Adele no tenía en ella ni la más pequeña porción de sionismo. Sionismo, comunismo, socialismo…, todo eso era una broma para ella: un chiste que debía ser desinfectado y removido para dejar todo limpio y reluciente para las cosas auténticas de la vida: amor, quietud, belleza, cantidades suficientes de comida saludable (nunca demasiada), ropa linda y, de ser necesarios, como se fue viendo con los años, doctores también.
Adele realmente no quería ir a Israel. Sí, ella dirigía con devoción las actividades del capítulo Jabes de la Hashomer Hatsair en el Cairo, pero lo hacía solamente por Vita, el consejero. Su plan de vida a largo plazo era establecerse en Francia, cerca de su media hermana Beatrice, y estudiar la carrera de química en la Sorbona.
Sólo por el poder de su amor por el guapo y noble Vita, promotor de la igualdad y la hermandad, diligente y serio activista en los capítulos de El Cairo de la Hashomer Hatsair, que ansiaba llegar a Israel, y que a cambio le devolvió un amor leal y verdadero hasta el día de su muerte…, sólo por eso ella alteró sus planes: llegó a Israel y a partir de ahí empezó a poner su vida en movimiento.
Ya en la adolescencia, ella se había dado cuenta de que era un tipo extraordinario, raro y único, por el que valía la pena alterar todos los planes y llenarse de cualquier idealismo, pues lo esencial era conquistar su corazón.
El padre de Adele había sido expulsado de su familia sefaradí, porque se había casado con una ashkenazi alemana. Murió cuando Adele tenía dos meses, y aquí tenía ella ahora para sí misma, Adele, un hombre sefaradí puro por excelencia. Edipo se reiría mucho de ella. Adele sabía más detalles de la herencia de Vita que los que Vivienne sabía de la de Charlie. De hecho, era la misma herencia, sólo que Charlie no hablaba jamás de ella, esas raíces no le interesaban en lo más mínimo, mientras que Vita hablaba de ellas una y otra vez.
Durante la expulsión de los judíos de España, tras grandes conmociones y pérdidas, siete hermanos subieron a un barco, y después a otro barco, y es razonable suponer que en otro más, hasta que alcanzaron el puerto de Gaza, y en esta ciudad se asentaron. Los antepasados de Vita pelearon contra los sabateos, y, luego de que se libraran de ellos, el rabino Shmuel Casteel fue el primero en construir una sinagoga en Gaza.
Aun cuando Adele escuchaba ahora, de Vita, su amor, sobre los sabateos por primera vez en su vida, de inmediato comprendía que aquéllos eran hechos históricos. Como futura química, con alma lúcida y científica, ella valoraba los hechos y los datos dondequiera que los encontrase. Y, en general, ninguna falsedad salía de su boca, y si por casualidad no tenía elección, y tenía que salir con una mentira…, de inmediato cambiaba de tema.
Las crónicas románticas de los siete hermanos, que fueron de barco en barco tras su expulsión de España hasta que alcanzaron la costa de Gaza, combinadas con el espeso cabello de Vita y su piel morena, piel que pese a todo se enrojecía al sombrearse, en vez de ponerse café o negra —un signo de pigmentación pura en la familia—, y en especial en combinación con su alma altamente devota, todo ello subyugó a Adele. Ella supo que tenía una carta de triunfo para el resto de su vida.
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Su habla segura y persuasiva, y la completa protección que le daba a ella del resto del mundo, la hicieron olvidarse de la Sorbona y de París (pero no de la química). Si hacía falta ponerse bajo el vientre de la vaca y ordeñarla…, caray, ella se tendería de espaldas, sobre la paja, sobre una almohada limpia y rellena que hubiera traído con ella, y en la que estarían bordadas las flores de su madre; ella se tendería entre todos los inmigrantes rumanos a los que no podía soportar, y tiraría de las ubres de la vaca sin usar guantes, porque con ellos puestos no podía sacarles nada. Sólo con los dedos expuestos, pese a todas las leyes de la higiene que le había heredado su madre alemana.
