In memoriam Víctor Manuel Pazarín (1963-2021)

Anatomía de un renegado

Juan Fernando Covarrubias

(Zapopan). Este año publicará su primer libro de ensayos, Las disputas entre la mosca y el hombre, con la editorial Libros Invisibles.

In memoriam Víctor Manuel Pazarín (1963-2021)

Cabeza

I. Experimento un goce único cuando pienso en aquel espíritu con el que encaró la niña Clarice Lispector la lectura de un libro que consiguió que le prestaran por todo un fin de semana: lo leyó tantas veces en ese lapso que acabó ebria, eufórica y llena de un placer que hasta antes de eso no conocía. Un placer que ya no la soltaría en adelante. Pensó en ya no devolverlo, pero fue una intención fugaz que no tuvo fuerzas para llevar a cabo. La madre de la amiga que le prestó el volumen, sin embargo, se percató de ese desmedido apego que mostraba la niña Clarice por el libro y decidió que su hija se lo regalara. Clarice lo aceptó gustosa. De este tipo de regalos (literarios) estuvo llena su vida.

II. Víctor Manuel Pazarín (1963-2021), en sus primeros años en Zapotlán el Grande, descubrió la lectura de la mano del azar y de su ánimo inquieto. La Biblia, los folletines, las historietas, las revistas de publicación semanal o quincenal y libros que se solicitaban por correo; después, la radio, los corridos, las radionovelas, el comentador de noticias —un narrador que, de quererlo, puede atribuirse el papel de demiurgo—; de allí no fue muy largo el paso para tener la certeza de que en adelante se dedicaría a contar, a ser él quien escribiera esas historias que leía.

La revelación le llegó pausada, a sorbos lentos. Fue, antes, aprendiz de zapatero remendón, de talabartero; ayudante en cabina de radio, chalán de electricista, corrector e impresor. Dadas sus dotes de avezado observador y su espíritu proclive al aprendizaje, es presumible que de estos oficios fuera nutriendo su perspectiva de la vida y le abriera horizontes. Migró de su pueblo natal a Colima y de allí recaló en Guadalajara. Y vivaz como fue, en cuanto encontró una hendidura para colarse a la literatura, lo hizo.

III. Le sucedió algo semejante a lo que le pasó a Clarice Lispector con aquel primer libro: sus ojos descubrieron una multiplicidad de sitios de los cuales tomar elementos para contar cosas. Un advenimiento semejante tuvo Amos Oz tras leer Winnesburg, Ohio, el libro de relatos de Sherwood Anderson: entendió que era posible hacer literatura de lo cotidiano, de aquello que ocurría en su casa, en la calle, en cualquier sitio. Podía contar lo que tenía a la mano. Contar lo que veían sus ojos. Contar lo que escuchaba. Contar-se.

IV. Una no pedida declaración de principios: sin la literatura, de entrada, Pazarín no hubiera podido entenderse, ni entender medianamente lo que sucedía a su alrededor. Le daba lo suficiente para interpretar signos, para prevenir desenlaces, para anticiparse a los escollos. Y no se trata de una rareza o de una habilidad única, porque supongo que esto les pasa a muchos. Y no aludo, ni mucho menos, a un cariz didáctico o aleccionador de lo literario, sino a un acompañamiento total que no priva de emociones y saberes.

Tronco

V. En 1993 publicó Puentes, su primer libro de relatos; al año siguiente dio a la imprenta de la Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco —donde trabajó como corrector por varios años— su libro Divagaciones en las escaleras, también de cuento. En estos primeros dos libros ya hay una inclinación por la descripción mesurada y concisa; en estos dos libros, igualmente, también ya se percibe el extremo cuidado que ponía, más que en la trama, en la forma de contar. No es que desdeñara la anécdota, al contrario, era el punto de partida, la desarrollaba y la llevaba a una altura determinada; pero sus libros siempre se han sostenido por la estructura, la forma, más el cómo se dice que lo que se dice. Esto lo practicó también en la novela.

