Desierto

Jennifer Thorndike

(Lima, 1983). El libro de cuentos Antifaces (Suburbano Ediciones, 2015) es una de sus últimas publicaciones.

1

Una alumna baja la cabeza. Trata de levantar la mirada para seguir escuchándome, pero sus ojos se desvían y se clavan en su cuaderno. La imagen muestra a unos niños trepados en un tren. Comparten una tortilla que alguien les ha regalado, un pedazo diminuto que frotan constantemente contra el plato de cartón buscando el sabor de la salsa que ya se ha terminado. Los niños son centroamericanos y están cruzando México a bordo de La Bestia. Solos y hambrientos. Quieren llegar a Estados Unidos. Alguien me va a adoptar allá, dicen, alguien me va a ayudar a estudiar o trabajar. Eso los motiva a arriesgar sus vidas. ¿Quién les ha hecho creer que es posible?

¿Por qué piensan que acá van a encontrar solidaridad o compasión?, le pregunto a la clase. Mi alumna se llama Carmen y sigue sin levantar la cabeza. Yo sigo hablando: cuando deciden subir a La Bestia, saben que tendrán que enfrentarse al rigor del clima, el hambre y la sed. El documental muestra a una niña de unos diez años que viaja sola. Más adelante cuentan que desapareció en el camino. Nadie sabe si abusaron sexualmente de ella, si cayó bajo las ruedas de La Bestia o si se ahogó en el río.

La clase termina, los alumnos recogen sus mochilas y salen mientras comentan qué harán el fin de semana. Parece que nada de lo que hemos discutido tiene importancia. Carmen se me acerca. El documental me ha afectado mucho, dice. Luego vuelve a bajar la cabeza. Me acuerdo del desierto, mis padres turnándose para cargarme, la caminata, el calor. Yo recuerdo vagamente, pero recuerdo. Tenía cuatro años, ganas de llorar, y ellos me tapaban la boca para que no hiciera ruido. Y yo, por primera vez en todos los años que tengo enseñando, no sé qué decir. Ha sido muy fuerte ver este documental, dice con la voz entrecortada. Ahora la que baja la cabeza soy yo. Carmen comienza a bajar la escalera y se despide haciéndome adiós con la mano. Yo hago lo mismo. Lo siento mucho, le digo antes de que termine de bajar. No se preocupe, ya se me va a pasar, me responde y se va a paso rápido. Creo que ver ese documental le ha hecho daño. Y no sé qué hacer ni qué decir para remediarlo.

2

Uno se despierta casi todos los días con el olor a sangre en las fosas nasales. No olor a sangre fresca, sino a carne que has dejado mucho tiempo en un ambiente poco ventilado y que ha comenzado a podrirse. Vivo en un pueblo de Illinois muy pequeño y, por eso, el olor que emana el matadero de cerdos es constante. Veinte cuadras de sur a norte, quince o dieciséis de este a oeste. El matadero está en la carretera hacia Iowa, pero el olor se esparce por todo el pueblo. Durante la orientación de mi primer año otra profesora nueva no dejaba de quejarse del hedor. Y del ruido de los trenes. Y de que no podía encontrar buenas donuts en ninguna parte. Pensé que era una estupidez quejarse por problemas tan insignificantes. Hoy, unos años después, me pasa lo mismo: casi no soporto vivir en este pueblo desolado. No hay nada, les cuento a mis amigas y a mi familia. Sólo dos restaurantes de comida rápida y el college. Un Wallgreens y un supermercado. No se ve ni una persona caminando y casi no pasan carros por la calle principal. Mi sueño americano pasó de una universidad de prestigio a un college minúsculo donde los alumnos no muestran ningún interés en nada y no se sienten conmovidos por nada de lo que se les dice. No es su culpa. Muchos ni siquiera han salido de este pueblo y les cuesta imaginar que existe algo más allá de los campos de maíz que los rodean. Aquí nadie te entiende cuando hablas y debes repetir la misma frase varias veces porque tu inglés no es perfecto, no es gringo, no es del Midwest. Tu inglés es hispano, tu inglés tiene un acento que nunca han escuchado, tu inglés es poco funcional para un pueblo donde la gente sólo habla con los que se le parecen y mira a los demás con incomodidad y desconfianza. Con uneasiness, ésa es la palabra adecuada, tan gringa que ni siquiera tiene traducción exacta al español. Y luego, siempre, inevitablemente, te dicen You have an accent, y después preguntan Where are you from? Y yo respondo Peru, the country, not Peru, Illinois, aclaración necesaria porque existe un Peru en Illinois, y hace poco alguien me dijo: Peru? Ahh, Peru, Illinois, that’s

weird ’cause I don’t recognize your accent.

