Se acuerda de tía Eugenia cada vez que el Ruben le dice Tarada o No seas tarada; cada vez que se enoja y hace puño contra la mesa y le dice Vení para acá o Andá para allá; cada vez que la manda con los mandados y le cuenta el vuelto, monedita por monedita; cada vez que ella se manda una, la recuerda. Como si hubiese pasado tanto tiempo. Como si la figura de la tía se hubiese vuelto joven y no al revés. Si hasta la ve de pie y no en la silla. Ella la llevaba en la silla para todos lados, siempre dentro de la casa o a lo sumo hasta lo de la otra tía, que tampoco era su tía. Y esas cuadras hasta lo de la otra las hacía rápido, llevaba la silla con tía y todo corriendo, casi en el aire, sacaba chispas de la vereda; tía Eugenia se quejaba, la retaba, y ella sabía que después se le venía una.
Ahora la ve de pie, antes de la silla, cuando iban a lo de tía Juana y era domingo, y ahí estaban todos sus primos que tampoco eran sus primos. Todos juntos con sus hijos chiquitos. Y ella quería correr. Iba y los saludaba, y los mocosos no querían darle beso: Salí, gritaban, y después jugaban todos a perseguirse y reían. Comían la carne, las dos tías charlaban, ella hablaba con esos primos, con la prima que le había enseñado a contar y a escribir, que era su preferida.
Ahora el Ruben le dijo Tarada y ella se acuerda de eso, de las clases con la prima maestra. ¿Cuánto hace que no los ve? A ella y a sus hijos y a su hija más chiquita, que no reía nunca y no la miraba a los ojos, como si tuviese tantas cosas que esconder. La prima maestra vivía aún con tía Juana, antes de que se casara y tuviera tantos hijos, y ella iba de visita con tía Eugenia de pie. Llegaban y Juana hacía la leche. Pasámela, le decía a su hermana que, enorme, la sentaba a ella a la mesa de la cocina. Qué rico el olor de la cocina, el humo de la leche caliente. Y, mientras la tomaba, tía Juana hacía pinza con los dedos y sacaba piojo tras piojo de su pelo negro, largo, grueso. Después venía la prima y le enseñaba las cuentas: Si tengo tres caramelos —le decía y los ponía sobre la mesa— y me como uno, ¿cuántos caramelos me quedan? Y ella contaba uno, dos, después de comerse el que restaba.
Alguna vez se pelearon las dos hermanas y ella no pudo ir por un tiempo. Y en ese tiempo tía Eugenia le cortó el pelo cortito cortito para espantar a los piojos de una buena vez, y nunca más fue largo, grueso, siempre es como ahora, que se para a veces por la humedad.
Oíme, le ordena el Ruben mientras apoya el mate. El Ruben, que le trajo la palabra del Salvador, una palabra larga y difícil como las cuentas. Un día se apareció en la casa de tía Eugenia con esta palabra chicle, y tía Eugenia, que ya usaba la silla, empezó a gritar desde la pieza, porque ella la había acostado para la siesta. Empezó a gritar Cerrá la puerta, te digo, cerrá la puerta, malnacida, y otras malas palabras, y ella la cerró y quedó del lado de afuera escuchando, mirando al Ruben y su palabra bella hasta que tía Eugenia se durmió, quizás, y ella entró en la casa de nuevo y pudo peinar a sus muñecas. Al otro día y al otro día volvió el Ruben a decirle la palabra, y le dio un beso húmedo en su boca húmeda y jamás volvieron. Ahora están en esta casa, con esta mesa en la que el Ruben apoya este mate amargo una y otra vez mientras le dice Oíme, tarada, y que hay que hacer las compras porque ya no hay yerba.
Tía Juana le regalaba una muñeca cada Navidad, una muñeca rubia de pelo largo y ensortijado. Pasaban las fiestas todos juntos en su casa, todos los tíos y los primos, todos rubios menos ella, tan negra y con su nariz picuda, con ese lunar de bruja, con el pelo corto y duro, tan hija de nadie. Le gustaban los hijos de la prima maestra por eso, porque eran negros también, como ella, pero tenían padre y eran iguales, todos igualitos entre sí.
Ella no tenía padre, tenía al tío Alberto, que vivió con las dos, con ella y con tía Eugenia, hasta que murió de tristeza, dicen, que se le quebró el corazón. No se acuerda mucho del tío ahora, debe de haber sido un hombre bueno, callado como todos los hombres de la casa, de su casa y de la de tía Juana, callado y con los ojos bajos, sin mirarla, como si tuviera tanto que esconder.