VI. Además de compartir el terruño, Pazarín fue un gran deudor de Juan José Arreola, a quien comenzó por admirar, para, luego, como muchos, aprender de él. En lo arreolino encontró la maravilla de la descripción, la sutileza de lo que se sugiere, y de allí brotó la raíz de muchos de sus textos. Sobre todo, halló el hábito de trabajar la prosa, de tallarla, de reducirla a lo mínimo indispensable para que dijera más con menos, una especie de postulado al que fue fiel hasta el final. Si en La feria de Arreola confluyen las voces de su pueblo, en esas voces Pazarín encontró eco, llamados, palabras que después llevaría a su propia literatura.

Puentes es el libro de un debutante, con lo que esto tiene de apreciable y de desdeñable y, no obstante, hay allí una luz cuya potencia procede de los sedimentos arreolinos y zapotlenses. En Divagaciones en las escaleras, en cambio, ya es posible rastrear un proceso de madurez que cristalizaría en su trabajo novelístico: la prosa es abierta pero contenida, pulida, prometedora de un trabajo que no deja resquicios y que apuesta por lo clásico. Como clásico era Arreola en la medida en que era un ferviente perseguidor de los antiguos, de Schwob y de Papini.

VII. En el ensayo Una habitación propia, Virginia Woolf nos recuerda que en la novela «la vida entra en conflicto con algo que no es la vida». Esto sucede, mayormente, en dos de las novelas más señeras de Pazarín: Miedo al vacío y Viajes inesperados. En la primera, que publicó en 2014 bajo el sello de Salto Mortal, el personaje principal, Jonás, lleva una existencia de búsqueda. Y la primera condición del que anda a la busca de algo es que se aleja de sí mismo, entra en un universo que le es desconocido y de allí tiene que salir con las manos llenas (como el escritor).

La búsqueda de Jonás en la cantina La Ballena Blanca, sin embargo, está plagada de encuentros fortuitos y perecederos, de equívocos mayúsculos que lo arrinconan a empuñar un cuchillo e intentar dar un tajo mortal a una sombra en una calle oscura; de pocas certezas ante un abanico que lo hace desear pasar del cáliz que le impone metódica la Ciudad Perdida en luces: el amor es dar un salto al vacío, la cosa es que ese salto, por donde se le mire, no asegura ningún tipo de fortuna. Sin embargo, «¿hay amor sin riesgos? », se pregunta en algún momento el narrador, o el autor mismo.

VIII. En El cuaderno rojo, Paul Auster cuenta que un día en Nueva York recibió una carta escrita por él mismo, en la que elogiaba a un profesor universitario por un trabajo analítico sobre la novela contemporánea. Un hombre sensato, agrega Auster, la habría roto y tirado, y sin embargo pasados los años la conserva sobre su escritorio. Reflexiona Paul: «Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá es el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no dejará nunca de escapárseme». El autor que se engaña a sí mismo y lo hace para tener un motivo de escritura: no se trata de una acción que se pueda censurar, porque para fijar aquello que se escapa está la escritura. 

Miedo al vacío bebe de ese manantial y se apura a establecer un diálogo con la literatura que la precede (la literatura nace de la literatura, ya se sabe), pero también se religa con los mitos, con lo bíblico, con la música, con el teatro, con el espectáculo del burlesque, con la comedia burda de la noche y sus profundidades, con lo religioso. Lo perecedero queda así cristalizado, fijo, estático, y es posible vislumbrarlo donde se deja colgada la mirada.

IX. La literatura ha dejado de ser un modo clásico de contar historias. La experimentación es quizá hoy su sello distintivo. Puede resultar una perogrullada decir que hay tantas maneras de contar un drama como hay narradores; sin embargo, en el fondo, es una verdad por los cuatro costados. Alfonso Reyes se adelantó muchas décadas cuando declaró que el ensayo era el centauro de los géneros por su maleabilidad y su apertura a la hibridación. Reyes se diría complacido al comprobar que en la actualidad no solamente el ensayo puede combinar favorablemente varios géneros: lo hacen el cuento, la novela, e incluso la poesía.

Viajes inesperados, novela aparecida en 2019 bajo el auspicio de Keli Ediciones, es un compendio de dramas e historias que intercalan varios géneros de un modo subrepticio (para usar un término al que Pazarín recurría a menudo) y alentador. Si en la novela Cazadores de gallinas (2008) ya se insinuaba este hilvanar fino entre géneros, en Miedo al vacío alcanza una tesitura que en Viajes inesperados se refina y se potencia a su grado máximo. El autor, salvo ligeros raspones, sale bien librado de este modo de contar. A menudo, incluso, lleva mano.

