La mujer que aprendió a llorar [fragmento] / Jaime Rocha

I
 Es una mujer que sólo tiene un brazo y que mira las fotografías de un álbum. Una mujer con un velo azul. Es de ese lado que respira, del lado de la sombra. Todo el resto del cuerpo desaparece en la madera y el brazo apenas se ve proyectado en un espejo, una mancha de vidrio pegada a la pared que ella atraviesa varias veces durante el día, sin esfuerzo, en un juego que sólo a ella pertenece. Porque en aquel espacio hay una luz a través de la cual la mujer consigue aquello que nadie más es capaz de alcanzar, una felicidad total, silenciosa.

II
 Lo maté y no soporto su muerte.
      Era esto lo que el médico no entendía. Carlos murió con un tiro que él disparó, le dije. Pero fue él quien cargó el arma. Usted, señora, se limitó a poner el dedo en el gatillo. Entonces ésa era la voluntad de él, si no, no habría colocado una bala en la cámara. Queda usted libre, la culpa es del amor. Y también del momento que nos tocó vivir. Hay una depresión en la tierra que alcanza las cosechas, los animales. El aire se volvió irrespirable y ya no es posible tomarse el tiempo suficiente para pasar una velada tranquila en casa. Los vecinos destruyen las paredes con taladros, echan abajo cocinas enteras. No se aguanta el ruido de sus bocinas, no hay espacio para los carros y la basura se acumula en las calles. Sale usted a la calle ¿y qué ve?: caca de perro, latas, papeles viejos, tapones, hilos, fruta podrida, frascos, cigarros. ¿Y de qué siente ganas después? De matar a alguien, es obvio. Por lo tanto, no se preocupe, si no fuese usted, señora, otra persona lo habría matado.
      ¿Y si ahora él fuera hacia ella, si saltara desde adentro de las fotografías y apareciera ahí frente a ella, o en la sala, encima del tapete, o en el corredor, mientras buscara su anillo?
      —Es poco probable —le respondió el médico.
      Y si todo fuera una pesadilla, si la mujer no fuera ella y no estuviera ahí, sino en otro lugar, en el sitio de él, recostado en su cama, oyéndolo respirar. Cuando él despertara, ella le diría: Yo soy tu única mujer, sólo quiero tus manos. ¿Pensaba el médico que él creería que era ella, ahí de carne y hueso, aunque teniendo apenas un brazo?
      —No sé —dijo el médico—, el mundo cambió, todos los arroyos se secaron, el hombre se transformó en el asesino de sus propios hijos. Para decirle la verdad, yo me siento pesimista, el universo no aguanta por mucho tiempo más. Los continentes van a reventar, serán engullidos por un humo surgido del fondo del mar.
      —¿Y entonces Carlos? —preguntó la mujer.
      —Carlos se salvó a tiempo, por su cuenta.