¿Esto era lo que quería cuando vine a este país? Hay alumnos excepcionales, como Carmen. Pero Carmen es hispana, Carmen nació en México, Carmen es indocumentada. El sueño americano de Carmen no era de ella, sino de sus padres, que vinieron a Estados Unidos en busca de lo que todos los migrantes creen que van a encontrar: estabilidad económica, un país más justo, un futuro mejor. Un país donde las cosas funcionan bien. Cuando te das cuenta de que todo funciona como en cualquier otro país, ya es muy tarde. Acá no puedes hacer nada si no tienes contactos. Acá se piensa que si te esfuerzas, serás capaz de tener éxito. No es verdad. He conocido exalumnos que dan clases de gimnasia en la ymca, que decidieron abrir licorerías o que son meseros en algún bar del pueblo. Carmen estudia Psicología. Es mi advisee y siempre le digo que trate de hacer relaciones para que pueda tener más posibilidades de trabajo. Pero ella es tímida y sé que le cuesta siquiera intentarlo. Igual que a mí hasta ahora. Quizá por eso no pude conseguir un trabajo mejor. Quisiera ser una guía para Carmen, pero es ridículo pensar que puedo serlo cuando no supe cómo orientar mi carrera. Carmen siempre ha sido especial porque fue la primera alumna que quiso trabajar conmigo, la primera que confió en mí y me contó que no tenía papeles. Y que tenía miedo. Por eso no puede estudiar. Cuando crees que la vida a la que te has acostumbrado se puede terminar, sólo piensas en eso. Te duermes, si es que puedes, pensando en eso. Te despiertas pensando en eso. Además, Carmen dice que en este college todos son racistas. Que muchos hacen comentarios fuera de lugar contra las minorías. También cree que si pide ayuda a alguna de las profesoras se la van a negar porque nadie logra entender que los alumnos puedan tener problemas más graves que sacar una d en un curso. Por ejemplo, enfrentar una deportación. No es su realidad, no les importa. Yo no sé si el próximo año voy a estar acá, se acaba mi daca y me pueden deportar, comenta en voz baja a pesar de que la puerta de mi oficina está cerrada. Porque Carmen tiene miedo de que alguien la escuche y corra la voz de que es ilegal. Tranquila, le digo, acá no puede pasar nada, el campus se ha declarado santuario y nadie puede denunciarte. Seguro te van a extender el permiso para que puedas continuar aquí legalmente. Pero esas palabras no van a producir ningún efecto ante la angustia y el temor. Mis problemas no son nada al lado de los suyos. Le digo a Carmen que yo tampoco quiero irme. Porque al igual que ella no tengo adónde volver, no tengo una casa ni una familia a la que pueda regresar. Todo lo que tengo está acá, en este pueblo. También me aterra la idea de que alguien me persiga para obligarme a regresar adonde no quiero volver. Mi advisor anterior tiene un sticker de Trump en su bumper, dice Carmen. No me extraña, respondo, hay tres autos con el mismo sticker en el estacionamiento donde yo parqueo mi carro. Tranquila, haz lo que tienes que hacer para pasar y todo va a estar bien, le digo de nuevo. No sé qué más decir.

3

Carmen dio una alocución en la ceremonia religiosa que ofrece el college todos los lunes. Fui a verla para darle apoyo porque en una de nuestras conversaciones me contó que estaba dispuesta a decir la verdad sobre la discriminación que siente. Le dije que tuviera cuidado. No se puede decir lo que uno piensa sin pagar un precio. Esa creencia también se derrumba cuando te das cuenta de que en este país, como en todas partes, sólo puedes salir adelante si estás bien con quien debes estar bien y no dices nada incómodo. A nadie le gusta la gente que trae problemas. Pero Carmen está cansada de callar. Y ese día, frente a una gran parte de los profesores del college, habló de los latinos e hispanos que no tienen voz. Habló del abandono que sienten cuando saben que no tienen a quién recurrir cuando son observados por otros alumnos, profesores, autoridades o la migra. Habló de la necesidad de buscar espacios donde las minorías puedan sentirse seguras porque los safe spaces no son más que una mentira para que las instituciones se crean inclusivas. Aquí no hay safe spaces. ¿Cómo sé que alguno de ustedes no me va a denunciar? ¿Cómo puedo sentirme segura en clase cuando tengo en la cabeza que muchos de ustedes no querrían que estuviera aquí?, dijo Carmen, y yo estaba orgullosa y nerviosa a la vez porque sus palabras no iban a pasar desapercibidas. Hay mucho racismo, continuó. Ni siquiera es necesario que hagan comentarios desatinados. Basta con la mirada o cómo nos hablan sintiéndose superiores porque creen que nos están haciendo un favor al aceptarnos en su país. Basta ya, gritó ante la incomodidad de la capellán. Se iba a meter en un problema por haber permitido que Carmen tomara el micrófono. Cuando terminó de hablar, la capellán no celebró su discurso, sino que le agradeció en voz casi inaudible y alzó las manos para rezar el padrenuestro. Y yo, motivada por las palabras incendiarias de Carmen, comencé a rezar en español. Desde que llegué a este pueblo siento que hablar en español es un acto de rebeldía. Es poner a los norteamericanos un poco más incómodos. Es molestar un poco a una sociedad acostumbrada a decir What a great thing you said o Thank you for the fantastic talk you just gave, justo antes de lanzar una serie de comentarios con los que queda claro que todo lo que dijiste les pareció equivocado o fuera de lugar. Estaba segura de que eso iba a pasarle a Carmen cuando la ceremonia concluyera. Estaba segura también de que iba a recibir un complaint por parte del decano o del presidente del college, si no algo más grave.

