La bastarda en el año de 1320 / Patrí­cia Müller

Sentada a la mesa de la celda del convento de Odivelas, Maria Afonso, contadora casera, no nota que el Hombre está a la puerta.
      —Don Jorge me dio la tiara. El caballero principal me dio ricos vestidos. Doña Blanca, el pozo en la villa de Santana.
      La capacidad de establecer comparaciones es la cualidad más interesante de Maria Afonso. Si el amante del año pasado compite en plata y oro con el amante de este año, entonces la imaginación de ella, que es la intuición legitimada por la racionalidad, no tendrá dificultad en fantasear con cuál de ellos podría unirse en matrimonio, pese a que el matrimonio sea la peor pesadilla de Maria Afonso. Antes, el convento donde habita, mandado construir por el padre, el rey D. Dinis de Portugal, ése sí un hombre sin rival, o no sería el complejo de Electra la base de la personalidad de Maria Afonso.
      En la celda que comparte con el ama Irene, la mujer más cercana que percibe como cálida, Maria Afonso ejecuta sus comparaciones con refinamientos de maldad. Cambia tierras por baldíos, riachuelos por establos, caballos por hectáreas. Organiza las propiedades que la culpa y el amor del padre le dan, para que sean lo más rentables posible. Maria Afonso es una emprendedora en un tiempo en que la palabra ni siquiera existe. Organiza y promueve todo lo que está a su alcance. Tierras, objetos, y su propio cuerpo. Hombres y mujeres, dependiendo del estado de espíritu y del nivel de utilidad.
      Sus muslos son blancos, deformes y torneados, mármol duro clavado en la emoción del ojo distraído de quien tiene la suerte y el azar de verlos. Ella sabe que sus muslos enloquecen a todos, entre deseo y avaricia pura, las dos sensaciones más animales que la sofisticación humana se concede. Ella sabe que sus muslos, esas grandes putas que viven encima de sus rodillas, son mejores que ella, más eficaces en el combate a la frustración que lo cotidiano sirve como plato diario a la hora de la comida.
      —No le puedo decir quién me mandó matarla, princesa, pero le puedo decir que la voy a matar.
      La voz del Hombre suena a súplica en respuesta a una pregunta tan sencilla y tan extraña, al mismo tiempo. Perpleja, paralizada, intenta entender lo que pasa. Sólo consigue pensar que el Hombre que la violará tendrá el deleite de verle los muslos y que los muslos, en este momento, no le sirven para librarla de apuros. Es su victoria sobre los muslos, ironía suprema del que parece ser el final de una vida de apenas veinte años. El futuro es predecible. Tiene la duración de escasos minutos.
      Estos escasos minutos son vistos por ella en fragmentos, imagen entrecortada de negro, como si no consiguiera aprehender la fluidez de los movimientos, el continuum del espacio, ya que el tiempo, ese enfermo mental, sólo tiene la utilidad de un moribundo. Un pedazo de mano de él apretando el aire de ella. El cuerpo de él, caliente, atrás del cuerpo de ella. La caída que le aplasta la espalda. La insistencia de él en obligarla a girar la cara para un lado, como si quisiera obligarla a no mirar lo que le va a hacer. Ella nota la duda en él, el delito pegado en la piel que le encoge el alma. Hay en este espacio un animal herido y un animal por herir. Ella es el segundo.
      Ella, Maria Afonso, princesa bastarda, hija favorita del rey D. Dinis, propietaria de un archipiélago de muslos autónomos, soberanos, monja agnóstica de Odivelas y amante de más de una persona al mismo tiempo, pide a Dios que alguien entre en aquel momento.
      —Por favor, dígame lo que pasa. ¿En verdad es a mí a quien desea matar? Yo soy una hija bastarda. No valgo nada. —Ambos saben que es mentira. Maria Afonso vale un reino, un país, millares de súbditos y súbditas, niños, viejos y animales incluidos. Dinis, el rey, el padre, daría el culo y más tostones para garantizar que esta niña viva con comodidad y dignidad. Dinis, el rey, el padre, mandó construir un convento para su hija.