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«No, no es eso», respondió Adele a la pregunta del rabino que había venido de Pardes-Hannah a la cabaña del garin egipcio en el kibutz Ein-Shemer para casarla a ella con su Vita, suyo y de qué manera, y aprovechando a casar a otras seis parejas (entre las que no todos los integrantes eran de su pareja respectiva, aunque sí la mayor parte), y él los casó a todos con un solo anillo que fue pasando de pareja en pareja.
El rabino repitió la pregunta. Adele ya había aprendido hebreo en la ulpan del kibutz, y entendía bastante bien que se le estaba preguntando si era ashkenazi o sefaradí.
«Ninguna», dijo otra vez. «Sé que mi padre murió cuando yo tenía dos meses».
El rabino, por lo tanto, la interrogó: el nombre de soltera de su madre, el nombre completo de su padre…, y de inmediato descubrió que Adele es sefaradí por el lado de su padre y ashkenazi alemana por el de su madre.
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Una semana después de la boda, Vita también sintió el impulso de ordeñar, y como alguien que había visto a las jóvenes ordeñadoras del garin rumano, Adele se preocupó bastante. Para ella, la belleza femenina se determinaba por el grado de palidez, y las rumanas eran más pálidas que ella, y por lo tanto hermosas, y nada en la vida era nuevo para ellas. Eran jóvenes de dieciséis o diecisiete años, y se suponía que Vita debía despertarlas en la mañana, si no se habían levantado ya por su cuenta, las muy divas, y si no tenía éxito en levantarlas tocando a la puerta de su dormitorio, estaba autorizado a abrir la puerta y entrar en el cuarto y agitarlas con gentileza.
¿De qué se trataba todo este asunto del kibutz? Ella no lo sabía. ¿Un hombre casado entra en los cuartos de mujeres jóvenes a las que no les falta nada y las toquetea para que se levanten a ordeñar vacas?
Después de un turno de ordeña había otro de pastoreo esperando a Vita, y sólo entonces, cuando Vita estaba con el rebaño, podía Adele permitirse dormir un poco.
La carga sobre sus hombros era demasiado grande en este nuevo lugar, pero Vita amaba esta vida, y de acuerdo con lo que ella veía en el horizonte, no había modo de salir del kibutz. Ella debía vestir las feas ropas que tenía en su cabaña, y para ver a Nina o a Haya’le llevando el vestido que ella misma había comprado en Francia, las tres pasaron juntas algunas semanas allá, en la granja «de entrenamiento» de La Roche, Borgoña, entre París y Dijon, antes de llegar a este remoto rincón de Israel. El vestido le sentaba muy bien a Nina y a Haya'le le colgaba: Adele no entendía cómo Haya'le podía comer como cerdo sin engordar. Tal vez era porque no se callaba nunca.
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Su vestido llegó a Israel en su maleta. Y cuando ella ya estaba allá y él tuvo que compartir las posesiones de ella con todos los otros miembros del kibutz, Adele peleó por la maleta, pero no por nada de su contenido. Una intensa discusión sobre la maleta tuvo lugar en la cabaña del garin egipcio. Lizzette la Alta, que tenía puntos de vista extremos respecto a la división de la propiedad, encabezó la reunión. Adele peleó por su maleta como si fuera oro y no hubiese socialismo en el mundo, y la Lizette la Alta respondió con andanadas de fervor demente y estalinista.
Era una hermosa maleta rígida, forrada en tela a cuadros, que se abría para convertirse en un pequeño armario con múltiples compartimentos así como pequeños cajones con jaladeras transparentes que parecían diamantes, como nunca se habían visto. Tenía un gran valor sentimental: Adele y su madre habían hecho juntas esa maleta antes de que ella se fuera a la granja de entrenamiento en La Roche.
Ella se negó a comprender qué quería Lizette con su maleta. ¿No habían llegado ya al kibutz? ¿No se suponía, de hecho, que iban a permanecer aquí cincuenta, sesenta años? ¿Qué le importaba a Lizette si ella, Adele, se quedaba con su maleta como un recuerdo de su madre? ¡Ella tampoco iba a ir a ninguna parte en los próximos cincuenta años!
