La gruta / Alfredo Núñez Lanz

Una camioneta con la parte trasera descubierta, cruelmente abollada y con remolque para caballos, invadía el carril contrario. El conductor escupió por la ventanilla justo cuando mi coche avanzaba y sus gargajos fueron a dar en la ventana trasera. La rabia hizo que golpeara el volante con la mano derecha. Patricio me detuvo antes de insultarlo a gritos:
     —Cállate… es el viejo Lázaro.
     Siempre cargaba un rifle. Tuve que tragarme mis ganas de pelea. El viejo Lázaro se tenía por el único ranchero digno de la región que cuidaba sus tierras y procuraba el mejor ganado. Todo a la manera tradicional, sin usar hormonas para que crecieran las reses, ni alimentándolas según los veterinarios. Él hacía sus propias leyes y eran respetadas por todos. A pesar de su edad, todavía era capaz de soportar una dura jornada de trabajo y mantenía intacta su reputación; suplía la falta de fuerza con la experiencia y el conocimiento de las vacas. En su época había sido el rey de todas las fiestas, pero ahora era un escorpión veterano, solitario y amargado. Era irascible y se ofendía enseguida, no soportaba que lo corrigieran o lo contradijeran. En una región dominada tiempo atrás por los grandes ranchos, quedaban las ruinas de los pocos que no habían desaparecido; la cebada crecía desde los cimientos de las casas enredándose con hierbas parásitas y las ventanas parecían haber sido astilladas por balas. Según Patricio, el viejo lamentaba que para entonces la mayoría de los ranchos hubiera reducido el número de caballos a cambio de furgonetas y todoterrenos capaces de volar en carretera e impresionar a los incautos. Quería recuperar el paisaje tanto como cualquier otro habitante, porque a lo lejos y sobre la colina más alta se erguía la Royal Pork Company, lugar donde sus propios hijos y la mayoría de los jóvenes terminaban trabajando. Yo estaba de visita para vigilar la salud de mi mamá: un año atrás le habían extirpado dos tumores del seno derecho y eran los responsables de mi regreso. Había huido del olor que expedía la granja de cerdos para estudiar en la capital, pero ahora no tenía trabajo desde hacía dos meses.
     —Te invito a comer para que se te baje el coraje —Patricio interrumpió mis pensamientos.  
     Fuimos a la fonda de la carretera. No podía tardarme mucho porque tenía que ver a mi madre, pero Patricio insistió en que nos bebiéramos unas cervezas. Le platiqué sobre mi despido y el tiempo que había pasado en entrevistas sin que me llamaran para contratarme. Necesitaba dinero urgente. Tanto, que a veces apostaba confiando en mi suerte. Se me estaban acabando los ahorros, pero mi madre no podía enterarse. Con ella era preferible aparentar.
     Recordamos nuestra infancia; las veces que íbamos a la gruta para acarrear algo nuevo que hiciera más cómodo nuestro escondite. Era una cueva con paredes grandes y piso plano a la que se entraba por una grieta estrecha, casi una cámara húmeda donde cualquier sonido rebotaba. De niños la habíamos encontrado por casualidad, en una de tantas excursiones para cazar lagartijas. Más tarde, la usábamos para llevar a nuestras novias. Patricio era albañil y le construyó unas escaleras que hacían más fácil la entrada. En ese lugar cada uno se refugiaba de sus propias desgracias. Poco a poco la fuimos amueblando: tenía dos sillones que habíamos rescatado del basurero, una mesa vieja, una hielera y un catre vencido para cuando nos agarraba la noche. También teníamos cajas de madera donde guardábamos a «las señoritas»: unos naipes con fotografías de mujeres desnudas al reverso.
     —Deberíamos ir a la gruta un día de éstos.
     —No, don Lázaro la tiene ocupada.
     —¿Cómo ocupada?
     —Mejor ni me preguntes —dijo con una expresión determinante.
     Cambiamos de tema y el tiempo pasó. Me despedí de mi amigo y me encaminé a ver a mi madre. Cuando llegué a la casa, fui directo por una cubeta para lavar el gargajo de la ventana. Para entonces estaba seco, como todos los pozos de donde años atrás íbamos a acarrear agua. Pensé que la habían entubado los de la Royal Pork Company para abastecer a los millones de cerdos que contaminaban nuestro aire. Acompañé a mi madre a ver la televisión y ella me pidió silencio para seguir el hilo de las escenas. Con los murmullos de fondo, pensé que debía ir a la gruta, quería volver a olerla y recordar. Total, no había nada que hacer ahí. Ver la televisión, ir a la cantina, pasear hasta la carretera. Era una forma de matar el tiempo, porque comprendí que mi madre estaba bien con sus telenovelas.