X. Además de esta afortunada reunión de géneros, Viajes inesperados da cabida a reminiscencias de índole bíblica, de la tradición árabe, de literatura antigua, de conocimientos en artes y oficios, lo carnal y lo sensual, lo imaginario y lo fantástico, el esfuerzo humano y el trabajo artístico y sudoroso de un circo como un gran promontorio al que son atraídas las múltiples narraciones y lo onírico, que funciona como la estructura o el esqueleto del que se sostiene la novela. Los ramajes, como puede verse, son múltiples, y cada uno tiene su propio cometido en el volumen de la novela. De allí puede deducirse también la influencia arreolina, la de Paz, la de Papini; la de las voces de su pueblo, los cantares de gesta, los corridos.

Dividida en cuatro grandes bloques, la novela es un perpetuo comienzo, pues en cada bloque vuelve a comenzar la historia: pone la primera piedra, da el primer palazo, coloca el cimiento y de allí el narrador se larga a contar. Es un todo a la vez que demanda del lector un constante compromiso y atención, a riesgo de que pierda la madeja del hilo.

XI. Al avanzar las páginas del libro se conocen las múltiples historias y los variados escenarios en que ocurren, pero queda la sensación de que el autor no nos ha contado todo: surge el ilusionista que distrae y conserva el as bajo la manga. Como tal, es un demiurgo. Ernest Hemingway defendía esta postura del escritor de no darle todo al lector, y que eso que se ocultara fuera una parte importante para el armado de la historia. Viajes inesperados deja este sabor de boca: lo que el autor se ha guardado tiene que inferirse durante la lectura, pero no es una ruta que se hace a ciegas: el zapotlense la hace de Virgilio en esos subterráneos sobre los que se sostiene el libro. Aquí aparece una pista, allá siembra una duda, más allá revela un detalle, y en otro sitio despeja incógnitas que venían persistiendo desde el inicio.

XII. La novela como género es un artificio. Una vía (un pretexto, si se quiere) para contar, para atraer la atención y, malabares de por medio, encandilar con palabras. Un encandilador, un flautista de Hammelin que, instrumento de viento en ristre, sabe conducir a sus oyentes al valle donde pacerán eternamente. Esta música deja ver sus posibilidades, sus atributos y sus revelaciones.

Cada uno de los cuatro bloques en que está fragmentada la novela («Los pastores nómadas», «Viajes inesperados», «Historia de dos cuerpos» y «Retorno al reino imaginario») pasa por la inventiva y acaba en la tradición, o viceversa, comienza en la tradición y acaba en la inventiva. Lo que hace esta cadencia, esta armonía, en última instancia, es evidenciar lo que la estructura de la novela tiene para el lector: es como su lazarillo en un entorno oscuro. 

Extremidades

XIII. Soy un infrecuente lector de poesía. Como lector, en este género no tengo disciplina, no sigo una ruta predeterminada o trazada sesudamente. Por ello, reitero, a la poesía llego como sin querer, de un modo infrecuente. Esta confesión quizás invalide los renglones siguientes: porque mis acercamientos al género, hasta ahora, han sido menores o, por decirlo de algún modo, tibios. Esto no obsta para que, ya encarrilado, la poesía me emocione, me cuente cosas como lo hace cualquier otro género de la literatura.

Mi reciente querencia con la poesía puede describirse como encontrar un nuevo amor, o un viejo querer, si se piensa, con Octavio Paz, que el poema se apoya en el lenguaje que nos es elemento insustituible en la cotidianidad más llana.

XIV. En este tenor, no podría haber mejor principio que citar algunas líneas entrañables, definitorias, de Enredo (que no es una antología, sino una reunión de trabajo poético de tres décadas), libro que publicó Pazarín en 2019:

Es un fantasma el que come a mi lado. Es un hombre sin esperanza, a punto de morir. En el plato y la olla, navega un pescado con el cuerpo destruido. En la mesa, el salero es una diminuta constelación: las estrellas lanzan sus tímidas luces. Si la sal se desparramara ahora, sería como si la noche enviara sus astros. Y esos astros nos cegarían.