Un día después Lizette organizó una votación para decidir a favor o en contra, y tuvo argumentos ante los que Adele no tuvo respuesta, porque Lizette sabía cómo hablar bien y alzar la voz y golpear la mesa con el puño, mientras que Adele no era una mujer de muchas palabras, sino más bien una futura química de muchos tubos de ensayo.
Ella no se enojó con Vita por no estar presente en la discusión sobre la maleta, porque en aquel momento estaba ocupado pavimentando una carretera en el Negev: en ese momento único ella luchó sola contra el poder. Felizmente él regresó a tiempo para la votación. Vivienne, Charlie, Rosa, Barbara, Henriette, Bruno, Lizette, todos estaban allí, pero ella perdió la maleta por un solo voto, no supo de quién, desde luego, dado que el voto es secreto.
Esto fue en 1951. Un año y pocos meses después en total hubo un «referéndum» en todos los kibutzim del movimiento, porque al parecer no habían inventado aún un término hebreo. Se preguntó a los miembros si estaban a favor o en contra de los Juicios de Praga: juicios fraudulentos en la capital de Checoslovaquia, en los que la mayoría de los acusados eran judíos. Se les acusaba de organizar una conspiración trotskista-titoísta-sionista, de servir al imperialismo americano, y miembros izquierdistas de los kibutzim creían en los cargos, y estaban a favor de los juicios. Entre ellos estaba una parte de los miembros del garin egipcio: como comunistas leales a Stalin, «El Sol de las Naciones», estaban convencidos de la conjura trotskista-titoísta-sionista que servía a los americanos, aun cuando dos israelíes que habían llegado a Praga, uno de ellos proveniente de la dirección del movimiento de kibutz, habían sido arrestados allá y acusados también de espiar contra la Unión Soviética.
Miembros del garin egipcio pensaban que podrían votar como mejor quisieran. Defendían la libertad de las ideas, o la lealtad al partido de Stalin, o ambas cosas, y no sabían lo que les esperaba.
Pero muy pronto, luego de aproximadamente tres años como kibutznikim, los que habían votado a favor de los Juicios de Praga fueron forzados a dejar los kibutz en los que habían planeado pasar el resto de sus días. En el autobús que transportó a aquellos exiliados a la estación central de Hadera había veintitrés miembros del garin egipcio que habían apoyado a los tribunales de Praga, y cerca de otros sesenta de sus amigos, unidos en solidaridad. Charlie no estaba entre los primeros ni entre los segundos, pero quienquiera que recuerde las dimensiones de los autobuses de aquellos años sin duda se sorprendería y diría que nunca antes había visto un autobús tan lleno. Adele estuvo entre las primeras en subir al autobús, y cuando se dio la vuelta vio a la Alta Lizette subir tras ella, con su pelo cortado por algún amateur y la maleta en su mano. Adele se le acercó, furiosa.
«Bonito cambio», le dijo.
Lizette se carcajeó con amargura y dijo: «Lo hice yo misma en la noche. Joe lo emparejó de atrás. ¿Se ve bien?».
«Iría a una estética a que arreglaran un par de lugares», dijo Adele, y agregó: «Pero yo me refería a la maleta».
«Ah, la maleta», dijo Lizette. Medía cerca de un metro setenta y cinco. «Todo el interior está destruido. No sé qué hicieron con ella. Al parecer la pusieron en la guardería como un armario para guardar juguetes».
«¿En la guardería?». Adele estaba consternada.
Hablaban en francés.
«Nos echaron del kibutz porque violamos la ideología colectiva, ¿y tú todavía te quejas de que pusieron tu maleta en la guardería?». Lizette estaba enojada. «Despierta, Adele. ¿Todavía no despiertas?».
