Cristo de luto

Miguel Ruiz Effio

(Lima, 1977). Su libro de cuentos más reciente es La carne en el asador (Campo Letrado / Animal de Invierno, 2016).

Jesús extiende los brazos frente a la multitud. Son trescientas personas, calcula, de las cuales casi la mitad graba con los smartphones en lugar de escuchar cuando proclama: Bienaventurados los que lloran, pues serán consolados. El dolor en el hombro, aunque persistente, no es tan agudo como para quebrar su voz, pero le obliga a cerrar los ojos una fracción de segundo.

La muchedumbre pensará que experimenta un éxtasis.

En el grupo de espectadores, frente a él, destaca la silueta expectante de María Magdalena.

—Le dijimos que este año no debíamos hacer el vía crucis —le dice Magdalena a Simón de Cirene. Aunque lucen las túnicas correspondientes, todavía no representan a sus personajes, así que se mezclan entre la multitud que escucha al joven rabino.

—Me pidió que lo reemplazara —cuenta Simón—, pero una cosa es estar aquí, entre la gente, o los cinco minutos que me toca ir y sacarle la cruz de encima, y otra muy distinta ser el centro de la obra —añade, acomodándose la barba. No sabe actuar, pero para su papel no es muy importante.

Al que te haga el mal, dice Jesús desde la ladera del cerro, devuélvele con el bien. Y si te golpean la mejilla, ofrécele también la otra.

El público suspira.

El nombre de Jesús es Camilo Barrios. Tiene treinta y cinco años y desde hace cinco organiza un grupo de teatro para jóvenes en Villa María del Triunfo. Lo fundó como conclusión del curso de catequesis que codirigió en su parroquia con el objetivo de ayudar a los jóvenes de la zona a abrazar una vida que los alejara de la delincuencia y de las drogas, dos males que habían arruinado la vida de Camilo desde los dieciocho y que lo condujeron a la prisión, algunos años atrás. Pensó que, si la religión lo había rescatado de la debacle, también podría salvar a los jóvenes de su barrio.

Que la oportunidad se le presentara a los treinta años le hizo imaginar que era el inicio de su propia vida pública, pero llegó a los treinta y trés y no pasó nada fuera de lo común que lo animara a pensar que su vida adquiriría semejanzas con la de su redentor. Luego del primer año de vida del grupo teatral, cuando contaba con doce alumnos estables, se le había ocurrido preparar un guion del vía crucis y representarlo durante las celebraciones de la Semana Santa. Pero cada año se le hacía más difícil afrontar los gastos de vestuario que la escenificación requería y, sobre todo, la logística para llevarla a cabo con éxito. Al tercer año llegó el reportero de un canal de televisión para entrevistarlo, como parte de un informe que ilustraba «las costumbres de Semana Santa en la capital del Perú, una ciudad de cultura ecléctica que, así como cultiva tradiciones de antaño, como el recorrido de las siete estaciones, acoge múltiples homenajes al vía crucis de Jesucristo, sobre todo en los conos de la capital». El reportero —un jovencísimo Máximo Berríos— pasó todo un día con él, visitó el cuartito que hacía las veces de sala de ensayo, apreció los vestuarios que los miembros del elenco habían elaborado por sí mismos y prometió que una semana después, durante el Domingo de Ramos, aparecería el grupo de muchachos en el informe. Les dedicaron en total un minuto y cuatro segundos de un reportaje de nueve minutos; gran parte de la crónica televisiva la acaparó el famoso Cristo Cholo de Comas, y Camilo ni siquiera tenía un sobrenombre llamativo —«tú puedes ser el Cristo Negro», sugirió Berríos, aludiendo a la piel mestiza de Camilo, «pero necesitas un nombre, si no no vendes, hermano»—, de modo que la mayor parte de la conversación quedó fuera de la edición final del reportaje.