(«Caldo», en La medida, poemario que Víctor escribió de 1988 a 1996, y que publicaría ese mismo año de 1996).

XV. La querencia comienza en la vena. La poesía en la vena, como le gustaba pregonar a Cesare Pavese. O en las venas. Es decir, desde los adentros. Más que sangre, por las venas han de correr versos, versos que se apuran a vaciarse en la hoja. Si se piensa en Ezra Pound, a propósito del ejercicio/oficio de la poesía, se cae en la cuenta de que fue, esencialmente, poeta, y que luchó por serlo toda su vida. Lucha y vida fueron sinónimos en él.

En ese sentido, Pazarín se le emparienta, pues se le pareció en su esfuerzo cotidiano por ser un poeta —lo fue—, por andar por la vida como un tipo que se distinguía de los comunes porque encontraba en lo efímero y lo anodino un motivo de celebración, un motivo de escritura, un motivo para versear. Hacer poesía no era una tarea a la que le rehuyera, pero sí una en la que se desangraba y se embarcaba con alegría y dolor. Y cómo no decirlo, paladeaba tal ambigüedad.

XVI. Octavio Paz es, de algún modo, su padre poético, su ars pater (si se pudiera llamar, articular de ese modo). Otro tanto habría que decir del jerezano López Velarde, del británico-estadounidense T. S. Eliot, y del norteamericano Ezra Pound. Si Paz entendió que la voz poética sería el vehículo por medio del cual podría afincar una posición frente al mundo y los otros, no como obstáculo sino como entraña abierta y poderosa, Pazarín pronto supo que la poesía sería su lenguaje, esa patria que en el escritor no tiene defectos ni virtudes, solamente es el sitio desde el cual se parte y el sitio al cual, pasados el tiempo y la escritura, se llega, como medio y meta final. No hay pierde. La poesía es lenguaje y el lenguaje es todo: corazón, vísceras y emoción:

Abatido, con la sutil maquinaria del
corazón gastada, finjo
estar enamorado de la vida. Pero en la calle, en el bosque, en los profundos aires,
el ronroneo
momentáneo de la muerte ya se escucha.

Y me tumba los dientes (apestados e inservibles),
me enflaquece los brazos, me casca la voz.

Es vana la esperanza. Es una llamada absurda
que dejo pasar. Y en el viento que se arquea
como una vara seca se presiente la nada.
(«La muerte», en La medida).

XVII. La poesía —o el poeta— recurre a dos clases de imágenes, según Antonio Machado: las que expresan conceptos y las que expresan intuiciones; voluntaria o involuntariamente, agregaría yo. La poesía de Pazarín, no tengo duda, se decanta por las intuiciones, y en menor medida por los conceptos: nombrar, porque la poesía es nombrar, lo que sea que cada poeta quiera nombrar. Y él nombra, le pone nombre a aquello que, en los más, es innombrable, indefinible. Labor del poeta, labor del vate que desnuda más que señalar, que muestra más que inventariar, que embellece más que denostar.

T. S. Eliot se pregunta: «¿Cómo y a quién se lo voy a decir (el poema)?» A quién he de hacer sentir con mis versos, creo que se pregunta Eliot. Y esa pregunta, por extensión, le acomoda a Enredo, o particularmente a La medida, a Ardentía, a El cantar, a Los dones matinales, todos libros de poemas de Pazarín. A quién, él, hace sentir, preguntarse, removerse en sus cimientos y hallarle un punto de quiebre a los adentros. Sigo con La medida:

Por mucho tiempo
postergó
la visita.
Fue entonces,
sólo para oír
de labios de su padre
la última frase,
la más contundente
que le escuchó
y aunque le duele
recordarla,
en su mente resuena
«qué cuentas, padre»
—Puras desgracias.
Y se murió.
(«La visita»).

