La sana enfermedad / Jorge F. Hernández

Reflujo, aftas, anginas, todas las gripas que son gripe, toda la tos no es necesariamente bronquitis, rubéola, sarampión, caries, prognatismo, dermatitis, astigmatismo, miopía, hepatitis, cálculos renales, migraña llamada de racimo, neuralgia del trigémino, alcoholismo, tabaquismo, seminoma maligno encapsulado (es decir, cáncer de testículo y ganglios), hipertensión, aviso de diabetes… y dos infartos. Quizá habría que agregar insomnio, obesidad, ansiedad diversa, compulsión variada… y, en espera de que sean también declaradas abiertamente como enfermedades: negligencia ocasional, amnesia efímera, necedad recurrente, incontinencia verbal (en tinta y voz), insomnio ya tradicional, estupidez fugaz e intolerancia constante ante autoridades fingidas, imbéciles incurables, plagiarios impunes, mentirosos, abusivos, bígamos e ignorantes.
Así tengo que redactar las hojas de inscripción cada vez que llego a una nueva consulta médica, una vez que dejo de lado las revistas del corazón, los folletos de nuevos medicamentos y crucigramas inconclusos. Bien visto, de seguir así me queda por sobrevivir a la demencia senil, la artritis, la osteoporosis, la ceguera, la calvicie, la disfunción eréctil, la lepra, la ecolalia, el Asperger, el autismo, el síndrome de Down y la muerte. Me propongo pelearle a todas, incluso la última en la lista previsible, pues al parecer he sobrellevado la vida en cíclicas batallas contra toda forma de enfermedades que se cruzan en el camino. Aquí mismo, en estas páginas, publiqué un íntimo ensayo titulado «El habitante de mi cuerpo» como microhistoria personal de la rara relación que he llevado con el hombre delgado que habita en mí cuando ando pasadísimo de kilos, y el sujeto felizmente irreconocible ahora en sobriedad que secuestraba mi conciencia y todos mis movimientos en estados de profunda ebriedad. He visto en el espejo al amedrentado infante ante los infartos y al falso adulto que se negaba a llorar delante del ortodoncista cuando apretaba los fierros de los frenos para quitarme lo prógnata o drenaba la sangre con saliva de sucesivas endodoncias. He escuchado la voz en off de quien redacta fábulas bajo anestesias y el silencio feliz del yo que despierta en las salas de terapia intensiva. He caminado lentamente con el cetáceo que arrastra los párrafos en paseos por campo y ciudades recién descubiertas, aunque las creía ya leídas y toque mucho tiempo la guitarra el conmigo mismo que contrajo un raro hongo en las uñas de los pulgares por andar manipulando papeles viejos en archivos históricos. Me he despertado con mis propios ronquidos y la tos de fumador recurrente, me he perdido con las confusiones propias del autoengaño y sobre todo he sufrido los estragos de la autodestrucción de diversas maneras, quizá insuflada por una mermada autoestima de por sí muy mancillada… y sin embargo, quiero completar estos párrafos como apología de la sana enfermedad de los libros, la que provoca una lectura tan constante que le da al paciente por leer incluso al mundo circundante como un inmenso volumen de historias inéditas, personajes en plena redacción de sus andanzas y tramas inesperadas que rebasan a los encabezados de los periódicos. Hablo de la sana enfermedad que desató hace siglos las andanzas de por lo menos un caballero andante y ayudó a calcular la hora exacta de los eclipses a los hombres que se creían jaguar.
     No será remedio universal ni placebo temporal, pero no está de más declarar que estoy por el contagio cada vez más numeroso de la lectura como única salvación que nos queda como personas, país y planeta. Decía Oliver Sacks que lo que importa de una enfermedad —tanto o más que su sintomatología y posibles tratamientos— es conocer lo mejor posible al que la padece. No es lo mismo la gripe que aqueja a un introvertido contador público que esa misma gripe contagiada en el ánimo de un poeta. Con todo respeto para el tenedor de libros con números, la gripe le privará de sus labores durante unos días y lo condena a la cama del más soporífero de los aburrimientos, mientras que al poeta le puede inspirar los versos más tristes que han de repetirse por generaciones o la página perfecta que sólo con fiebre podría cuajar en tinta. Visto así, suscribo la hasta hoy secreta campaña universal del libro por inoculación, que consiste en volver a prestar libros (debido a que su precio impide anclarse en la necedad de su propiedad privada y excluyente), narrar en voz alta y al azar los principios fundamentales de las mejores novelas, recomendar constantemente los cuentos entrañables que merecen más lectores, y recitar en voz alta o al oído de la mujer amada los poemas infalibles que garantizan desenredar toda inesperada… o incluso, insalvable. Me declaro enfermo de libros y advierto la intención de contagiar a todo prójimo o próximo no porque crea en la tradicional mentira de que sólo así resultaría yo mismo curado, sino porque abogo por la quizá improbable aunque no imposible posibilidad de que con ello nos salvemos todos… así sigamos batallando con todas las otras enfermedades para las cuales algún día han de quedar escritos en tinta indeleble por anhelada sus respectivas curaciones, antídotos, remedios y alivios.

En Luvina 51 (verano de 2008), disponible en goo.gl/vVY0V5
 

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