Así, el grupo teatral cumplía su primer lustro de vida y llegaba al cuarto año de la representación del vía crucis. Siempre quebrados financieramente, pero con el ánimo al tope. Tenía veintitrés alumnos este año, así que la obra se podría representar incluso tomando precauciones por si ocurrían las emergencias de años anteriores, cuando los papeles de Herodes y Pilatos recaían en el mismo intérprete, quien hacía malabares para aparecer barbado como el monarca hebreo y luego lampiño como el procurador romano. Contar con veintitrés alumnos permitía, también, resolver contingencias como la que tuvieron el segundo año, cuando el primer Simón de Cirene (que además era Juan, el discípulo amado, y uno de los soldados que crucifican a Jesús), el primer Caifás (que representaba después a Dimas, el ladrón que se arrepiente en la cruz) y el Pilatos original, fueron apresados en un operativo contra la microcomercialización de droga en el barrio. O salvar situaciones como la del año pasado, cuando la única mujer del grupo, quien encarnaba a la madre de Jesús y a María Magdalena, estaba con siete meses de embarazo y, para mala suerte del grupo, con una barriga voluminosa, ocasionada por los gemelos que esperaba.

Parecía que el quinto año se presentaría sin novedades: veintitrés alumnos que mostraban entusiasmo por la actuación, todos ellos de entre diecisiete y veintidós años y que estudiaban en la universidad o en una academia para postular a alguna; entre ellos, cinco chicas totalmente dedicadas a sus estudios y sin tiempo para pensar en novios, un tipo de treinta y dos años que le ayudaba como el segundo al mando dentro del grupo, dos chicos que habían practicado gimnasia en la escuela formativa de un circo y que estaban acostumbrados a la disciplina extrema. El único problema sería, como todos los años, el dinero.

Camilo subió con decisión al tercer ómnibus del día —señor, señora, niño, niña, joven, señorita, padre, madre—, seguro de que todo el discurso cristiano que pronunciaría dentro de algunos días le sería inútil aquí, frente a este público —disculpe que interrumpa su lindo y placentero viaje, su bonita conversación, su hermosa lectura—, hombres y mujeres soñolientos que marchaban desganados a trabajar —no te voy a mentir, a engañar, padre, madre—, como cada lunes o martes o miércoles, como cada detestable jueves, cada maldito viernes —no acabo de salir de prisión, padre, no tengo un hijo en el hospital, madre, no tengo una receta urgente, padre, madre—, esos bultos perezosos a los que hay que estimular para que suelten de mala gana alguna moneda —pero me trae aquí una noble causa, padre, un bonito propósito, madre, de solidaridad—, esos ojos adormecidos que hay que atraer, para que no se escapen por las ventanas o cedan al sueño —de un grupo juvenil que llevamos arte a la comunidad para alejar a los jóvenes de la maldita droga, padre, del azote de la delincuencia, madre—, y entonces desearía ser portador de la elocuencia del rabino, pronunciar un segundo sermón de la montaña —arte sano que nos permita recoger a esos jóvenes y consagrarlos a la comunidad, padre, al bien, madre, a Dios—, reproducir la sencillez con que alababa el plumaje de las aves o el color de las flores, pero con el dramatismo que conmovía a las multitudes —ayúdame a recuperar y fortalecer esas almas, varón, que nunca te encuentres con uno de ellos que por desesperación se oculta en una esquina, padre, para arrancharte tu bolsa, tu cartera, tu paquete, madrecita—, la dosis exacta de persuasión que los mueva a prescindir de una moneda y depositarla en su lata vacía de leche —colabórame y dame tu aliento, padre, hazme sentir que esta labor es correcta, madre, que no estoy solo en esta cruzada—, que evitara que desviaran la vista, que lo ignorasen como a un ser invisible a quien no se le entrega nada.

Camilo pidió bajar en el próximo paradero. El siguiente bus era de los más grandes que circulaban en la ciudad por aquellos días: transportaba unas setenta personas, entre sentados y parados, calculó mientras repasaba su discurso una vez más e incrustaba imaginariamente alguna línea dramática adicional en su solicitud final. Quizá por eso no advirtió al motociclista que pasaba pegado a la puerta del bus, a toda velocidad, y que lo aventó con fuerza contra el vehículo, primero, y contra el pavimento, después. Algo se quebró o rasgó en su costado derecho; una punzada en el hombro del mismo lado le sugirió que podría tratarse de una fractura.

