(Orizaba, 1961). Uno de sus últimos libros es La geometría absoluta (Atípica Editorial, 2019).
Las cosas hermosas que escribiremos, si poseemos talento, están en nosotros, difusas, como el recuerdo de una melodía que nos cautiva, sin que podamos alcanzar su contorno.
Marcel Proust
Toda obra de arte debe ser un acto de generosidad. Y casi siempre lo es, con conciencia o sin ella por parte del artista. Dice Simone Weil: «El amor por nuestro prójimo, cuando es resultado de una atención creativa, es análogo al talento». Pero no hay que buscar una intención en quien escribe; más bien, como dice José Emilio Pacheco, «hay que escribir por escribir». O sea, con libertad, como se respira, sin otra intención que sobrevivir. Este libro es eso, tanto un acto de generosidad y un acto de libertad como un acto de supervivencia. Cuando uno se sumerge en su lectura es como si se zambullera en un mar muy profundo, sin saber qué maravillas y qué peligros va a encontrar. La lectura nos atrapa inmediatamente y, como vamos avanzando, el hambre crece, porque, apenas terminamos un ensayo, ya queremos devorar el siguiente, porque ese punto de vista que maneja, y que podría hacer tan particular cada texto, lo que logra es lo contrario, universalizarlo, hacer que cada lector se lo apropie como suyo. Teresa González logra, precisamente, lo que André Gide escribió al referirse a los ensayos de Montaigne: «El ser humano que descubre, y que nos descubre, es tan auténtico, tan verdadero, que cada lector de los Ensayos se reconoce en él».
Honestidad sería otra de esas palabras que tan bien definirían el libro de Teresa González. La honestidad como parte fundamental en el trabajo del escritor, no la verdad, que es otra cosa. Teresa González no busca la verdad, porque sabe que la verdad no existe, y, si existe, sólo vive en nosotros pocos días. Pero trabaja con ahínco en la búsqueda de ese fin primordial y nos lleva junto con ella, a esa verdad que nace en su discurso artístico. Cao Xueqin, casi al final de Sueño en el pabellón rojo, su inmensa novela, trata de dar una respuesta a la intención de su obra —esto quizá pueda dejar más claro lo que quiero decir sobre los ensayos de este libro—: «para que los hombres se enteren de que lo maravilloso no es maravilloso, lo trivial no es trivial, lo verdadero no es verdadero, lo falso no es falso».
Ahora bien, La mala memoria es el título del libro. ¿Por qué? ¿Qué es la mala memoria? Yo diría que La mala memoria es esa tela hecha de niebla que borra los recuerdos y que se reconstruye echando mano de la única herramienta que tiene el escritor, la ficción. No puede haber mejor título, entonces, para este libro. Y para aclarar más esta cuestión, tomo como ejemplo los ensayos que se titulan «La primera casa» (que, por cierto, son los que más me conmueven). En éstos, Teresa funde su voz con el recuerdo y, al tratar de hablar de aquella infancia, de la familia (sobre todo de su padre), la crea nuevamente (la reconstruye), sabiendo de antemano que no lo va a lograr, y sobre todo que no hay recompensa ante tan doloroso y arduo trabajo: «Al fin y al cabo, lo único que tenemos para entender son los símbolos, y sólo nos es dado reparar minucias ante el derrumbe de los grandes edificios. Construir máquinas perfectas en un mundo caótico y enfermo…».
Pero vuelvo al inicio —esta presentación es un caos, sin principio ni fin, quizá porque me he dejado llevar por esa libertad que tiene este libro, y que invita a perderse junto con Tere, siguiendo sus pasos.
