resumidas cuentas: ambos se complementaban.

Dos años después, Adalberto fue cambiado de colegio, Eduardo también se cambió, mejor dicho, sus padres lo matricularon en el mismo colegio de su amigo: el Sagrado Sacramento. Así que su amistad continuó, hasta el día de hoy. Precisamente fue él quien le dio la mala noticia de la señorita Gabriela Obregón.

Barranco, 14 de enero de 2015.

Siempre lo he dicho: estoy orgulloso de vivir en Barranco, mi morada. No nací aquí, pero son tantos los años de residencia que lo asumo como si fuera mi cuna, mi lugar de origen. Su paisaje es mi paisaje, el que conozco desde siempre, el que siempre me acompaña, de ahí que me lo sepa de memoria, aunque muchas veces confunda o no recuerde bien los nombres de sus calles.

Territorio mágico, misterioso, donde los transeúntes son fantasmas cuyas siluetas se dibujan tenuemente por efectos de la bruma que habita en sus calles. ¿Fantasmas? Sí, yo soy uno de ellos: alguien que cuando transita por estos predios marinos se siente cómodamente instalado en medio de la neblina: ésta impide ver con nitidez y en compensación afina tu imaginación para darle un rostro, una identidad a esas sombras que deambulan por sus calles o plazas ahora cada vez menos silenciosas.

¡Ah, los inviernos de Barranco! Su garúa tímida y persistente que a fuerza de caer se vuelve arquitecta de atmósferas especiales: entonces decides no salir de casa y te aprestas a realizar viajes no emprendidos, o mejor aún, viajes estáticos; o sea, abandonos plácidos en una película, en un libro, en un disco o en una conversación alrededor de la mesa entre tazas con café o copas con vino: estoy hablando de miradas, pero no hacia el exterior sino hacia dentro. Miradas: actos de conocimiento o de reconocimiento de lo que fuimos, de lo que seremos.

Barranco, pequeño territorio habitado por mis recuerdos, espacio diminuto asomado al mar, donde viví mis primeras experiencias de niño y ahora de hombre maduro: esa primera visión del mar cada vez más lejana, las risas y alegrías de los juegos en las calles, las primeras confidencias a los amigos de una adolescencia que no esquivaba el licor ni los cigarros, excursiones arriesgadas o cautelosas pero muchas veces camufladas por las noches en el malecón, los primeros amores tormentosos e inseguros, los desasosiegos por un futuro incierto y acechante, en fin, todo aquello que de alguna manera nos ha ido construyendo.

He hablado del hombre maduro que soy o que aprendo a ser, la experiencia de vivir estos días otoñales. Me asomo a la ventana de mi departamento del cuarto piso (mi faro, como lo llamo yo) y ante mí se dibujan casas de madera, yeso, adobe, quincha, barro. Alguno podría decir: «Estructuras de cartón, castillos de naipes…». Pero su solidez mora en otros lugares. Es su espíritu y son las emociones que tejen y muchas veces nos gobiernan. Barranco: eterno espacio de las arquitecturas fugaces, sendero de polvo y niebla que habito y me habita, eternamente…

Para el nuevo colegio, nuevo uniforme: terno azul, camisa blanca (con cuello y puños almidonados, «un martirio», como decía Adalberto), corbata michi roja, zapatos negros. Ya en el salón y sin el saco, un guardapolvo beige para no manchar la camisa, que debía estar siempre impecable. El nerviosismo lo tenía algo inquieto ese primer día de clases, ¿quiénes serían sus compañeros, quién su profesor o profesora?, sin embargo algo le daba confianza: ahí se encontraría con su viejo (es un decir) compañero Eduardo, quien para variar llegó al Sagrado Sacramento sin aspaviento alguno y al ver a Adalberto le soltó este dardo certero: «Parecemos un par de mozos sin bandeja». Al rato, una señora de ojos verdes, amable y muy cariñosa los recibió y condujo a su salón. Era la auxiliar Raquel, hermana de la directora (él siempre se había preguntado cómo podían ser hermanas dos personas tan diferentes, opuestas: una era pequeña, delgada, inflexible, dura; la otra, alta, gorda, afectuosa, tierna). Ya en el aula, le sorprendió la altura de las paredes, el piso con listones de madera que crujían con sus pasos. Destacaban en una de las paredes los grabados de José de San Martín y de Simón Bolívar; en otra pared, los grabados de Miguel Grau y de Francisco Bolognesi. Sobre la pizarra de superficie negra, una imagen que siempre evitaría mirar: un Cristo con el corazón sangrante y una mirada tierna que parecía escarbar hasta llegar a los pensamientos más ocultos y vergonzosos.