      Acostada debajo del verdugo, la monja atea siente el dedo anular de él subir encima de su ojo, como oruga en muro de piedra, impedida de verlo todo. Tal vez así me cueste menos, piensa Maria Afonso. Ver la muerte con un solo ojo es mejor que abrazarla con dos. Muestra que apenas la mitad del mundo existe, que tal vez no sea tan triste abandonar esta tierra, que el cielo, ese milagro existencial de la idealización, tendrá una sala o un campo o un río destinado a las almas más contables y dinámicas. Pasar la eternidad rodeada de almas envejecidas es lo que llevaría a Maria Afonso a escoger el infierno. ¿Cómo será morir? ¿Cómo será dejar de existir? ¿Dinis llorará mucho por ella? ¿O adoptará la pose del rey que no puede llorar la muerte de la hija favorita? Ella recuerda las largas noches en que el padre le contaba las historias que conformaban su vida y la vida de Portugal y la de Europa. Dinis era Portugal. Batalló sin miedo para garantizar que la identidad fuera preservada, en una lucha por momentos de tal forma desdichada que siempre sonó a Maria Afonso que su padre luchaba por el inalcanzable reino de los cielos, por la manutención del alma, por la perennidad de una obra que era eterna. Ella, que vivía en el convento, desconocía este vaivén de nervios, sangre y espadas. Ella no entendía lo que era querer morir por un país y, por eso, se dedicó a acaparar la mayor cantidad de tierra posible, con la expectativa de formar su propio Estado. El Estado de Maria Afonso. Y ansiaba todos los días que alguien le viniese a robar, para que tuviera que pelear por ello.
      Este deseo chocaba con el desenfreno sexual usado como forma de obtener obediencia, que es el llamado de auxilio más psicoanalítico que existe. Dominadora, Maria Afonso también es sumisa. Usa el sexo para favores y espera que el sexo le traiga amor, ese mismo amor que después rechaza.
      Ella tiene los ojos azules demasiado juntos, dientes de ratoncito blanco y el cabello rojo heredado de Dinis. Las piernas presentan un ligerísimo desnivel, sólo a los ojos de los más atentos se nota la cojera con que se mueve. Como tiene edad de iniciar el noviciado, usa los vestidos por debajo del hábito. El corsé es de tal forma apretado que, más de una vez, el ama Irene da con la niña desmayada en la celda del convento, en el claustro, en la cocina por donde pasa para robar comida. La bastarda encuentra un dulce consuelo en el azúcar, a pesar de saber lo peligroso que es para la belleza si se consume en exceso. Ella quiere ser delgada, pequeñita, atractiva a los muchachos, como una niña, agradable a las niñas, como si fuera una de ellas. No que se infantilice, nada de eso. La infantilización es una estratagema usada por mentes con pocos recursos intelectuales, que optan por la primitiva razón como forma de manipulación reduciendo a los otros, igual o más inteligentes, a brutos sin sensibilidad. Ella está apresada en las grandes respuestas del universo por su capacidad de saberlas reconocer. Se siente un alma antigua en un cuerpo nuevo. Sería una dama de la corte, de no ser por la violencia en el corazón y la rispidez en el trato.
      La otra mano de él inspecciona la túnica roja de ella, la camisa de lino abajo. Arriba y abajo, en un frenesí inadecuado al tiempo mental del momento, que oscila entre el pasado, ese eterno amante que a todos abandona, y una especie de limbo paralizador. Tal vez sea esto lo que sienten los niños que nunca fueron bautizados, anestesia perpetua, el vértigo de quien anda sobre la tierra a la cual no pertenece. Ella no usa ropa interior, nadie usa ropa interior en esa época, se usan vestidos que aprietan costillas, zapatos que aprietan pies, pero no se usa protección de la intimidad. No existe nada entre él y lo más íntimo de ella.
      —No le pediré disculpas, princesa. —Maria Afonso siente el aliento de él muy cerca de la mejilla y consigue imaginar el puerco asado que comió. Vio muchos puercos en el asador, en las variadas fiestas que el padre organizaba en el Paço. Eran fiestas castas, algunas casi con miedo de ser. La idea de que el peligro estaba cercano no era una psicosis colectiva de un pueblo recién formado, era un miedo generalizado en que las almas lusas estaban sumergidas desde que se reconocían como pertenecientes a una nación. Los moros podían atacar; los reinos vecinos podían atacar; los propios miembros de la realeza, como había sido el caso del hermano del rey y, ahora del hijo del rey, podían atacar. Los ciudadanos de esta nación-cría saben que lo que ellos conocen hoy es diferente de lo que conocieron ayer y de lo que irán a conocer mañana. Hay una obvia razón para sentir el pánico erizando los pelos de los brazos. De las dos causas para este fenómeno —la transmitida por la sangre o la sentida en el estómago—, apenas aquella que implica la experiencia vivida y contada causa semejante impacto. Ella, la princesa bastarda, protegida por la cercanía conventual, no creía en el temor. Nada le podía suceder dentro del capullo que el padre había creado para ella. Maria Afonso instrumentalizaba para sí misma la idea de Dinis como protector.
      El Hombre aplasta la boca en el cuello de ella y mete la mano debajo de la falda. Ella, Maria Afonso, dotada de espíritu matemático, no siente gran emoción, que es lo mismo que decir que le falta media alma. Por esta razón, cuando intenta hablar, la voz le sale agitada, con fallas y tonos distintos. Trata de calmarse, aclarar la garganta y esperar que el sexo consensual pueda superar a la muerte.
