(Barcelona, 1985). Es autor de Tantas cosas dicen (Editorial Comba, 2020).
Conozco el recorrido y las paradas previstas, también las lecturas, y no me equivocaría demasiado si enumerase a las personas con las que me voy a encontrar. Está el viaje todo planificado, es fácil proyectarlo en esta libreta. Viajo porque viajo y porque lo escribo.
A Nonoy no la voy a ver. Pienso en ella, aun así, en el cuento que fue y habré de contarme para mis adentros. Dentro de un rato, tal vez, o en unos días, qué más da, el cuento goza de una ubicuidad que vence el tiempo y la idea misma de viaje. Podría convertirme yo en uno y eso me daría mucha más fuerza que cualquier lugar adonde vaya a asomarme. «El caso es que estoy llegando», leo en una vieja edición de los diarios de Rosa Chacel, hace un rato, antes del viaje pero ya en él. Llegando.
Me acomodo junto a la ventanilla en el tren que ha de llevarme a Madrid. Conoceré por fin a Ricardo Martínez Llorca, después de trabajar y publicar su impecable crónica sobre el cultivo de la soja transgénica en el desierto verde argentino, El viento y la semilla. Lo presentaremos Fede y yo. Y aunque me cuesta aventurar qué tal estará el aforo, lo lógico será que reunamos a más gente en Salamanca y Valladolid, tierra del autor. Las presentaciones tienen demasiado de lotería, son un modelo de promoción que quizá convenga replantearse. Lo hablaremos con Ricardo y Fede, en función de la alegría con que nos reciban los lectores; y si bien yo diré que toda presentación genera ruido y por tanto es propicia, Fede dirá que el problema estriba en que nunca sabemos al cien por cien el material que acarreamos, si al trasladárselo a los lectores nos dejará más ligeros o más pesados. Y lo dirá por el burro de la fábula de Esopo. Y por Nonoy.
—¿Por qué fuiste a contarle esa fábula?
—Porque entonces yo tampoco lo tenía claro.
Nonoy vino a España con una beca para la investigación. Podría acompañarnos en las presentaciones; procede de una región cercana a las que recorrió Ricardo para su crónica, millones y millones de hectáreas destinadas al monocultivo de la soja transgénica, las cuales, según él reporta, crecen a una velocidad de dos millones de hectáreas por año. Y en aumento. Para ello usan unas enormes topadoras con las que desmontan los bosques «arrancando los árboles de raíz, como si estuvieran enrollando una alfombra», tan visual la imagen que siento un escalofrío con sólo leerla. Es como una sacudida del tren, brusco traqueteo interno. Serán zonas parecidas a esta que veo por la ventanilla, pura meseta, y que pese a la velocidad a la que avanzamos se queda largo rato en la retina, inmóvil, vasto espacio que allá será aun más grande y llano. Es una buena comparación para el acto de esta tarde, con el agravante —dato básico— de que el cultivo de las semillas transgénicas impide la normal rotación de la tierra y hace que ésta se convierta antes de tiempo «en un pedregal, en un suelo laterítico que a lo más que se parece es al polvo de Marte».
—¿Cómo te decidiste a publicar este libro, excelente por otra parte, en un sello que no destaca por la publicación de crónicas?
—preguntará Fede.
—¿Y por qué no? —digo—. Además de ser un libro necesario, una reflexión crítica y bien documentada de un fenómeno de carácter mundial, tiene una parte muy literaria. Ricardo se cuestiona reiteradas veces a lo largo del texto el sentido del viaje, no sólo ése, sino en general, la terrible duda, dice, que lo lleva a uno a preguntarse si viaja porque huye o porque se esconde. ¿No nos sucede esto también con la literatura?