Sucedía esto en 1969. Muchas cosas importantes ocurrieron ese año: los norteamericanos (con el Apolo 11) llegaron a la Luna; fiesta nacional: la selección de fútbol del Perú eliminó a la selección de Argentina y clasificó al mundial de México 70; los Beatles sacaron Abbey Road, su último long play, y al poco tiempo terminaría el sueño, es decir, John, Paul, George y Ringo se separarían; el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, con el general Juan Velasco Alvarado a la cabeza, se encaminaba a cumplir su primer año luego del golpe que derrocó al arquitecto Belaúnde. Ese año, a él, a Adalberto, le ocurriría lo mejor que le podía ocurrir entonces: conocer a la señorita Gabriela Obregón, su profesora de primero de primaria.

Barranco, 18 de enero de 2015.

En mi vida ha habido árboles, no tantos como hubiera querido: moreras, ficus, sauces, molles, tipas, pinos… Algunos de ellos los recuerdo con afecto y gratitud, ocupan un lugar especial en mi vida, por ejemplo las moreras. Hubo calles de Barranco que estaban bordeadas por estos árboles y cuyos frutos en las aceras eran pisoteados por los viandantes, dejando el suelo manchado, y yo, en mi ingenuidad infantil, lo comparaba con aquellas hojas que por descuido de escolar manchaba con tinta.

Hoy esos árboles son sólo recuerdos: casi todos han desaparecido (queda por allí uno que otro terco sobreviviente) o reemplazados por otros que respeto, pero no me dicen nada. Supongo que de aquí a algunos años (si todavía estoy) hablaré de estos últimos como ahora lo hago de las fantasmales moreras, cuyo tamaño no era, según recuerdo, para la admiración, eran, diría, casi pequeños, como pequeños eran sus frutos, que siempre comparaba con diminutos racimos de uva.

De los más gratos recuerdos de mi infancia son aquellas mañanas en que transitaba por calles invernales (Pazos, Bregante) camino al desaparecido colegio Sagrado Sacramento. En tanto caminaba entre la niebla, elaboraba extrañas y confusas historias en que obviamente el héroe era yo, mi admiración por Grecia y Roma me llevaba a ubicar a estas ensoñaciones en esos lugares (efecto de los péplums proyectados en los cines Raimondi, Balta, Zenith y de una colección de libros de mitología grecorromana leídos y releídos hasta el hartazgo). El efecto visual de la bruma por las calles hacía aparecer a la hilera de árboles como sombras difusas, siluetas apenas dibujadas como fantasmas al borde de las aceras que alimentaron mi imaginación.

Aparentemente eternos, los gigantescos ficus cobijan en sus frondas infinidad de pájaros cuyos cantos alegraron el paisaje de la Lagunita, la desaparecida Lagunita. El Parque Municipal de Barranco está salpicado de ellos y una avenida que comunica a Barranco con Chorrillos, me refiero a Pedro de Osma, posee hasta ahora una doble hilera de majestuosos y añosos ficus cuyas ramas al entrelazarse por los aires han convertido a la avenida en un largo túnel que ofrece una permanente sombra fresca y protectora.

Árboles. Su estructura enrevesada me llevó a ver, en esos laberintos de ramas y hojas, extraños y misteriosos seres ocultos o al acecho: sorpresa o miedo, según fuera el caso, se despertaron en mí, niño gobernado por la imaginación y la fantasía como mecanismos o recursos de defensa o resistencia.

Describir la naturaleza, sus elementos, alguno de ellos. Todo un reto. Me ha pasado con los árboles, pre- cisamente: tantas veces intenté expresar con palabras su compleja o sencilla arquitectura, tantas veces fallé en el intento, digamos, la prosa me falla, las palabras quedan cortas y con mis elementales descripciones les hago un flaco favor. Quizá deba repetir, me digo, los versos escritos hace tantos años por el poeta chino Tao Yuan-ming:

Cuando quiero expresarlo, 
quedo perdido sin palabras.

