(Guadalajara, 1965). Crítico de cine y profesor del ITESO, colaborador de la revista Magis.
Para el cine, la infancia ha sido un frecuente e inagotable manantial. A él recurren y de ahí se nutren innumerables cineastas. No sólo los que hacen de ella el tema principal, sino también los que intentan reproducir el asombro con el que perciben el universo al que se asoman. No obstante, concretizar la infancia en pantalla —personificarla—, representar a los niños, es una asignatura que suele ofrecer serias dificultades a los cineastas. No es raro, así, que, si bien vemos actores que son niños e interpretan a niños, no lo parecen tanto porque no se comportan ni se expresan como uno. Acaso por eso la animación ha sido un medio privilegiado para abordar la infancia. Son menos frecuentes los casos de niños que parecen niños (en cine, para ser necesariamente hay que parecer) y, por tanto, son memorables; aun más cuando los personajes infantiles son el puente para explorar la infancia, para hacerla asumir el rol principal. Es difícil hacer extensiva a una cinematografía nacional el resultado en lo relativo a este tema a partir de algunas producciones en particular, pero sí pueden observarse tendencias e intentar balances.
En la tradición mexicana, por ejemplo, el paisaje es magro. No se trata de si hay o no buenos actores infantiles; se trata, me parece, de una concepción mal enfocada, pues se cree que los niños son notables cuando poseen virtudes de adulto. Por ejemplo, por acá sigue siendo emblemática La Tucita, un personaje al que dio vida María Eugenia Llamas y que apareció por primera vez en Los tres huastecos (1948), película de Ismael Rodríguez protagonizada por Pedro Infante. Las gracias que ahí hacía la chamaca se siguen celebrando. No obstante, a pesar de su diminuta talla y su edad real —entonces tenía cuatro años—, en ella se puede percibir a un adulto en miniatura al que se han asignado funciones humorísticas; con éxito dudoso, justo es subrayar: es una adultita odiosa. En el cine mexicano en general —y aun menos en la televisión— es difícil encontrar niños que lo parezcan y que resulten verosímiles: son poco espontáneos, bastante seguros, a menudo con una capacidad de expresión bastante trabajada, que delata además que los diálogos fueron escritos por un adulto incapaz de escuchar y observar a niños de carne y hueso. ¿Resulta extraño que un hombrón como Chabelo se haya hecho el niño por décadas? Los niños, así, a menudo son personajes acartonados, y no es raro que tengan roles secundarios y que sean un mero requisito para contar historias de adultos.
Otras cinematografías presentan paisajes diferentes: han producido películas en las que los niños parecen niños y no son un relleno necesario, sino la materia sobre la que se moldea la historia y se construye el drama. ¿Cómo se vería afectada la densidad emocional de El ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), de Vittorio De Sica, por ejemplo, sin el aporte de Bruno (Enzo Staiola), el hijo del malhadado protagonista? Otra película de De Sica, El limpiabotas (Sciuscià, 1946), acompaña a dos chamacos que sobreviven entre las miserias de la posguerra. (Luis Buñuel reconoció que esta cinta fue una referencia para Los olvidados [1950], una de las películas mexicanas que mejor retratan la infancia: hace más de una denuncia y llama la atención cómo exhibe el abandono en el que se tiene a los niños, que están en el margen de la marginalidad). Para los cineastas italianos fue fundamental dar cuenta, con y desde los niños, de los estragos que dejó la Segunda Guerra Mundial, porque éstos se perciben ahí con mayor fuerza y porque marcaron el futuro de Europa. Uno de los hitos del neorrealismo así lo postula: Alemania año cero (Germania anno zero, 1948), de Roberto Rossellini, en la que éste da cuenta del aciago destino de un chamaco alemán. De la tradición neorrealista, al menos en lo relativo al acercamiento a la niñez, se benefician títulos posteriores que alcanzaron celebridad, como Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), de Giuseppe Tornatore, que acompaña a Totò en diferentes etapas de su vida: en su infancia, interpretado por Salvatore Cascio, es asistente de un cácaro, y con él cobra vida y emoción la ilusión por el cine: la magia del séptimo arte provoca la perplejidad de Totò… y de los espectadores.