      —Espere, espere. No necesita hacer esto así… Podemos entendernos los dos. Podemos hacer que esto sea un momento agradable       —dice Maria Afonso.
      La frase no sale exactamente como pretendía, y es de tal modo extranjera en el contexto, que el Hombre para lo que está por hacer y se concentra en las palabras de Maria Afonso por segundos, ya que éstas flotan en el aire de la extrañeza. Ahí en el suelo de piedras del convento, piedras del tamaño de arcas donde se guardan vestidos, frías, heladas, piedras aún con las firmas de los pedreros que las colocaron para que nadie olvide cuánto dinero deberían recibir —una señal de que Maria Afonso está en casa, en el sitio al que pertenece—, apenas la luz de las velas ilumina el terrible acontecimiento y hace que el carmín de la seda de ella se confunda con el abrigo y la túnica de él, del mismo color.
      —Yo le doy oro… Llévese esta gargantilla de piedras preciosas… ¿No? Entonces yo me ofrezco. Nadie necesita saber, prometo desaparecer después. Voy hasta Aragón, desaparezco en el mundo. Nadie se enterará. —Él, el Hombre, es pesado y su mano se aparta de la cara de ella, permitiéndole que los dos se encaren frente a frente. Es la confrontación que mayor bienestar permite, pues existe una verdad franca que sólo el ojo puesto en el ojo permite. No es cobarde este momento de muerte, a pesar de concentrar en sí toda la violencia seca y cruda que puede existir. No tiene florituras, gritos, movimientos, estridencias, el melodrama que la idea de muerte, en ciertos círculos más populares compone. Es así que ella se asegura de que el Hombre debe ser un caballero. No es plebeyo, ni telúrico. Aparenta la dignidad y la abnegación que Dinis exige a sus hombres, lo que lo volverá, ciertamente, un disidente de las huestes del padre. Maria Afonso nota la delicadeza del lino del chaleco que usa, el cuidado rizo que cae sobre las orejas. No, éste no es un hombre del pueblo. Éste es un hombre de la corte. Nadie en la corte tiene interés en ver a una bastarda muerta, por la simple razón de que, a pesar de ser rica y amada por el rey, Maria Afonso no posee ningún poder. Y la riqueza puede acabar de un día para el otro, basta que las tierras sean invadidas por enemigos o, peor, por amigos que saben que no existe un hombre fuerte y viril que las defienda. A ella, la bastarda, le gustaría ser un hombre. La naturaleza, que la dotó de talento lésbico, no la dotó de testículos físicos, sino apenas de una especie de masculinidad latente, agresiva, furiosa, que la hace expandir la sádica sexualidad como si fuera un golpe dado en la cara de Dios. La incapacidad de dulzura no modifica la ambición, sin embargo, no la vuelve más ágil en el trato social o más encantadora en la convivencia. Maria Afonso se sabe animalesca y viciosa, encarando con verdadero autoconocimiento estoico la idea de que los sacrificios exigidos a una bastarda son muy fuertes y que sólo la cáscara viril podría aguantar. Debajo del cabello rojo, lo que existe es una armadura de piel de caballero astuto.
      —No quiero oro, princesa, ni su cuerpo. Sólo voy a poseerla como forma de castigo. —El tono es bajo, tranquilísimo, angelical y casi automático, un arcángel susurró aquellas palabras al oído de él. Está frío. Es de noche. Los cañaverales silban como pájaros sueltos por el mundo. Las velas de la sala se estremecen, junto con los dos cuerpos extendidos en el suelo. Por primera vez, el Hombre y ella parecen funcionar en conjunto, una pareja improbable.
      Huele a carne y a sudor.
      —No me mate, entonces. Tómeme, pero no me mate. —Ella implora, esta vez con verdadero pánico. Hubo alguna cosa en la última frase de él que la hizo temer realmente por su vida. Hasta entonces, era todo sólo una amalgama confusa de incomprensión.
      —No puedo. —El Hombre está a punto de llorar. Cuán indigno es este llanto para ella. Cuán nauseabunda es esta fragilidad, aunque verdadera en absoluto. En aquel momento, en aquel instante, él llora con pena por lo que va a hacer, en un infantilismo sin solución, como son todos los infantilismos. Ella lo desprecia. Le repugna y lo desprecia. Un rencor visceral la invade, el mismo que dedicó durante su vida a algunos personajes que le fueron poco simpáticos. Isabel, claro, es fundamental odiar a la Reina Santa como conservación de una idea fundadora de la personalidad. Maria Afonso es también el odio que siente por la mujer del padre. Y es también el odio que siente por este hombre que la va a violar.