—Bueno, eso nos lo tendría que responder el autor…
—Algo muy común en los viajes es volver con más dudas de las que uno tenía cuando partió —dice Ricardo—. Son dudas necesarias, fruto de nuestra condición humana y de que jamás encontraremos allá donde vayamos la reproducción exacta de nuestras ideas. El viaje nos transforma la mirada. Algo similar sucede con la escritura. No hay texto que no nos obligue a replantearnos nuestra posición inicial, certezas que las mismas palabras nos revocan porque la escritura debe ser también un acto de descubrimiento.
—¿Es imposible, por tanto, la completa planificación del viaje?
—Yo creo que sí, imposible, y de un libro también. Si no tuvieran ese punto azaroso, no merecerían la pena.
Sus palabras me recuerdan el inicio de los diarios de Chacel, cuando dice «estudiaré en este cuaderno los progresos que hace en mí la idea del fracaso». No anda muy lejos mi propósito aquí. En Madrid no conseguimos reunir a la gente deseada y Ricardo dirá que no puede evitar venirse un poco abajo al ver un aforo tan reducido, a lo que Fede responderá que «es lo normal, hizo un día feo hoy». Pero ¿qué es lo normal, que nos vengamos un poco abajo o que fuera tan poca gente?
Escribo para no perder el pulso, y esto sí es lo normal, una mera cuestión estadística: escribir y leer llenan gran parte de mi tiempo. Como manifiesta Chacel, «me pasan cosas de dos géneros: unas que incitan a escribir y otras que me impiden hacerlo». El encuentro con Nonoy fue del primer género, por ejemplo, mientras que el viaje suele caer en el segundo. Me abruma la posibilidad de decir meras banalidades, de no sacar a relucir sino la esencia de mis limitaciones. Una de las virtudes del libro de Ricardo es haber evitado los lugares comunes, tentación que no debió de ser poca hablando de Argentina y de los grandes poderes económicos que deciden a nivel mundial sobre los demás y sobre el uso de sus recursos. «El problema», escribe, «es explotar el suelo como si se tratara de una veta mineral, sacar y sacar hasta que se agote».
A Nonoy la conocí en Barcelona a través de Fede, no hace mucho. La recuerdo diciendo: «Siempre atraigo a compatriotas melancólicos, es mi laberinto. Que alguien me tienda un hilo». Fede se vino para dar una conferencia y por la noche me dijo que fuéramos a tomar algo, que andaba con unos amigos. Yo accedí, a riesgo de dejarme llevar en mi ciudad por un madrileño crecido. Suelo contar con él cuando voy a Madrid, allí nos conocimos hace doce años, estudiantes todavía, y en ese caso no puedo negar que me llamó la atención que anduviera con unos amigos. Era gente de su entorno, además de Nonoy y dos compañeros suyos de investigación, uno de los cuales le tiraba los tejos. Fue ahí cuando ella dijo que siempre atraía a compatriotas melancólicos, lo que sirvió para que Fede le tendiera la mano y se la llevara aparte. Yo observaba la situación con cierta curiosidad, dudando entre retirarme o tomarme otra copa.
De ojos rasgados, Nonoy tenía una expresión voluptuosa y un cuerpo no menos voluptuoso, sin ser lo que hoy día se llamaría una mujer guapa. Que lo era, no obstante. Lo es. Chacel reflexiona en sus diarios sobre la belleza femenina y trae una idea, no suya, que da bastante que pensar: «Cuando una mujer bella se mira en el espejo puede creer que lo que ve es ella; cuando una mujer fea se mira en el espejo sabe que lo que ve no es ella». Bien, pues de Nonoy se podría decir que está por encima de este engaño. Su carácter es más fuerte que su imagen, más vivo. Lo aprecié en la alegría con que se refirió a su laberinto.
—Es urbanista —dijo Fede—, se está doctorando. Esto sí es un laberinto.
—Cada cual tiene el suyo —se rio ella.
Los agricultores argentinos tendrán uno propio y a nosotros nos corresponde uno en la búsqueda de lectores.