Por fortuna para Camilo, fue sólo una luxación. Era el peor momento para que le ordenaran guardar reposo absoluto. Faltaban dos semanas para el Domingo de Ramos y los preparativos de producción le habían impedido reunirse con sus alumnos para ensayar la nueva puesta en escena, pues aunque el guion que representaban tenía muy pocos cambios o adiciones cada nuevo año, la repartición de los papeles podía causar algunas fricciones entre sus jóvenes seguidores, sobre todo cuando los más aplicados acudían a las audiciones por los personajes de mayor exigencia, como Judas, Pilatos y María Magdalena, o cuando había que asignar los roles secundarios de soldados romanos, de promotores de Barrabás o de mujeres gimientes a los mismos actores y debían sincronizarse de manera que no comprometieran los roles principales.

Peter, el treintañero del grupo, fue elegido para el papel de Pedro. Camilo pensó que al delegarle la responsabilidad de asistirlo en la dirección lo preparaba para ejercer el liderazgo que su personaje debía transmitir. Pedro es el apóstol de confianza de Jesús, le dijeron hace mucho a Camilo durante sus clases de catequesis y él se lo recordó a Peter al encomendarle el papel: es quien integra las delegaciones que Jesús envía por delante para preparar la entrada a Jerusalén, primero, y la cena de Pascua, después. Es el líder que vacila y niega a Jesús por miedo y a quien perdonarán para encomendarle la dirección de la nueva comunidad cristiana. Así te enviaré por delante para preparar este vía crucis, Peter, hermano, porque el maldito accidente me impide hacerlo personalmente y mi plan de datos no alcanza para hacer todas las llamadas sin consumir el dinero que a duras penas hemos ganado para los otros gastos. Busca a la señora Pocha en su stand de Yuyi, en Gamarra, me prometió el año pasado colaborar con las túnicas de los apóstoles, al menos, pero yo pensaba convencerla de vestir a todos, o de comprometerla con las de Jesús y María también. Háblale bonito en mi nombre. A Marco le pedí un lavatorio de sus trabajos de gasfitería, algo pequeño, para que Pilatos no se lave las manos en una tina de plástico. Y pídele al maestro Dávila que cepille la cruz para reducirla; este año no creo que pueda con su peso.

Si Peter hubiese sido el apóstol enviado por Jesús a preparar su última cena, quizás el Mesías y sus seguidores habrían sufrido hambre esa noche; no por falta de empeño, sino más bien porque su capacidad de convencimiento era limitada. La señora Pocha no recordaba su promesa del año anterior y ofreció sólo la túnica roja de Jesús; afortunadamente, una llamada inspiradora de Camilo consiguió, al menos, los doce trajes y el del Nazareno («señito, el manto rojo le cubre la mitad del cuerpo nada más, no es mucha tela»). Marco obsequió de mala gana un lavatorio con algunas quiñaduras que, afortunadamente, pudo ser canjeado en el Parque Industrial por una palangana pequeña, pues la pieza donada por el gasfitero servía más bien para realizar una ablución de medio cuerpo y era demasiado pesada. Por último, el maestro Dávila estuvo inubicable: su fe desaparecía semanas antes de la Semana Santa y se restablecía con las notas musicales de los créditos finales de Ben-Hur, en la noche del Domingo de Resurrección. Hubo que confiar en su ayudante, un muchacho que por su escaso talento interpretativo hacía las veces de soldado romano cada año.

Afortunadamente para Peter/Pedro, los alumnos más jóvenes organizaron una pollada bailable el sábado anterior al de la representación. Como solía suceder en el barrio, la repartición y el consumo de los platos se dio desde el mediodía y hasta aproximadamente las seis de la tarde; luego de eso, la venta de cerveza fue un éxito y dio buenas ganancias, aunque en cierto momento los organizadores más entusiastas extrañaron a un Jesús que convirtiera el agua en licor. Aun así, lograron reunir lo suficiente para financiar el vía crucis de ese año sin sobresaltos, lo que incluía comprar algunas fajas para que Jesús llegara en buen estado al Gólgota.

