La fiesta del sordo / Gustavo Ogarrio

Hace sesenta días que inició mi actual sordera. Primero fue el lado derecho, después se sumó, lento pero constante, el izquierdo. Fue como si un zumbido intenso se me hubiera instalado de golpe en el oído derecho, después como si ese zumbido creciera y se fuera trasladando paulatinamente al otro extremo. Mis sorderas nunca han sido totales, sin embargo, esta última era la más aislante y enérgica.

Todo comenzó cuando me sumergí en la piscina principal del deportivo La Aldehuela. Una piscina en forma de letra L, de metro y medio de profundidad, con dos hongos de agua en los extremos y con un simulacro de jacuzzi en el fondo izquierdo. Se nota que fue hecha para niños y adolescentes furiosos, para que se arrojaran violentamente sin peligro de ahogarse y para que sus cuerpos tensos y relucientes pudieran sortear sin problemas un improbable descuido o algún exceso de brutalidad juguetona y no tuvieran que lidiar con la traidora profundidad de una inmensa fosa semiolímpica.

Yo me sumergí a la manera tradicional; toqué con tres dedos del pie derecho el agua para familiarizarme con su temperatura y parado en la orilla flexioné por breves instantes el cuerpo para arrojarme con cierta prudencia sobre el agua cristalina. Inmediatamente sentí la acostumbrada sordera pasajera. Desde niño me acostumbré a dejar de oír por unos momentos y hasta por un par de días. Cierto día de mi infancia descubrí que al sumergirme en las aguas transparentes de las albercas, después de abrir los ojos en la profundidad borrosa para ascender a la superficie por la espiral de burbujas, a la manera de cualquier buzo aficionado, algo muy pequeño crujía levemente en el interior de mis oídos, como si se apretara rápidamente —con dos dedos— una bolsa de papas, para luego devolverme a la superficie momentáneamente sordo. Nunca la sordera acuática había durado más de cuatro días. A veces bastaba que sacudiera mi cabeza, bostezara, masticara uno o varios chicles intensamente o metiera mi dedo en la oreja afectada para que retornaran a mi percepción los sonidos del mundo.

Ahora la sordera se ha extendido y hasta me he acostumbrado a ella. Mariela insiste en que vea a un médico. Ya lo hice una vez, cuando la sordera me sorprendió una cálida mañana en la Ciudad de México y me acompañó durante tres largos e insoportables días. Visité a un médico muy amable que me hizo un lavado de oídos y que extrajo de su interior una cantidad notable de cera.

Sin embargo, ahora he aplazado la visita al médico. Los primeros días, mi ánimo caía tan sólo con pensar que tendría que pararme delante de una trabajadora social y contarle que estaría en Salamanca por un año y que era estudiante y tenía una esposa que se llamaba Mariela y una hija que se llamaba Camila y muy poco dinero para contratar un seguro de gastos médicos menores y que era necesario hacerme revisar para que un otorrinolaringólogo destapara como un caño mis oídos o extrajera la basura que me impedía escuchar y disfrutar de la calma algo alegre del verano y de los niños corriendo en los parques y del murmullo un poco enfadado que salía de los bares o de la música que en las noches se escuchaba hasta la terraza del ático en el que vivimos. Yo sabía que tendría que rematar esta historia con la petición de que se me prestara el servicio médico bajo el rótulo de «inmigrante sin recursos». Todo este camino hacia el médico también improbable nos lo habían narrado ya Magali y Claudio, dos chilenos, amigos nuestros, que viven con su hija Jacinta en Albacete.

Sin embargo, conforme pasó el tiempo, esta última sordera se transformó en una comodidad, en un amable aislamiento y la visita al médico se pospuso indefinidamente. Mariela se convirtió en mi intérprete. Como si yo fuera también un viejo, un anciano barbón del Tercer Mundo y un poco temible con su cabello largo y crespo, me acostumbré a que Mariela me reprodujera discretamente al oído todo lo que no podía escuchar. Muchas veces ella seleccionaba algo de lo que yo no lograba oír y decidía que era mejor no perder el tiempo en reproducir ciertos diálogos en la calle, ciertas afirmaciones de la gente. Yo acercaba mis oídos a su boca con un movimiento ligero y fingía que era ya una costumbre que incluso ayudaba a mantener cierta estabilidad íntima en nuestra relación y también para difundir un poco mi situación de dependencia.