XVIII. Enredo es un compendio emocional: esta reunión (me gusta este término, reunión, poemas que se congregaron en un punto para mostrarse); esta reunión de poemas de una vida de trabajo poético no carece de atisbos de lógica, de armazones como un edificio con líneas verticales y horizontales, de formulaciones que siguen cierto acomodo, de declaraciones de amor y dolor que siguen una determinada estructura —todo poema es una estructura—, de guiños inteligentes en versos y en entreversos, entreverados.

Esta especie de declaración poética que es también Enredo —porque un poema también es una declaración íntima y pública al mismo tiempo—, tira más por ese sendero que conduce a la celebración de las emociones y las intuiciones por lo que tienen de entrega y alma.

La tarde gris se está iluminando:

Él la mira aparecer tras de la puerta, subir las escaleras
 —blusa negra, pantalón azul—: sus pies desnudos la hacen ver desnuda. Él aprecia su extraña belleza: por las grises calles de la ciudad Ella es un sol intenso que aparecería en el mundo la mañana de un día después…

(«Bajo un cielo verde; bajo un fresno en sombra», II, en Ardentía, 2000).

XIX. Enredo es un gran árbol con múltiples ramificaciones. Hay reflexiones surgidas de deliberaciones sesudas y emotivas de una revisión que hizo el poeta de sus motivos y querencias; todo esto puede conducir a momentos epifánicos, a advertir en estos versos una riqueza que no puede pasar desapercibida y, al percibirla, no desecharla sino amasarla para sí, para el regodeo y disfrute total.

Extraviado, después del beso, de acariciar su mano, de tocar su espalda Él ya no sabría el camino sino hacia Ella.

Ella se deslizó hacia su vida. Y se cerró para abrirse en Él…

(«Bajo un cielo verde; bajo un fresno en sombra», III, en Ardentía, 2000).

XX. Dante se adentra en el Infierno guiado por Virgilio. El poeta es, a un tiempo, sus ojos, su voz, el cuerpo que camina y el alma que quiere conocer de qué está hecho aquel lugar, quiénes viven, para su infortunio, en aquel agujero. Merced a Beatriz es que Dante tiene la posibilidad de recorrer aquel sitio, del que vuelve a la tierra con los ojos cargados de imágenes y de palabras la memoria.

XXI. Pazarín, una tarde, me contó que Enredo era el primero de sus libros de poesía. Su primer libro de poemas. No una antología, me aclaró en ese momento, sino una reunión de poemas que escribió a lo largo de muchos años de entrega a la literatura, a lo largo de muchos años de vida. En estos días he querido entender qué quiso decir con eso de que se trataba de su primer libro de poemas (porque se sabe que escribió y publicó unos cuantos, y dejó otros inéditos), y tengo, creo, una primera aproximación: Enredo constituye una mirada renovada a las viejas formas del pasado; Enredo es, ni más ni menos, el origen desde el cual el autor entra en la vida para celebrarla y para, cuando se lo merezca, hacerla pedazos.

Pies

Antepenúltimo

Trabajaba como si el mundo no existiera. Como un renegado. Le bastaba encerrarse en su departamento, aislarse, anteponer un muro entre él y el resto. El ritual le venía bien: de su estudio salía fortalecido, fresco, con un nuevo proyecto de escritura en ciernes, avanzado, terminado. Caminaba a la sala, encendía su viejo aparato de música, ponía un disco de Tom Waits, se servía un whisky y contemplaba la ciudad desde su ventana, más allá del bosque, encaramada a un promontorio del que sobresalía su cascote gris, azuloso, blanquecino a veces.

Penúltimo

La literatura fue la moneda con la que pagó lo que recibió. Acometía la lectura de algún libro porque necesitaba saldar cuentas con el autor, con algún momento de su existencia, con la literatura misma que tanto le había dado.

Último

Y si hay una palabra para definir este disponer los sentidos y poner manos a la obra a la escritura es celebrar. Leía para celebrar. Escribía para celebrar. Celebraba para vivir. En ese sentido, no hay reproche alguno que pueda hacérsele: como su querido Arreola, perdió el tiempo en la lectura y en la escritura, pero dedicó todas sus horas a amar a la literatura. No exagero si digo que era un borracho perdido, podría decirse, de ese amor, de ahí estaba nutrido y lo daba a los demás. De ese amor único e imperecedero.

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