El Viernes Santo, día de la representación, Camilo llegó al local comunal donde se realizaban los primeros actos —la cena, la captura en el huerto, los azotes y los juicios de Caifás y Pilatos— para vestirse y pasar revista a sus actores. Eran las siete y media de la mañana. Al bajar del mototaxi escuchó aplausos de algunos vecinos que lo reconocían sin los atavíos del Nazareno y empezó a sentir el placer de la ovación final que cada año les prodigaban al terminar el espectáculo. Alzó la vista: como cada año, la ruta de doscientos metros que debía recorrer hasta la losa deportiva que hacía las veces de Gólgota estaba invadida por anticucheras, emolienteros y vendedores de comida. Por un segundo pasó por su cabeza realizar un adelanto de su actuación y echarlos a correazos como a los mercaderes del templo, pero el dolor en el hombro que con tanto cuidado sujetaban las fajas que le consiguieron sus compañeros lo disuadió de hacerlo.

—¿Cómo te sientes, Cami? —preguntó María Magdalena en el saloncito que usaban como camerino.

—Adolorido, pero un poco mejor —respondió Camilo mientras peinaba las largas hebras lacias de su peluca a ambos lados de la cabeza. Su rostro delgado lucía demacrado, pero le pareció que ese detalle lo ayudaba a construir el personaje. Recordó a uno de sus maestros de actuación, el padre Horacio, que le repetía: «Tienes que padecer a tu personaje», y lo maldijo.

Peter entró para repasar por última vez el vía crucis:

—A ver, muchachos, sólo me falta repasarlo con ustedes. Escena uno, el sermón, caminamos hacia la losa para que la gente te vea, hablas. Dosificas para que no nos tome más de quince minutos. Escena dos, aprovechamos que estás en la zona elevada del barrio y hacemos la entrada a Jerusalén… ¿Estás bien, Camilo? Camilo había cerrado los ojos y mantenía tensos los músculos de la cara. «Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados», recitó en su mente apenas escuchó «sermón».

—Mierda, me duele —dijo.

—Camilo, podemos suspender —ofreció Peter.

—¿Escena tres?

—La escena dos nos puede demorar, porque caminamos entre el público, Camilo.

—A la gente le gusta que les tome la mano, que cargue a los niños…

—Hay que abreviar, Camilo. Y no puedes levantar peso: guárdate para la cruz.

—Escena tres: la cena. Terminamos cuando Judas se retira de la mesa. Quince minutos.

—Escena cuatro, oración en el huerto y te apresan. Veinte minutos más. Una gota de sudor caía por la frente de Camilo.

—Hermano, ¿estás bien? En serio, podemos suspender —ofreció Peter.

—Sigue —ordenó Camilo, con los ojos cerrados. Recordó una pelea que perdió en la prisión frente a un tipo enorme al que apodaban Barrabás, debido al vello de su rostro. Se acomodó la faja del hombro.

—Me pondré una venda que reemplace esto. Ayúdame a pintarla de color carne —suplicó a Magdalena—. ¿Escena cuatro?

Peter suspiró.

—Escena cinco, juicio con Caifás, te niego tres veces, caminas hacia donde espera Pilatos. Veinte minutos. Escena seis, hablas con Pilatos, te manda azotar… Camilo, tenemos que acortar o quitar la escena de los azotes, no te podemos atar a la columna con ese dolor.

Camilo recordó una película que vio durante una noche de Jueves Santo de su niñez. En la escena de los azotes, Jesús se arrodillaba sin quitarse la túnica y lo azotaban con el mismo efecto dramático de otros largometrajes. El acto era más sobrio, admitió para sí mismo.

—Pilatos me manda azotar, salgo de escena y pasamos a la escena siete donde regreso de los azotes, con las marcas de la tortura.

Peter levantó los puños sobre la cabeza en señal de triunfo. Magdalena desenrollaba la venda que había pedido Camilo.

—Escena siete, después de los azotes —continuó Peter —, hablas con Pilatos y te condenan. Escena ocho, cargas la cruz hasta la losa. La cepillamos para adelgazarla, así que está ligerita. Trata de no prolongar mucho la cosa, sabes que la gente te quiere tocar como si de verdad fueras Cristo.