Mi condición de sordo llegó a su momento culminante una mañana de agosto, justo cuando en una de las bancas que se encuentran en la entrada del parque de Los Jesuitas me disponía a leer. Yo regresaba de haber comprado un libro de manera más o menos oculta. En aquellos días la economía familiar no andaba muy bien y vivíamos un poco en el límite. Yo seguía con la costumbre de guardar los restos de algunos gastos, monedas de baja denominación que sobraban al pagar las compras en el supermercado o las medicinas de Camila o la leche y el pan. Había acumulado una cantidad suficiente como para comprarle a Mariela un regalo de cumpleaños. Había visto en la librería Cervantes Los cuadernos de Praga, de Abel Posse, un relato sobre el Che Guevara y sus días clandestinos en la capital checa. El libro, por una afortunada casualidad, salió más barato del precio que inicialmente había yo presupuestado. Feliz y culpable compré también, con todo lo que me sobraba del ahorro hormiga, una antología de cuentos de Hemingway, con una espléndida evocación inicial de García Márquez.

Cuando empezaba a hojear distraídamente las primeras páginas de los cuentos de Hemingway, sentado en la banca y sin escuchar el follaje de los árboles y los gritos un poco desesperados y absurdos de una madre hacia su hijo que se alejaba en una bicicleta, sentí una vibración física extraordinaria. Las bancas que se encuentran en esta zona están hechas de un hierro grisáceo que las mantiene firmemente ancladas al piso. Debajo de este lugar corre todos los días el tren, un tren cuya parada más cercana se encuentra justo a espaldas de La Alamedilla. Yo había escuchado el ruido del tren cuando jugaba con Camila en el interior del parque de Los Jesuitas o cuando la iba a dejar a la escuela, que se encuentra a una calle del paso del tren. Sin embargo, nunca como entonces su vibración me pareció tan viva, tan inesperada y espléndidamente viva. Su potencia subía por los costados de las paredes del túnel que estaba justo debajo de mí, ascendía por el suelo que yo pisaba y se encadenaba casi eléctricamente a la banca en la cual yo comenzaría a leer. En ese momento me di cuenta de que la fiesta de esta vibración estaba reservada para los sordos. Yo volteaba para comprobar que los demás no podían intimidarse con la potencia del tren. Estaban sometidos por los sonidos de la calle, de los vehículos y del murmullo matutino. Sólo desde la sordera se podía percibir el vigor de este encadenamiento, la sensación del convoy entrando al cuerpo. El aislamiento magnificaba el movimiento vibrante que nacía del tren y provocaba en mí un ruido interior que era difícil de controlar, como si aquella vibración dulcemente brutal anunciara la emergencia por breves segundos de un mundo subterráneo, como si una turbulenta y espesa víbora fluyera por mis brazos, mi estómago, las piernas y la cabeza. Mi sordera se reveló en ese momento como un privilegio.

Sé que un día no muy lejano tendré que visitar al médico. Mariela se cansará de decirme lo que afirman los otros, Camila renunciará a repetirme dos o más veces lo que me intenta comunicar y mi sordera poco a poco se transformará en una carga familiar. Sé también que otro día no muy lejano abandonaremos Salamanca, La Alamedilla, y nos alejaremos para siempre del paso del tren que se vuelve subterráneo poco antes de llegar al parque de Los Jesuitas.

No he querido volver a sentarme en aquella banca. Temo que las siguientes vibraciones del tren las perciba como infinitamente menores a la primera y que el recuerdo de su potencia subiendo por las paredes y el hierro de la banca se revelen en toda su simpleza y borren para siempre, arbitraria y lastimosamente, mi aislamiento y este silencio nostálgico y vivo que ahora llevo en mí y reduzcan mi sordera a un malestar añejo e intrascendente.

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