Al abrir el libro nos encontramos con un ensayo que lleva por título «Elogio del egoísmo». Puedo pensar que este ensayo es una especie de advertencia para lo que vendrá después. «El egoísmo», nos dice Tere al hablar de la obra ensayística de Virginia Woolf, «se puede ver también como un acto de profunda generosidad». Y lo que nos está entregando la autora en este libro es, simple y sencillamente, parte fundamental de ella misma, con la sencillez de una prosa impecable, llena de luz y levedad. Levedad porque, como lo escribe Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo mileno: «es quitar peso no sólo a los seres humanos y a las cosas, sino también a los mismos recuerdos y, sobre todo, a la estructura del relato y al lenguaje». Así, Tere logra quitar el peso de la vida a sus ensayos, pero no con esto quitar la profundidad y la fuerza a los mismos, sino, como lo dice también Calvino: «por medio de otra óptica, otra lógica, quizá». Así, los ensayos de Tere se convierten en una gozosa experiencia de vida para cada lector.
Cada ensayo, si bien es un universo perfectamente cerrado, crea una conexión directa con los demás, primero, porque los une esa misma voz, ese tono que logra dar el timbre pausado y ligero que se escucha a lo largo de todo el libro. Segundo, porque es una manera de recuperar el tiempo, de reunir tanto el pasado como el presente. O, más bien, romper la barrera entre los dos y fundirlos. No hay nada más. Tere se sueña caminando con Ravel, escuchamos con ella la música del compositor y lo vemos sentado en esa fotografía en la que la autora quisiera haber estado. Tere sueña, pero también recuerda esos discos que escuchaba hace mucho tiempo, y no sólo los recuerda, sino los reinventa, los sublima.
Y me entusiasma tanto este libro que quizá me exceda al decir que La mala memoria no es sólo un grupo de ensayos de gran armonía y hondura, sino también una perfecta autobiografía, donde el tiempo presente y el pasado se funden en un solo tiempo, donde la nostalgia se conjuga con la necesidad de cambiar la vida. En «Elogio del egoísmo», Tere deja claro que no es egoísmo lo que la lleva a escribir de su vida; al contrario, es la única forma de entablar una comunicación honesta con el lector… En«La gata y el conejo» nos sitúa en el presente, su presente, donde el tiempo ya no le alcanza y, hablando de algo tan superfluo y tan común, nos va hundiendo hasta el fondo de la condición humana. Luego viene la historia de Natalia Ginzburg y sus zapatos rotos; luego la mujer de Lot y las dos poetas, para volver a un presente donde ella misma, con un gran humor, asume su papel de automovilista distraída, para ejemplificar lo que nos espera a los espíritus antiguos: «Por fortuna toda autopista tiene un retorno, si bien es cierto que —como corresponde a los castigos que la sociedad contemporánea destina a quienes no saben adaptarse a las circunstancias— ninguna vuelta en u está lo bastante cerca para que las almas atormentadas puedan recuperar el sosiego y retornar al buen camino». Y así, yendo y viniendo de sus recuerdos, sus anhelos, sus demonios, de una pérdida de maleta, de un tañer de campanas en Guadalajara que nos lleva a caminar por una ciudad francesa donde el olor y el sabor del pan nos hacen salivar en exceso, donde los jardines, como el destino, nos conducen a diferentes espacios, terminará con el futuro, ese futuro que, aunque apenas comienza a vislumbrarse, se nos aproxima con la sencillez y la contundencia de lo que ya ha pasado. El futuro son «Las cuatro postales para Lucas». Un recuerdo de Roma, la ciudad eterna, la ciudad atemporal. Tere escribe un recuerdo para un futuro, un recuerdo para ese pequeño niño que el día de mañana leerá, como un pasado lleno de nostalgia. Tere le está hablando a su hijo y se habla a sí misma. Porque estas imágenes también podrían representar toda esa vida que ha dejado plasmada en este libro: «tal vez él recorrerá estas calles y podrá reconocerlas como quien identifica los paisajes que ha visto en sueños. Sólo entonces tendrá la certeza de haber estado realmente aquí».
La mala memoria, de Teresa González Arce[1]. Universidad Autónoma de Querétaro, Querétaro, 2020.
[1] Leído el 24 de agosto de 2021 en la Biblioteca Central de Guadalajara, dentro de «El Guardagujas», programa organizado por la Jefatura de Lengua y Literatura de la Secretaría de Cultura de Jalisco.