Seguimos rumbo a Salamanca, más ligeros de peso o acaso más pesados, eso sólo lo sabremos cuando se nos acaben las argucias. El cuento de Fede me anima a pensar en positivo. Lo presiento según nos adentramos en la meseta más quijotesca, una tierra dura, de asombro de colores y lomas discretas, donde resulta fácil confundir los extremos entre tanto horizonte mal perfilado. Sólo las iglesias, que se levantan imponentes en cada pueblecito, cortan su línea. Vamos Ricardo y yo, Fede tenía obligaciones en Madrid. Me quedé con una última apreciación que hizo de la crónica, al decir que «en dos momentos Ricardo se pone exquisito y marca la diferencia: de la chica que lo atiende en una cafetería de Buenos Aires dice que tiene una sonrisa de arroz con leche, lo que yo interpreto como forzada; luego, de la que lo recibe en una de esas grandes empresas que se dedican al negocio de la soja, que tiene la belleza del azúcar. ¿Edulcorada, falsa?». Ricardo responde que exquisito lo será él, que se fija en eso en vez de otros aspectos del libro. «Claro que la diferencia en Argentina es tan brutal», añade. «Hay un primer mundo de pasarela y luego el tercer mundo. ¿Y a costa de qué ese primer mundo, ese contraste tan salvaje?».
Y Nonoy, me digo, ¿está aquí para llevar soluciones para allá o tan sólo para alimentar el sistema universitario español y, en último caso, sumarse a la tentativa de las grandes corporaciones? Desde luego que no tiene una belleza de azúcar ni lo que Ricardo da en llamar sonrisa de arroz con leche —la suya es más grande, más vigorosa—, pero ese laberinto tendrá que sortearlo también.
—Es más inteligente que cualquier directivo con el que vaya a toparse —dice Fede.
En Salamanca debemos al menos duplicar el aforo, y lo mismo en Valladolid, un propósito no tan inalcanzable tratándose de ciudades más pequeñas y por tanto con menos oferta que Madrid. Ricardo suele hacer hincapié en cómo este tipo de explotaciones lleva a los indígenas a largarse y malvivir en las villas miseria de las grandes ciudades. «Les quitan las tierras y los dejan sin nada», explica. «Donde antes trabajaban cien, ahora con diez les basta». Esto exclama a los asistentes. Yo me quedo impasible, serio, no quisiera fomentar más preguntas de las que Ricardo pueda responder.
Son las argucias que denuncia Esopo en la fábula del burro y a su vez es la idea del fracaso de la que hablaba Chacel, cada día más presente en parte de la sociedad, a pesar del progreso o debido a él.
A Chacel la visitaré en la escultura que le dedicaron en un banco de la plaza vallisoletana de Poniente, invitando a los transeúntes a sentarse a su lado. No soy el único que lo hace. Se sienta también una señora y al cabo una niña que ha de contarle una historia, parloteo infantil que acompaña con unas monerías. Yo soy incapaz de decirle nada. Aprecio la mirada limpia, de expresión decidida, que el escultor supo sacarle y tan a menudo brilla en su obra. No siempre es fácil leerla, por eso la experiencia es única. Me encanta cuando dice, de nuevo en los diarios: «Si a los numerosos defectos de mis libros se añade el de que son míos, queda explicada la oscuridad que se hace sobre ellos, porque quien no tiene nada que hacer en el mundo actual soy yo». Quizá en éste nuestro, no en el suyo, se la entienda mejor. Aunque conviene no hacerse demasiadas ilusiones al respecto.