El cine de Irán es, tal vez, el que más ha concedido protagonismo a la infancia. Los cineastas que ahí nacieron y crecieron han acompañado a chicos que sufren las precariedades materiales y espirituales que prodiga el statu quo. En particular Majid Majidi, cuyas cintas son a menudo habitadas por chamacos que padecen las consecuencias de la indiferencia o la impotencia de los mayores. En El padre (Pedar, 1996) acompaña a Mehrollah (Hassan Sadeghi), que a sus catorce años se ve en la necesidad de trabajar para apoyar la economía familiar; en Los niños del cielo (Bacheha-Ye aseman, 1997) cuenta la aventura de un chamaco para conseguir un par de tenis, pues compite en atletismo y su hermano ha perdido los que tenía; en El color del paraíso (Rang-e khoda, 1999) da cuenta de la solidaridad infantil a partir de las vicisitudes de un niño ciego que es abandonado por el padre, para quien es una carga. Jafar Panahi ha dado forma a un estilo que tiene un pie en el documental, y desde su primer largometraje, El globo blanco (Badkonake sefid, 1995), concede el protagonismo a personajes infantiles. En éste sigue a una niña que debe vencer más de un obstáculo para comprar un pez dorado para las celebraciones de año nuevo. El desempeño del cineasta alcanzó para ganar la Cámara de Oro en Cannes (premio que se otorga a la mejor opera prima del festival). En El espejo (Ayneh, 1997) acompaña a una niña que se extravía en Teherán. Bahman Ghobadi entregó una de las películas más duras sobre la migración en Las tortugas pueden volar (Lakposhtha parvaz mikonand, 2004), que exhibe el dolor en un campo de refugiados kurdo en la frontera entre Irak y Turquía por medio de la historia de una chica que protege a su hermano. (El paisaje aquí exhibido es tan doloroso como el que presenta el nipón Isao Takahata en La tumba de las luciérnagas, acaso la película más triste de la historia, ubicada en el Japón de la Segunda Guerra Mundial). Menos grave pero no menos reveladora y rebelde es Persépolis (Persepolis, 2007), de Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi, que con humor y desde la animación muestra las contrariedades de los gobiernos surgidos con la Revolución Islámica. Para estos cineastas la infancia es más que un subterfugio. Con sensibilidad han sabido asomarse a esperanzas frustradas y alegrías arruinadas. Siguiendo el mundo hostil que enfrentan los niños, eso sí, han denunciado los daños producidos por gobiernos autoritarios y dogmáticos; han hecho, además, críticas valiosas.
En el cine español se puede observar algo cercano a la paradoja: más de un cineasta ha regresado a los años de la Guerra Civil y del franquismo para rememorar la infancia con una mezcla de alegría y nostalgia, y hasta con cierta añoranza. En La prima Angélica (1974), Carlos Saura regresa con su alter ego, Luis, a los años de su infancia, en particular al verano de 1936. En su madurez viaja a Segovia para enterrar a su madre, y los recuerdos y los miedos comienzan a resurgir. En El viaje de Carol (2002), Imanol Uribe ubica la acción en 1938 y sigue a la chica del título, que llega desde Estados Unidos al pueblo de su madre. Desde sus ojos asistimos a una especie de pérdida de la inocencia y el descubrimiento de la amistad y la solidaridad. En Pan negro (Pa negre, 2010), Agustí Villaronga recoge los esfuerzos de un chaval para demostrar la inocencia de su padre, a quien se acusa de un doble asesinato. Ya en tiempos de Franco, Montxo Armendáriz ubica Secretos del corazón (1997), en la que revela las investigaciones que hace un niño para elucidar más de un misterio. El cineasta incursiona en el mundo de la niñez evitando las tradicionales estaciones del «cine de iniciación». Llena de nostalgia y abundante de emoción, la cinta privilegia la mirada infantil, pues, como afirma el cineasta, «con los años vamos perdiendo esa fascinación por lo que no entendemos».
A menudo la infancia es para el cine tiempo reencontrado y recobrado. Entre Proust y la búsqueda del tiempo perdido y Fellini y su «me acuerdo» (Amarcord), por la pantalla transitan infantes que son proyecciones de adultos más o menos nostálgicos. Como podemos ver en las cintas citadas, las más memorables películas infantiles recogen pasajes que conservan dosis de tristeza o dolor. También las hay que recogen tránsitos felices por esas edades; las buenas, en este tenor, son escasas. ¿Las infancias felices son más bien insípidas? Hay más drama y misterio en la desazón que en la alegría. (Poca alegría cabe, eso sí, en las historias de los actores que fueron exitosos en su niñez, pues al impedir el curso «normal» de sus vidas, al sacrificar su infancia, a menudo crecen con más de un trauma y más de una adicción, como puede constatarse en el documental televisivo Showbiz Kids,de 2020). La pantalla de cine, no obstante, no es el muro de las lamentaciones. Se exhiben en abundancia pasajes aciagos, infancias infelices, ciertamente, pero con el afán de revisar, de comprender: de reflexionar.