—Escena nueve, me crucifican y muero —completó Camilo—. En la diez los discípulos comentan mi resurrección y reaparezco. Fin. Y nos vamos a la posta.

Peter anunció que empezaban a las ocho y media. Cuando salió, Magdalena ayudó a Camilo a sacarse la faja que le comprimía el hombro y le ayudó a vendarse. Luego, untó una pasta color carne con un pincel grueso.

—No te olvides de resucitar —le susurró al oído cuando terminó, pues Camilo había cerrado los ojos otra vez—. Vas a ser papá.

Camilo no abrió los ojos, pero aguzó el oído: un imperceptible sonido le reveló que Magdalena separaba los labios y daba forma a una sonrisa.

Cayó a tierra por tercera vez y sintió que su hombro se aliviaba. Después de que Simón de Cirene se llevó la cruz se dejó ayudar por los soldados y caminó despacio. El público a su alrededor lo miraba compungido. Algunos niños lo miraban al borde del llanto y hasta los vendedores de comida paralizaban sus labores mientras pasaba cerca de ellos. Magdalena lo miraba de lejos, devota, purísima, totalmente travestida en su personaje. Le hubiese querido hacer alguna seña, preguntarle otra vez si quería un hijo más, si pensaba tener el suyo. Se lo había preguntado entre las escenas seis y siete, mientras el público imaginaba que lo azotaban y Magdalena le untaba la sangre. «Claro que sí», había respondido Magdalena con la misma convicción con la que minutos después, cambiadas sus túnicas, había exigido la liberación de Barrabás. «¿Me quieres decir que tú no?», preguntó, desilusionada, aunque lo había deducido.

Camilo se quedó en silencio. Le tocaba completar la escena con Pilatos.

«Tú puedes ser el Cristo Negro», le había dicho aquel periodista, años atrás, durante la filmación del reportaje sobre el vía crucis.

El Cristo de luto, más bien, pensó.

Magdalena se acercó a él para limpiarle el rostro con el sudario. Camilo hubiese querido saber qué pasaba por su cabeza, pero prefirió abandonarse a la idea de que estaba frente a la mismísima María Magdalena y que aquel sudario realmente capturaría sus facciones y se volvería sagrado.

—Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí —recitó a las mujeres que se habían aproximado a él, Magdalena entre ellas—, llorad por vosotras y por vuestros hijos. Mirad que vienen días en los que dirán: «Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado».

Eran casi las doce del mediodía y la losa estaba a cincuenta metros.

Peter —ahora caracterizado como José de Arimatea— había improvisado un pequeño soporte en la parte baja de la cruz. Para que apoyes los pies, hermano, le había dicho. Camilo pidió a los soldados que lo crucificaban que tuvieran cuidado con su hombro, que no ajustaran demasiado las cuerdas de los brazos y se preocuparan mejor de las que aseguran las muñecas.

Cuando la cruz estuvo erecta frente al público, Camilo sintió que se tambaleaba, pero podía ser el viento de la tarde. Recitaría sus líneas, compondría su padecimiento habitual y moriría a las tres de la tarde. Mientras tanto, bastaría con permanecer quieto y atento, sólo abrir los ojos cuando tuviese que hablar. Padecer como Cristo.

Cerca de las dos de la tarde sintió un crujido en la madera. Magdalena y María, su madre, se aproximaban a la cruz junto al discípulo amado.

He allí a tu hijo.

El hombro le dolía y el nuevo crujido podía ser la madera, quebrándose, o su hombro, que también se fracturaba. Cerró los ojos. Sentía el murmullo de los curiosos que miraban con devoción la escena, pero también las voces de las vendedoras de choclo con queso y el aroma espeso del hígado frito.

Magdalena lo miraba frente a la cruz, bajo su sombra. Imaginó que, tras el crujido, la madera cedía y se desplomaba sobre ella. Deseó un milagro que lo salvara, que borrara del mundo aquel peligro, que corrigiera su situación: un hogar para ambos y una ventana desde donde mirarían el atardecer, sin hijos.

Bienaventuradas las estériles. La madera crujió con fuerza: algo se descalabraba para siempre. Cerró los ojos <

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