En la presentación de Valladolid un asistente se refiriere a la soledad del viajero, confirmada por Ricardo con un bello pasaje sobre el firmamento, las estrellas y los parajes adonde se llegó. «Quien lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho», dijo parafraseando a Cervantes; y además, añadió, «aprende a estar consigo mismo». Es decir, solo. Chacel alude también a las tribulaciones propias del autor, de la escritora total que fue, así como a su soledad final, ésa en la que espera sentada en la plaza de Poniente a que los niños vayan a contarle historias. «En lo humano», escribe, «tengo que limitarme a lo que me ha sido dado y procurar sacar de mi soledad algo que sirva para alguien, para cualquiera». Si ella supiera…
Se me va desarmando el libro a medida que avanza la lectura, la edición no aguanta. Una página se soltó por completo y la guardo al final de la libreta, no fuera a perderla. Leo en ella: «No sé si se podrá presentir lo banal, es decir, no sé si podrá ocurrir que presienta uno que va a ocurrir tal cosa y que esa cosa suceda pero con sentido diferente del supuesto». Es lo más común, pienso, el viaje mismo. Y la escritura también es un viaje, volviendo a la idea de Ricardo: sé todo lo que va a ser desde el momento en que partí de Barcelona, hace cuatro días, y aun así, siendo todo tal cual, nada es igual.
El hecho de no ver a Nonoy, por ejemplo, puede interpretarse de distintas maneras. Por eso lo apunté. ¿La veo si pienso en ella, si la escribo? ¿Es eso la banalidad? Su viaje debió de estar lleno de los presentimientos descritos por Chacel, a cada paso, por más que uno la imagine imponiendo su carácter en toda situación, dueña de sí misma y de su laberinto. Los hay que enseguida caen en uno ajeno, única posibilidad de abandonar el anterior, mientras que otros cuidan del suyo como de un huerto.
Fede la ayudó a tramitar unos papeles en Madrid, antes de su traslado a Barcelona. Ahí se conocieron. No era la universidad adonde tenía que dirigirse, contaría, sino a la administración. Y él la acompañó, con su simpatía filosófica. No por otra cosa es mi amigo. Que cada uno de nosotros somos ángeles de una sola ala, le gusta decir, y sólo podemos volar abrazándonos unos a otros. La cita es de Lucrecio. Y no es de extrañar que la soltara en el encuentro nocturno de Barcelona ni que a mí me presentara como el editor, su amigo editor, puesto que «los libros nos tienden también sus alas». Es así de previsible a veces.
Los compañeros de Nonoy dijeron que debíamos prestar atención a sus historias, tan raras y divertidas, decían, y que ojalá algún día las escribiera. Quien más hablaba era el que insistía en tirarle los tejos, un chico alto y barbudo, de acento muy cerrado. Fede guardaba distancia, aunque le faltó tiempo para decir que él mismo las podría escribir. No son tan raras, dijo ella, es como yo las siento. Y esto es lo que las hace literarias, respondieron. No sé si fue el uno o el otro, ni importa demasiado, en realidad, yo voy tirando de la memoria como el tren de los rieles, con el temor chaceliano de que una vez apuntadas las cosas pierdan su valor.
—Cuéntanos alguna, Nonoy, anda.
Si bien no llegó a contar ninguna, apenas el inicio de algo que le pasó con una bici, la conversación la llevó a hablar de una escapada que hizo con Fede y otros amigos a un pueblo de la sierra madrileña. Tuvieron que pasar la noche juntos en un hostal porque perdieron el tren de vuelta. Al decir «pasar la noche juntos» todos entendimos «acostarse juntos», ante el silencio de Fede y la sonrisa cálida de Nonoy, sorprendida quizá de haber llegado a ese punto. El chico barbudo tampoco decía nada, sumido en un repentino mutismo más cerrado que su propia voz. Yo sí quería saber más, en cambio. Le inquirí a Nonoy, con una emoción casi universitaria que en el fondo traslucía envidia.
—No pasó nada, eh —dijo ella—, no estábamos allí para eso. Fede me contó un cuento. Yo estaba muy cansada porque habíamos caminado mucho y le dije cuéntame un cuento, por favor, que tengo sueño. Y me dormí enseguida.
—¿Qué cuento? —quisimos saber.
—Una fábula de Esopo —dijo Fede, asumiendo su parte—, la del burro que acarreaba sal.
—Sí —exclamó ella—. Qué cuento más lindo, estuviste genial.