     Me quedé dormido. Soñé que entraba a la casa; era diferente, más amplia y sucia. Caminaba por un pasillo que se extendía mucho y al fondo estaba la cocina. Tenía sed, pero los muebles se amontonaban y era difícil llegar. Esquivaba cajas, sillas rotas y revistas viejas de mujeres desnudas esparcidas por el suelo. Me daba vergüenza que estuvieran ahí, a la vista de mi madre, sentí culpa y la busqué; ella estaba en la cocina, eso era seguro. El pasillo se hacía cada vez más largo y la desesperación me invadía. Cuando por fin cruzaba el umbral, veía el cuerpo de mi madre con la cabeza sobre un plato, estaba muerta y había quedado así, sobre la mesa, con los brazos colgando a unos centímetros del suelo. Me desperté nervioso y comprobé que ella estaba viva, concentrada en su programa.
     Decidí salir. La tarde trajo consigo una lluvia ligera que no me hizo regresar. Me dirigí a la gruta. Pasé por las tierras que antes tenían cultivos, rodeé el terreno vecino siguiendo el mismo trayecto de años atrás. Tenía los zapatos húmedos, pero seguía caminando. Una vez que estuve frente a la grieta de entrada todo me pareció extraño. Comprobé que no había nadie y entré. Ahí seguían los escalones de Patricio, pero lo demás me sorprendió. Había muchos estantes de fierro que guardaban paquetes blancos apilados uno sobre otro y en las paredes rocosas colgaban toda clase de rifles. Supe de lo que se trataba. Quise irme rápido, subí las escaleras nervioso y ahí estaba don Lázaro.
Sus ojos fríos me punzaron el cuerpo y me dejaron pasmado, lleno de pánico. Había dos hombres a su lado. Miré al de la derecha: tenía una ametralladora pesada que cargaba como un crío de dos años envuelto en un rebozo. El otro sacó su pistola, pero don Lázaro lo detuvo con un gesto. Me sonrió antes de apuntarme con su propia arma. Comencé a temblar. Los oídos se me cerraron; el viejo era grande, fuerte. Sus ropas se volvieron anchas, inmensas como negras praderas. El disparo me dejó sordo y un segundo después el dolor me recorrió el brazo junto con la sangre. Luché para no gritar. De repente, en milésimas de segundo volvió a apuntarme, esta vez en la sien. Creí que me volaría la cabeza y sentí el cuerpo blando, justo antes de cerrar los ojos y derretirme en la más completa oscuridad.
     Desperté. Alguien dirigía la luz de una linterna sobre mi cara. Estaba en la gruta, lo supe por el olor. Sentía el brazo caliente, pesado y entumecido.
     —Traes morfina en el cuerpo, para que te dejaras sacar la bala.
     Era inconfundible, se trataba de Patricio.
     —¿Qué tal escribes con la izquierda? —preguntó don Lázaro.
     —Vas a tener que firmarnos así —alegó otro mientras me acercaba un papel a la cara para que lo leyera.
     —Tu amigo Patricio me dijo que querías trabajo. Pues ahora lo tienes. Sólo fírmanos como puedas.
     Ante mí estaba un contrato con el logo de la Royal Pork Company, flagrante en la esquina superior izquierda. Estaba mareado y gozaba de un extraño placer en el cuerpo. Veía mosquitos gigantes que jugaban conmigo. Por un momento volé con ellos.
     —A ver, concéntrate.
     Alguien me puso un bolígrafo en la mano izquierda y me obligó a firmar.
     —Muy bien. Ahora trabajas para la Royal… Cuando destripemos a los cerdos, tú vigilarás que les pongan la mercancía bien oculta. Ahí está el trabajo que tanto querías.
     —¿Y luego? —alcancé a preguntar.
     —Luego los pasamos como si se vendieran «a canal», un pedido grande para los gringos…
     —Agradécele a Patricio que estás vivo. Y más a nuestro patrón, que te dio trabajo.
     —Óyeme bien. Más vale que ante todos yo siga siendo el viejo Lázaro que se encarga de su propio ganado, o sabremos quién escupió el chisme.
     Tragué saliva. Don Lázaro tosió y esta vez el gargajo me cayó en la pierna.

 

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