III
Es una mujer que vive dentro de un álbum. Su rostro tiene un brillo como si saliera del petróleo. Algo reventó en la luz que le penetró en los ojos, una fuerza. Su espalda es una superficie ondulada, exhala un aroma, una especie de flor derramada de un vaso. Es precisamente con la mano que le queda que acaricia una granada y la muestra a los pocos amigos que tiene. Es una mujer derrotada, incapaz de atravesar un túnel. Una mujer con una señal en los hombros, marcada para un sacrificio.
      Una mujer que toca el arpa y revive las flores, mientras otra, en la fotografía caída del álbum, muestra las rodillas debajo de un vestido de satín. Parece ella y al mismo tiempo hay allí cualquier cosa que pertenece a Carlos, la cintura, el dibujo que lo contornea, el modo en que los pies se asientan en el suelo. Atrás de ellos existe un castillo y sólo después el cielo. Es una mujer real porque su cabello se mece con el viento. El arpa la compró Carlos en un viaje por las tierras altas y es con ella que la mujer ahuyenta los tornados, devolviéndoles el mal para que se devoren a sí mismos.
      —Todo está en este álbum —decía ella—, mi pasado y mi futuro.
      Ahí, en aquella foto, aún tenía ambos brazos y se tomaba de la columna de un convento. En otra estaba desnuda. Su piel era blanca, pero en esa otra ya era verde porque ese día compró un vestido del color del pasto. Allí, por ejemplo, usaba shorts, era una época de intranquilidad, hubo una onda de calor y todo en torno a ella murió, perros, gatos, gorriones, hormigas, todo. Fue muy difícil para ella. Tuvo que comenzar todo de nuevo, mudarse de casa, conseguir otro espejo, un biombo.
      Databa de ese año la muerte de Carlos.
      «Él está aquí en esta fotografía rasgada, fumando, con una bufanda, con el encendedor a su lado, puesto sobre la mesa. Sucedió un año después de la muerte, la fotografía fue cambiando con los meses. Al principio era sólo él, mirando a las dunas, luego apareció el humo y sólo a continuación entró el encendedor en la fotografía. En ésta soy yo, con lentes y él detrás, merodeando. El gesto que se ve entró en la foto unos años después. Era deseo de él que sus fotos tuvieran un gesto de manos vacías».
      La mujer baja el álbum y atraviesa el cuarto hasta llegar junto al armario. Extiende después un tapete sobre las tablas y en ese lugar se acuesta a oír el tiempo. Es en ese momento del día que habla con Carlos y le va contando los cambios que el poder de sus ojos provoca en las imágenes fotográficas. «Tu rostro está rejuvenecido, tu cuerpo adelgazó, ya consigo escuchar tu habla. Me gusta aquel abrigo que usabas y tu cabello cayendo sobre tu cabeza. Tus fotos están llenándose de emociones, se notan al fondo los libros, cada vez más libros y tú hojeándolos, arreglándolos».
      La mujer se interna así en su silencio, como si estuviera sentada en una pequeña isla, al lado de una cascada, y la lluvia viniera a empaparle el rostro, descubriendo un jardín a sus pies, con narcisos, tal vez con un jazminero blanco. Y el momento en que Carlos se le escapa. Ella procura agarrarlo, como antes, pero su fuerza disminuye, aunque su cuerpo sea ahora más leve, sujeto al peso de un solo brazo.
      Esta mujer es vista entrando al frío con un álbum en el regazo. Nunca podrá saber si Carlos la amaba. Cuando lo mató, esperaba que él confesara ese secreto, como hacen los moribundos llorando en las manos de un sacerdote. Pero el disparo le perforó demasiado el pecho y su voz enronqueció deprisa.
      —Hay siempre un castigo para el mal —le dice el médico—, en su caso va a tener que convivir con eso.
      Nunca aceptó que él la amaba porque entendió que ningún hombre puede amar a una mujer a la que le falte un brazo, o una pierna, o lo que sea. Cuántos hombres no aman a mujeres que no tienen un riñón, una oreja, una mano, un ojo. El mundo está hecho de maltrechos, yo acostumbro decir esto a mis pacientes porque me gusta jugar con las palabras. Pero es verdad. Imagine que encontrara un hombre sin esófago, que ese hombre sea un genio, compone música, pinta, escribe, imagine que además era guapo, un hombre a quien sólo le falta volar. Qué mal habría en que no tuviera esófago, entre tal acopio de cualidades. Usted no se preocupe, eso de no tener un brazo no es siquiera una enfermedad. Ni fue culpa suya. Lo mató porque él quería morir. Quería acabar así, con un agujero en el pecho, como en el cine. Carlos era un héroe, un actor que no muere nunca. Usted se limitó a hacer una escena, como si rodara una película. Yo, por ejemplo, puedo llegar hoy a casa con un machete y encajarlo en la cabeza de mi mujer. ¿Por qué? Porque vi una escena así en un filme. Ahora le pregunto. ¿La mujer del filme murió en verdad? Claro que no. Lo mismo pasó con su amado. Lo mató, pero él no murió. Piense que él viajó al extranjero, la abandonó, es la cosa más banal de este mundo.

IV
Todos sus poderes le nacieron luego de la muerte de Carlos. Las imágenes salían del álbum como si la carne tomara forma dentro de la piel. Bastaba mirarlo o tocarlo con los dedos, acariciando el rostro de papel. Imágenes que fluían por sus manos y bajaban hasta el suelo caminando por las maderas de la casa hasta entrar en la sombra, sin que ella las quisiera detener, porque era así que construía la felicidad.
      —Esos poderes fueron la consecuencia de la pérdida de su brazo. Hubo una transferencia —le dijo el médico—. Usted tenía un tumor que en ese momento se creía maligno. Pero no, era benigno, fue un error la amputación. Y es ése el poder extraordinario que ahora tiene usted en el cerebro. Pasó del brazo al cerebro. Por eso no se espante cuando dice que alcanzó la felicidad total. Usted tiene un tumor en el cerebro, pero es algo bueno, la ayuda a soportar esta vida. No toda la gente puede decir que tiene un tumor de ésos, una especie de talismán dado por Dios. Sé que es católica, está aquí en su expediente. Entonces, siga adelante, no piense en Carlos. En este momento él está feliz en el cielo. Todos los hombres que mueren por motivos de celos tienen su lugar garantizado al lado de Dios. Ésa es la práctica de la pasión. El agujero que él tenía en el pecho ya está curado, la bala fue extraída por los ángeles. Qué más quiere que le diga.