Lizette siempre estaba unos pasos adelante de todos, y no tenía sentido tratar de discutir con ella. Pero ¿cómo le iba a explicar Adele a su madre, que la esperaba en la estación central de autobuses de Tel Aviv, que no estaba en posesión de la maleta, que era como un guardarropa con cajones? Y si Lizette, con toda su altura, simplemente caminaba por la central de autobuses de Tel Aviv con la maleta en la mano, era razonable suponer que una maleta tan especial, sostenida por una mujer tan conspicua, no escaparía de la atención de la madre de Adele.
Preocupada y nerviosa, Adele se sentó junto a Vita en el autobús a Hadera y le contó el problema en voz baja.
Él se levantó y caminó por el pasillo y se quedó de pie ante Lizette y su esposo Joe, que estaban sentados no lejos de ellos.
«¿A dónde viajan?».
«Tel Aviv», contestó Lizette. «Vivienne ya nos consiguió un departamento de una recámara en Shabazi, con baño exterior. ¿A dónde van ustedes?».
«A la casa de mi suegra. En Holon. Ella vive con un hermano de Adele. Apenas están terminando su edificio. Después ya veremos».
«¿Y el trabajo?».
«No me preocupa», contestó Vita. Se agarró firmemente de la correa de cuero que colgaba del pasamanos en el techo del autobús y se inclinó a un lado, porque el autobús daba una gran vuelta.
Vita seguía totalmente inmerso en el choque debido a la expulsión. Adele pensaba en qué extraño era este lugar, el país de Israel, donde cincuenta o sesenta años llegaban a su fin después de dos o tres, pero, en realidad, estaba feliz de haberse librado del kibutz, aunque sabía que su esposo estaba de luto.
«En el camino pararemos en casa de mi hermana en Hadera por dos o tres días», le dijo Lizette a Vita justo a la mitad de la gran vuelta.
Vita dejó que el autobús terminase la vuelta, se enderezó y regresó a sentarse junto a Adele con la maravillosa noticia en su boca: su madre no verá a Lizette.
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Siguieron a Tel Aviv en un autobús desde Hadera. La madre de Adele llegó a verla a ella y a su esposo sefaradí en la central de Tel Aviv. La madre vivía con el hermano de Adele, Freddu, en un nuevo edificio en el nuevo barrio de Holon. Freddy había llegado a Israel debido a Adele, porque no quería dejarla sola, pero ahora, que ella tiene a Vita, podría viajar por el mundo, tras haber terminado de estudiar en la escuela de sobrecargos. Él trató de convencer a Vita de que él y Adele debían ir a vivir a Holon, pero Vita era terco. Él quería vivir en la ribera del Yarkon a causa del río Nilo. En El Cairo había vivido en una casa cerca del Nilo, en la calle Kasr Al Einey, no lejos de la casa de la familia de Adele en la Plaza Takhrir.
Vita no se decepcionó ni al entender qué grande era la diferencia entre el Yarkon y el Nilo. Alrededor del Yarkon había aún pocas construcciones y los departamentos eran baratos, y no pasó mucho tiempo antes de que Vita Kastil tuviera éxito en comprar un departamento de dos recámaras en el tercer piso de la calle Yehuda Hamaccabi en la esquina de Matityahu Cohen Gadol, un departamento que miraba al este y al que el sol inundaba hasta el mediodía.
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Después de los besos y los abrazos, y al final de unas pocas preguntas obvias, la madre fijó la vista en sus patéticas maletas y preguntó: «¿Dónde está la maleta?».
Kastil le respondió, mientras sus ojos reían con traviesa bondad:
«Se quedó en el kibutz. No quisieron devolverla, con todo y sus elevados principios. Así de bonita era».
La madre amó a su yerno optimista, con su aspecto dañado, y miró a Adele, la hija a la que siempre se había discriminado, al contrario de sus dos medias hermanas y sus dos hermanos, uno de los cuales estaba ya en Holon, y el mayor que se había ido a Canadá, y de todos ellos ella era quien había encontrado a una pareja extraodinaria. Bravo, Adele. Ya no tengo que preocuparme por ti.
Traducción de Alberto Chimal,
a partir de la traducción del hebreo al inglés de Todd Hasak-Lowy