      Para evitar más conversación, él sube la saya de ella, baja sus calzas de lana y la toma sin ninguna palabra. La entrada es seca, abrupta, dolorosa por el asco. Maria Afonso no es dada a sentimentalidades, pero le queda un poco más que la emoción por explorar. El pensamiento ya no la socorre. El lenguaje, esa tierna amante seductora, ya no la socorre. Ni la lascivia la puede socorrer, es necesario tener concentración y control, ella no tiene ninguno de momento. Le queda la humillación pura en la piel, una bocanada de aire apestoso circundándole el cuerpo, en la tentativa de entrar por los orificios, la boca, los ojos, las orejas, la nariz, en una especie de exorcismo invertido. El diablo trata de metérsele. Ésta es la imagen que se le ocurre a la bastarda para describir la violación de la que es blanco, al mismo tiempo que el Hombre resopla, continúa acompasadamente encima de ella y ella siente el dolor donde él lo inflige. En un segundo, tal vez por causa de la autocompasión —esa partícula totalmente divina en el hombre y que ella nunca pensó tener—, el tiempo comienza a ser insoportable. El presente es desplazado en el tiempo, estar allí y no estar. Un sonambulismo inconsciente, sin embargo en todo deseado. El sexo arde, herida dilacerada; las piernas están dormidas y, aun así, duelen como aserradas; los brazos caen inertes a lo largo del cuerpo, impotentes. Maria Afonso nació mujer, pero nunca sintió el dolor de la condición femenina. No tuvo hijos, ningún marido que le descargase la furia de una frustración cualquiera. Pero tiene ahora a un hombre pesado encima rasgando lo que ella había guardado allá abajo, lo que es propiedad exclusiva de ella, que da a cambio de lo que le sea favorable. Ahora, allá abajo, el demonio se ríe y destruye las paredes que la forman por dentro. Las patas de un caballo la pisotearon sin lástima ni piedad. Dolor, dolor, dolor. Maria Afonso comienza a llorar gruesas lágrimas sin sollozar al mismo tiempo. El cuerpo no permite. El Hombre gime quedo.
      —Al final, voy a pedir disculpas. Disculpe, princesa.
      Y sin quitarse de encima de ella, comienza a apretarle el cuello. Por instinto, ella encoge el abdomen, lo que puede encoger y que está a salvo de la carga del cuerpo del Hombre. La carga nerviosa es tan intensa que el cerebro se quiebra en mil partículas internas, conmocionado, en misericordia sobre sí mismo, en anulación de la existencia. El cuerpo de ella escoge no ser. Es infeliz esta asfixia, no tiene dignidad porque no tiene cómo permitir la posición fetal que es aquella con la que todos nacemos y todos deberíamos morir. Maria Afonso quiere enroscarse, gemir, arrastrarse de ahí hacia afuera dejando un rastro en el suelo para que el padre la pueda seguir hasta donde ella fuera, el Infierno debe de ser tibio porque el Diablo no tolera excesos que le sean incómodos. Los sacrificios son para Dios y los hijos que se matan crucificados. Los hijos del demonio visten de seda y frescura.
      —Yo sé que quiere que me vaya, princesa, pero créame que de aquí a unos segundos va agradecer que me quede aquí. Y no voy a llorar, porque si lloro la princesa no muere en paz.
      Ella intenta patalear, una última oportunidad de sentir la nobleza que no tiene, la bastarda tiene sangre azul, quizás más azulada que azul, pero, aun así, algo cercano. Y hay una irracionalidad en el azulado, en la esperanza de amor, o tal vez sea sólo la irracionalidad de una muerte anunciada.
      Maria Afonso no vivió lo suficiente, no amó lo suficiente, no sintió suficiente, ni dolor, ni placer, ni aburrimiento o hastío de los días largos, no conoció las suficientes personas, no tomó las decisiones necesarias, no se impuso como alma o como cuerpo, no tuvo presencia o ausencia, un vacío sórdido, una perversión frente al mundo natural, de los perros que le olfateaban el sexo cuando ella pasaba y se demoraba en pasar porque el magnetismo atraviesa códigos de comunión, no perteneció a familia o tribu, no tuvo amigas y risas de niña, ni siquiera consiguió acumular bienes suficientes para ser rica y vengativa. Ahora muere. Muere.
      Y entonces Maria Afonso, en un acto inconsciente, abraza al Hombre. Siente un tremendo consuelo en el calor del cuerpo de él, al final tenía razón, ¿cómo sabría él que no la debería dejar? ¿Cuántas veces habría muerto aquel hombre o, mejor, cuántas veces aquel hombre habría matado y visto morir? ¿Cómo sabría él los secretos de la muerte? Las preguntas permanecen sin respuesta. La hija bastarda más joven del rey Don Dinis suelta un último suspiro. Y muere aferrada al hombre que la mató.

Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos

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