El enfermo permanente / Eduardo Mendicutti

Durante años he tenido una salud fantástica. Ahora sé que la salud es un espejismo, o un autoengaño, o una fantasía, o una falsificación del instinto de supervivencia, y casi siempre producto de una desidia o de un exceso de confianza; vaya usted al médico sin motivo aparente alguno y lo comprobará. Pero, hasta hace muy poco, estaba convencido de gozar de una salud irreprochable y las pruebas eran evidentes: buen color, buena piel, un semblante siempre risueño, cuerpo bien proporcionado y con el peso justo, espléndida agilidad mental y corporal, sexualidad vigorosa, sueño profundo y reparador, actitud radiante ante la vida. Y eso que, cuando tenía doce años, escuché a un amigo de mi padre decir que yo estaba enfermo.
     —Esos depravados están enfermos y son peligrosos —fue exactamente lo que dijo el amigo de mi padre.
     El amigo de mi padre se refería a los maricas. Mi padre y su amigo y otros señores estaban hablando de maricas, una conversación impropia de caballeros, en mi opinión, pero es que mi padre y sus amigotes a veces se comportaban y hablaban como humanoides rupestres. La idea de ser peligroso me resultaba excitante, la verdad, pero escuchar que estaba enfermo me mortificó. A principios del curso me había enamorado como un choto de Joaquín —Quino para su familia y sus amigos y sus compañeros de clase—, y al llegar las vacaciones seguía implacablemente enamorado de él.
     Me pasé por lo menos dos semanas pidiéndole a mi madre que me pusiera el termómetro por si tenía fiebre, le supliqué inútilmente que me llevara al ambulatorio a que me hicieran análisis de todo lo habido y por haber, obligué a mi hermano, con quien compartía habitación, a que me observase mientras dormía por si, en sueños, tenía convulsiones o deliraba. Un sinvivir en busca de los signos de la enfermedad. Menos mal que se me ocurrió escribirle una carta muy apasionada a Quino, que veraneaba con sus padres en Galicia —porque la madre de Quino no soportaba el calor del sur— y en ella le preguntaba si dejaría de quererme si se enteraba de que yo estaba enfermo y podía contagiarle algún padecimiento. La madre de Quino leyó la carta, llamó por teléfono a mi madre para chivarse, y mi madre, aprovechando un momento en el que estábamos los dos solos, me pidió que me sentara en el sofá a su lado, me abrazó como se abraza a un hijo desdichado, y me dijo:
     —Mi amor, lo que sientes por tu amigo Quino es pecado.
     Qué alivio. La idea de estar enfermo me resultaba repelente, pero estar en pecado era genial, audaz, elegante, cosmopolita, artístico. Saber que estaba en pecado me sirvió para desechar por completo que estuviera enfermo y, además, para hacerme grandes ilusiones sobre mi futuro: quería ser artista de cine, que estaban todos en pecado mortal todo el rato, como decía el hermano Gerardo en cuanto se le presentaba la ocasión, y se daban la gran vida en casas fabulosas, hoteles de ensueño y playas paradisíacas. Así que le escribí una carta a una vidente de una revista de artistas y amores que me dejaba todas las semanas Carmelita, la muchacha del cuerpo de casa, y le pregunté si me veía futuro en el cine.
     «En el cine podrá tener cierta fortuna, pero en lo que le pronostico más posibilidades es en la literatura. Esmérese y podrá llegar lejos en esa hermosa actividad. Por lo demás, veo una larga vida, aunque deberá tener cuidado con las piernas, es su punto flaco en materia de salud», me contestó la vidente en las páginas de la revista, al cabo de tres semanas durante las cuales estuve de los nervios. A mí me pareció un pronóstico decepcionante, porque triunfar en la literatura no figuraba en absoluto entre mis aspiraciones y, además, lo de las piernas era a todas luces un error garrafal de la dichosa vidente. Con doce años ya tenía yo unas piernas estupendas, largas y bien formadas, y muy envidiadas por Carmelita, que se empeñaba en jugar al fútbol conmigo y con mis amigos, por si así lograba tener unas piernas como las mías.
     Durante cuatro o cinco años, rebosante de salud —o eso creía yo—, pequé lo mejor que supe, y eso que Quino decidió partirme el corazón porque su madre le prohibió terminantemente volver a verme. El disgusto no me provocó ni una décima de fiebre, aunque, eso sí, no volví a enamorarme. Aparentemente, seguía con una salud envidiable. Hasta el verano del 66. Aquel verano, una tarde de agosto, después de jugar con mis amigos un partido de fútbol en la playa, me quedé un rato sentado en la orilla, frente al mar que ya iba arrugándose como una enorme toalla azul alborotada por el viento. Por delante de mí pasó un chicarrón de los que tiran de espaldas. El chicarrón, tal vez diez años mayor que yo, llevaba un bañador blanco muy apretado que producía mareos y, de la mano, un perro que daba miedo. Me miraron pecaminosamente los dos, el chico y el perro. Se alejaron enseguida de la orilla, camino de las dunas, y el chico no hacía más que volver la cabeza para mirarme. El perro también. Así que me levanté y me fui tras ellos. El chico se detuvo de pronto para esperarme y, cuando llegué a su altura, me dijo:
     —Hola, ¿hacemos algo? —y me señaló una parte de las dunas muy frecuentada por parejitas pecadoras.
     El chico pecaba estupendamente y el perro miraba con mucha seriedad y consideración. De pronto, apareció un tipo vestido como de luchador mexicano y con una navaja de degollar corderos. Carmelita me había hablado de él. Me había hablado de un hombre enmascarado que se dedicaba a asustar en las dunas a las parejitas pecadoras. El chicarrón, el perro y yo salimos corriendo, dunas abajo, y a ellos no les pasó nada, que yo sepa. Yo dejé un pie hundido en la arena, giré la pierna y me rompí la meseta tibial. En casa dije que me había lesionado jugando al fútbol.
     Desde entonces tengo mal la rodilla, aunque durante años no lo noté. El traumatólogo dijo que yo tenía de nacimiento una rodilla con predisposición a lesionarse, pero ha aguantado perfectamente hasta ahora. Ahora la rodilla está deformada, nudosa. Me han descubierto una artrosis descomunal, me duele sin parar pese al tratamiento, y sé que va a amargarme lo que me quede de vida. La vidente era un crack: de hecho, seguramente por falta de esmero, no he llegado demasiado lejos en lo de escribir.      Además, están todos los deterioros propios de la edad: glucosa alta, colesterol alto, hipertrofia de próstata, cervicales inflamadas… Pero la rodilla es la que me ha hecho comprender que la salud es un espejismo, un autoengaño, una fantasía. Ya de niño yo tenía esa rodilla enferma. He sido toda mi vida un enfermo permanente, con una enfermedad verdadera de la rodilla, además de un pecador empedernido. Ahora estoy visiblemente enfermo y pecar me da una pereza infinita.
     Mi madre, que tiene noventa años y todas las enfermedades leves que uno pueda imaginar, me invita a que lleve mis dolores de este inicio de la tercera edad con cristiana resignación y así me ganaré el cielo. Pero yo espero que, cuando llegue el fatal momento, también los pecados de toda mi vida cuenten más. Para ir al infierno. Más que nada, por los amigos.

 

 

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