Antes de iniciar su discurso sobre los migrantes, Carmen habló sobre la celebración del Día de los Muertos. Y de su familia. De cómo su madre llora cada año frente a la imagen del abuelo, a quien no pudo acompañar cuando murió porque los indocumentados no pueden salir del país. La madre prende velas, ofrece pan y brinda con tequila para que el abuelo muerto la perdone. Era por el futuro de Carmen, dice su madre, era por buscar algo mejor. Pero ese algo mejor ahora se ha transformado en un estado de alerta permanente que no deja vivir tranquila a Carmen. Sus padres decidieron por ella y, al final, le dieron ese futuro incierto y lleno de temor. Yo no puedo hablar de mi propia familia, o quizá puedo hablar demasiado. Mi madre sigue creyendo que puede controlarme. A mi padre lo quería muchísimo, pero al margen de hacerme reír, nunca pude hablar con él sobre problemas serios. Ahora mi papá ya no está y mi mamá sigue siendo la misma a pesar de que asegura que ha cambiado. Ya no estoy en edad de echarles la culpa de mis problemas, pero sí lamento no tener a dónde volver o a quién recurrir cuando las cosas van mal. Y las cosas han ido mal desde hace algunos años porque es difícil vivir en un ambiente hostil para quienes somos diferentes. ¿Quién inventó la mentira de que se venía a Estados Unidos para estar mejor?

¿Cómo es posible suponer que estar aquí es mejor que quedarse en el país al que perteneces? Sé que en el Perú no existe nada para mí, ni nadie a quien pueda recurrir. Sé que, por lo menos, puedo escoger quedarme aquí. Me he convencido de que acá estoy mejor de lo que estaría allá. Supongo que Carmen piensa algo parecido. Que acá está bien, que no tiene adónde ir ni adónde volver. Que ni siquiera debería pensar en volver porque ella nació en México, pero lo recuerda poco y ha hecho toda su vida en Estados Unidos. Ella es de acá tanto como cualquiera que ha nacido en este territorio. Ella ya no puede escapar de este destino que le dieron sus padres, de esa decisión que ellos tomaron por ella sin consultarle. Y, aunque su situación es incomparablemente peor que la mía, quizá tengamos en común esa sensación de que somos incapaces de volver a comenzar. Y tenemos que seguir, yo viendo cómo los días se pasan tratando de conservar esta vida que no esperaba, ella intentando mantener la esperanza de que todo se va a arreglar. Angustiadas, tristes, cansadas. Enfrentando los días en que todo se pone peor, en que Carmen piensa que no vale la pena esforzarse porque seguro mañana, pasado, el próximo mes o el próximo año ya no va a estar aquí, sino en un avión rumbo a un país que casi no recuerda. Que no es más que un lugar brumoso, oscuro, repleto de referencias intangibles que sus padres han mencionado a lo largo de su vida. Esos mismos padres que la trajeron cargada por el desierto sin que ella lo pidiera. Pero, a pesar de todo, la alocución es una prueba de que no se ha rendido. Cuando termina la ceremonia, me acerco a ella y la abrazo. Como siempre con ella, las palabras no existen.

4

Nada ha cambiado. Yo sigo igual, Carmen también. Creo que este semestre sus notas fueron bajas. Para mí también ha sido difícil porque tuve dos clases muy malas. Tampoco pude avanzar en mi investigación porque todo me parece inútil. Carmen vino el último día de clases a despedirse de mí, siempre con el miedo de que el próximo semestre no va a regresar. Nos vemos en enero, le digo, pensando que sí volverá, que se graduará, que algún día hará suyo ese destino que no decidió cuando tenía cuatro años. El desierto y el olor a sangre del matadero están ahí, siempre estarán ahí como una prueba irrefutable de que hay momentos en que se toman decisiones, o las toman por nosotros, y eso lo cambia todo. Y que otras posibilidades se dejan de lado y es imposible recuperarlas. Carmen lo descubrió a los cuatro años, yo cerca de los cuarenta. Y seguimos, yo esperando volver a verla, ella esperando volver y quedarse. Quedarse y vivir tranquila. Encontrar el lugar al que se pertenece si es que existe. En eso también nos parecemos <

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