Ahora sale a hacer las compras. El Ruben le dejó plata y le va a contar el vuelto como cada vez, porque no sobra, nunca sobró. Si hasta con tía Eugenia iban a pedir a lo de la otra para pasar el mes. Porque la pensión de tío Alberto no alcanzaba, decía Eugenia, porque esta inútil —que era ella, la señalaba— no sirve para trabajar, y además quién le iba a hacer las cosas en la casa. Si ella se moría, pensaba, quizás le dieran otra pensión y ahí sí sobraba para todo el mes. Si se moría tía Eugenia, quizás ella cobrara las dos pensiones y se llenaría de muñecas, de caramelos, de vestidos. No le gustaba pensar en la muerte, ni entonces ni ahora que sabe la palabra, ni ahora que piensa, camino al almacén, que tía Eugenia pudo haberse muerto.
Un paquete de yerba, don, le pide al viejo, que la saluda como si la conociera desde siempre. Como la saludaban los chicos vecinos cuando iban a la escuela, allá en la otra casa, y ella se quedaba y su escuela no era otra que la prima maestra que, eso sí, le enseñó todo lo que necesitaba saber. Le enseñó también cómo lavar las bombachas para que la cola estuviera siempre sana y fresca, le enseñó a hacer las compras, a contar bien el vuelto, a decir que no a los muchachos que la invitaban. Le enseñó a no escuchar a tía Eugenia cuando le pedía que se acercara a su silla para poder pegarle, y eso lo aprendió muy bien; ahora a veces tampoco escucha al Ruben cuando le pide, entonces no dice nada y las cosas pasan solas, la atraviesan como la palabra santa.
¿Y ella cómo se hizo, cómo llegó a la casa en la que vivió, que limpió todos los días, que fue el techo también de sus muñecas, de un perro que movía la cola, que cuidó y que no tenía nombre? Porque eso también le enseñó la prima maestra: que el papá planta una semillita en la mamá, que las semillas de tío Alberto estaban secas, que el vientre de tía Eugenia estaba seco, que no tenía lugar para ella, y que por eso no son ni mamá ni papá, sino tíos, un hueco en el medio, una cosa deforme. Que ella viene de otro lado, como algunos pájaros que migran, que vuelan a otros lugares y que así llegó, volando. Y cuando preguntó a tía Eugenia desde dónde voló, la tía sacó el cinto y la surtió y le marcó la piel para que dejara de preguntar pavadas.
Era distinta tía Eugenia de antes a tía Eugenia en la silla. Iba cambiando, se iba volviendo más blanca. Cada vez decía más malas palabras. A veces ella se reía, le causaban gracia las puteadas cansadas, las pocas ganas de usar el cinto. Le daba asco limpiarle la cola cuando hacía lo segundo, le daba asco también limpiar su propia cola; el olor nunca terminaba de irse, escarbaba las narices, se quedaba volando como un fantasma. Prefería estar en lo de tía Juana, que vivía cerca y entonces podía ir caminando. La dejaba a tía Eugenia durmiendo la siesta y ella se escapaba y de paso pedía para pasar el mes, siempre se necesitaba para pasar el mes. Pero en ese tiempo, que fue hace no tanto, la casa de tía Juana también estaba vacía y oscura, sin los primos que no eran sus primos, sin sus hijos.
No hace mucho, mientras vivía con el Ruben, fue a casa de tía Juana a pedir y la miró feo, como si se hubiese portado mal. Hubiera preferido el cinto, que era más rápido y ardía menos. Le preguntó cómo se atrevía, la echó de la casa, le dijo que tenía la entrada prohibida. Mientras vuelve del almacén piensa que sería necesario volver a pedir, ir a intentarlo, sin que el Ruben se entere de nada, claro.
Cuando se fue de la casa donde vivía, no pudo llevarse sus muñecas. Quedaron en el tiempo, solas, despeinadas. La tía quedó ahí como otra muñeca, una muñeca vieja y sucia recostada como en una tumba. Tampoco pudo llevarse al perro. Mientras juntaba algunas ropas en una bolsa, el perro ladraba y movía la cola, como si le preguntara adónde iba y cuándo pensaba volver. Qué será de tía Eugenia, se pregunta camino a su casa nueva. Qué será de todos esos hijos de alguien, y de sus hijos, y de sus hijos. Se pregunta cómo será tener un hijo, sabe que tiene el vientre seco también ella, como si tía Eugenia la hubiese contagiado.
El Ruben está esperándola en la casa. Fuma. Ella entra y deja la bolsa sobre la mesa, acomoda las cosas que compró, lava los platos del día. El Ruben le trajo la palabra, le dijo que en este mundo somos todos hermanos, todos hijos del mismo hombre, todos ovejas del mismo pastor, todos nacidos de la tierra y no caídos de algún cielo después de volar tanto, desde un lugar tan lejano como el campo. Ya no le dice Tarada, se olvidó o está cansado de decir. Se acerca por detrás, la toma de la cintura, pide. Si ella se niega, va a sacar el cinto, que arde en la piel que sangra, pero no adentro.