V
—No necesita seguir viniendo a las consultas. Está curada, lo veo en sus ojos, le hace bien el llanto.
      Es una mujer que aprendió a llorar realmente. Un llanto manso como si habitara en el dominio de las hierbas y las tuviera que mantener vivas, rejuvenecidas día tras día, mojadas con las lágrimas. Y en ese llanto había más de un resplandor, había en él un cántico, un llamado que hacía eco por la tierra, que descendía por debajo de las plantas y se metía a las raíces de los árboles, hasta el fondo de las arenas. Un llanto que se formaba a sí mismo como un marco desde donde aparecía Carlos, llegado a su encuentro, así, lentamente, por la puerta de entrada, atravesando el corredor, como si las lágrimas de ella hubieran dibujado un camino blanco por donde él transitaba aún soñoliento, saliendo de la muerte, respondiendo a su llamado. Él llegaba, poco a poco, sus lágrimas se iban secando, porque el cuerpo de él se mostraba, entero y desnudo, llenando la casa como antes. Riendo con los trenes, hojeando los libros, diciendo que el agua de los ríos es el acontecimiento más inusual de las cosas terrenas.
      «Fue extraño, yo extendiendo mi brazo en su dirección y él no parece acordarse de que sufriera una amputación, sin siquiera recordar que fui yo quien le disparara, dejándole el pecho quemado. ¿Ya llegaste?, me preguntó él. Como si yo hubiera salido más temprano del trabajo, como si yo trabajara en una florería o en una tienda de ropa. Carlos, le dije, ¿no recuerdas nada?».
      Una mujer interroga a un hombre que minutos antes había rescatado de la muerte, un hombre sombrío que contempla los muebles de la casa, las sábanas, los tinteros, los libros. «Sigues con tu obsesión por los tinteros», dice él.
      «Qué podía responder a un hombre que surge así en mi cuarto y me lanza dentro de la cama como si mi cuerpo fuera un juguete, una pequeña envoltura de celofán. Carlos, dije yo, con mucha dificultad, mi intención no era matarte. Pero él no respondió, lo que quise fue envolverme el brazo, limpiarlo con un algodón, sentirlo con la lengua y después ponerlo extendido encima de las sábanas para contemplarlo».
      «Me gusta tu brazo, le encuentro una belleza súbita, como si alguien lo hubiera pintado mientras dormías. Hay un calor que proviene de él como de un foco. Me gusta la velocidad de tu cuerpo. Cuando estás absorta mirando un cuadro, te olvidas de que sería mejor que te hubieras vestido, para que la sangre no corra de este modo adentro de mis huesos. No sé si el médico te explicó, pero una de las razones de mi muerte fue la perfección del espacio que existe en el camino entre nosotros dos, en ese trayecto».
      «Sí», dice ella. «Cuando vienes a mi encuentro, un paisaje se forma en segundos. Puede ser un campo de gladiolas, puede ser la arena o una tabla con pequeños clavos volteados a mi lado. Es una visión aterradora. Pero el médico me dijo que eso era parte de la felicidad, que sólo desaparece cuando los cuerpos se despedazan, cuando los miembros dejan de ser humanos para transformarse en lodo y la cintura de uno atraviesa la cintura del otro, creando una zona de dolor. El médico me preguntó si yo sabía lo que era el amor. Y yo le respondí que no, pero que tú debías de saber porque te veía poner balas en el barril de la pistola en cuanto llegabas a casa. Es el amor, el miedo del amor, me explicó él».
      El médico le habló de un paciente que no era capaz de dormir con la mujer si no acariciaba un cuchillo, si no veía su brillo partiendo el techo del cuarto. ¿Y la mujer?, preguntó Carlos. Entraba en pánico, se desmayaba. ¿Y el hombre? Abusaba de ella, claro, le hacía lo que quería. ¿Y el médico? Le parecía normal. La mujer despertaba y no recordaba nada, porque lo veía sentado, mirando por la ventana, con una parte del rostro iluminado por los letreros de la calle. Me quedé dormida, es todo lo que ella decía, disculpa. No está mal, respondía el hombre. El médico insistía en que era normal. Hay casos así y más graves aún, del hombre que cuelga parte de su mujer de una ventana, en un vigésimo piso, o de la mujer que pide al hombre que le ponga una cubeta en la cabeza porque detesta su mirada. Todas escenas de amor. Y son felices, asegura él. Escenas que pasan a nuestro lado, con los vecinos. Son personas que tienen mucho para dar a los otros, gente que no sabe dónde fue a buscar el deseo del mal.
      —Las personas son la peor cosa que existe en el mundo —me dijo el médico, justo después de haberte matado.

 

Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos

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