Entonces apelo a la memoria y recurro nuevamente a la poesía. A la poesía de terceros, preciso. Y constato cómo en sus palabras y en sus silencios se refleja toda la magia y el misterio de estos seres en apariencia invulnerables e invictos. Sin forzar mucho la memoria, asoma en su brevedad aquel haiku que tanto dice:

Vuelvo irritado,
mas luego, en el jardín:
el joven sauce.

Árbol: no sólo laberinto sino camino, sendero seguro hacia la serenidad, como lo es el joven sauce de

Oshima Ryota, el haijin japonés del siglo xviii. Así, sin el vano palabreo, en apenas diecisiete sílabas, el haiku, con la contundencia de sus silencios, expresa toda una concepción de la vida: volver a las fuentes, a la naturaleza, para recuperar el equilibrio, la ansiada armonía que el tráfago de la vida nos hace olvidar o perder…

«Si vas a cruzar la avenida, no cruces como loco, fíjate bien, mira a ambos lados…», el consejo lo tenías siempre presente cuando llegabas a la esquina de Pazos y Bolognesi como ahora, una mañana brumosa de sábado. Por momentos tarareas una canción como cuando vas a tu colegio: «Si tú me quieres dame una sonrisa, / si no me quieres, no me hagas caso…». Bajo uno de tus brazos llevas tus chistes (que después serían prohibidos por el Gobierno Revolucionario) para encaminarte al malecón, hasta el parque Berckemeyer, ese reducido espacio que considerabas tuyo y te permitía abandonarte a tu afición de leer los chistes de Novaro, o ver la amplitud del mar o, como ahora, intuir su inmensidad cubierta por la neblina. «No cruces como loco, fíjate bien, mira a ambos lados…», resonaba la voz de tu madre. Antes de atravesar la bulliciosa avenida Bolognesi, tus ojos miraban pasar raudos los pequeños Volkswagen y los enormes carros donde generalmente iban las esposas y los hijos de los militares. Llegado el momento, cruzabas casi corriendo para luego enrumbarte emocionado por calles silenciosas que apenas si dejaban descubrir la tímida curiosidad de sus puertas y ventanas.

Ya en el malecón, brincas el muro bajo que separa al parque de la acera. Un manto verde salpicado de diminutas margaritas y mastuerzos de atrevidos colores te esperaba (pequeñas antorchas, piensas). Buscas la palmera amiga rodeada de geranios (escarbas entre ellos, ¿buscas algo? Constatas: ahí están). Bajo su penacho te echas boca abajo y seleccionas los chistes: ¿Batman, Flash, Linterna Verde, Archie, La Pequeña Lulú…? No importaba, cualquiera de ellos te aseguraba escapar de una realidad a veces opresiva, difícil, para la que tu timidez no estaba preparada. Leer esas historietas provocaba en ti esa sensación de cuando mirabas el mar, si la neblina lo permitía, cuando se abría frente a ti: en su inmensidad era también un camino donde no sólo tus ojos inquietos se perdían. Así era cada vez cuando deseabas escapar de casa, dejar de escuchar la discusión de tus padres por asuntos incomprensibles, indescifrables, sentir en ese pequeño e infinito espacio al aire jugar con tu cabellera negra y algo ondulada, ese mismo aire que te acercaba el mar a través de su olor salino: el viejo mar de Barranco casi siempre calmo y misterioso que parecía ocultar no sólo miradas, sino también deseos, sueños. Ya con la revista escogida te abandonas al mundo amigable que te espera, no sospechas que en unos días llegarás a este mismo espacio y encontrarás a un jardinero de la municipalidad cortando el pasto, los arbustos y los geranios crecidos alrededor de la palmera donde escondes tus chistes. «¡Fuera, mierda!», te dice el trabajador cuando le dices que esos chistes son tuyos (¿cuántos?, ¿veinte?, ¿treinta?), que te los devuelva, que casi todos los días vienes para leerlos, que es tu secreto que nadie más conoce… agarra dos o tres y te los lanza y te dice que te largues, que no jodas, que te regala de pena esas revistas porque las demás ahora son suyas. Regresas a casa lloroso, temblando de impotencia, pero no puedes decirle a nadie porque quedarías como un grandísimo tonto pues no hay explicación para haber escondido tus chistes en un parque y no en tu casa…

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