Montevideo, Uruguay, 1980. Su libro más reciente es «La ciénaga de las revelaciones». (Amateditorial, 2023).
El cielo recoge sus cenizas en la tierra. El cielo y las cenizas de la tierra. El cielo siendo cenizas en la tierra. Cielo y tierra… ¿qué? Sería buen título para una novela.
Ahora escribo así, en partes, en cuotas, porque no hay tiempo para darle por horas en un ambiente «tranquilo y relajado». ¡Ja! ¿Qué es eso? Todo es medio caos (y uno entero también) por acá, así que le doy a las teclas cuando y como puedo (a veces hasta me tengo que encerrar en el baño para poder escribir tranquilo, ¿se podrá creer?)
Tenemos dos gatos. Una chiquita, inquieta, hiperactiva, de cuatro meses, que se llama Mia. El otro tiene nueve y está enfermo de los riñones (andamos curándolo). Fue un caos desde que lo castramos. Desde ahí empezó esta «espiral descendente». ¡¿Ma qué spirale?! Fue como estrellarse de cabeza contra el asfalto.
Empezó con vómitos el pobre animal, unos días después de la castración. Pero todo bien. Estábamos preparados psicológicamente, sabíamos que algo así podía pasar. Y andábamos peleándonos con el gato para darle sus pastillas. ¡Putas pastillas! ¿Cómo es que una industria multimillonaria (medicina para gatos) no inventó todavía remedios líquidos con sabores que le gusten a los gatos? Uno tiene que andar agarrándolo del pescuezo y haciendo malabarismos de los que hasta un contorsionista se asustaría, todo para hacerle tragar un cuartito de pastillita. Y ni hablar si se le queda un poco en la lengua y se disuelve ahí. ¡Pah! El animal empieza a sacar espuma por la boca, le dan arcadas, se vuelve anguila y se asquea más de lo que ya estaba, todo un drama. Y nosotros ni te cuento: si antes estábamos estresados, ahora empezamos a pelearnos por el gato también. Que por qué se la das así si viste que en el video lo hacían de otra manera, que por qué lo agarras tan fuerte, no ves que le duele, que me pone mal verlo así, que me desespera que no coma, que no cague, que no se trague la pastillita, que siga vomitando. Ya casi no podemos vernos con Julieta. Y si ya de por sí andamos como arañas uno con el otro (trabajamos juntos), con esto no sé en qué vamos a terminar.
Al gato lo llevé a una clínica veinticuatro horas que encontré cerca de casa. Ahí empezó el drama. Antes le había escrito a su veterinaria de cabecera, la que lo castró. Era sábado, el animal había empezado con vómitos de nuevo. La doctora me pasó el numero de una veterinaria que atendía los fines de semana. Llamé. No entendieron la urgencia del caso, o no me expliqué bien, y me dijeron que hasta el lunes podrían atenderme. ¡Bien! Así que busqué en la red y me fui a esa cerca de la casa.
—Tiene gastritis —me ladró la amarga que nos atendió (al gato y a mí). Se veía que andaba mal dormida: cara hinchada, cachetes como Quico, sin ganas de trabajar. La recepcionista no le había pasado la info correcta y empezó a verle las suturas de la castración como si ese fuera el problema.
—No, no, de eso está bien —le dije, acercándome al gato, para que dejara de tocarlo—. El problema son los vómitos, el animal no para de vomitar.
—¿Vómitos? —dice la amiga, y le larga una mirada asesina a la recepcionista, que enseguida se mandó mudar para el frente.
Le expliqué lo mismo que a la otra:
—Es gastritis —me dice al final—. Muy común en los gatos que se estresan, más después de una operación.
Luego le dio un par de inyecciones y nos mandó a casa. Al rato el pobre de Bruno (así se llama el gato, ¿lo dije?) andaba vomitando de nuevo. Esta vez hasta me avisó antes, para que me diera cuenta de que no era gastritis. Pobre gato. Salía yo del baño y él corrió conmigo, se frenó de golpe, me miró, largó un gritito y vomitó bilis. ¡Pah! Menos mal que la madre no andaba por ahí, si no el castrado iba a ser yo.
De vuelta a la jaula y de vuelta al mismo lugar.
—Hay que internarlo —dijo la muerta—, para tenerlo bajo vigilancia.
Bueno, se los dejé. El gato pasó la noche ahí. Al otro día fuimos con Julieta a verlo. Nos atendió un estudiante que andaba de turno desde la noche anterior. Buena onda el amigo. Nos abrió y nos llevó al segundo piso. Ahí, al fondo, con olor a podrido, en un lugar de mierda con ocho jaulas empotradas en la pared, estaba el pobre de Bruno. «Salud pública versión gatuna», pensé. Me hizo acordar a cuando me sacaron la bola de grasa de la espalda en aquella clínica de… ¿dónde era?
Bruno nos vio pero estaba tan asustado que ni se movió. Estaba sentado en una cajita de arena, rodeado de su propia caca. Era miserable verlo, y lo primero que le dijimos al amigo, que no tenía ni idea de que a los dueños de los animales no se los hace pasar al segundo piso, fue que le limpiara la caja.
—Está durmiendo arriba de sus propia caca —le dije. Él se puso nervioso y empezó a tartamudear:
—Justo ahora estaba por limpiar todas las jaulas…
Lentes, bigotitos orientales, menos de veinticinco, ni idea de lo que hacía. De la jaula que estaba contra la ventana se escuchaba un quejido finísimo y él la abría, sacaba un perrito de una semana y le metía una pipeta de goma por la garganta para «evacuarle» la flema que no lo dejaba respirar. Parece que venía desde la noche anterior así y aún le quedaban muchos días más. Todo el que hacía guardia andaba con el perro en brazos sacándole mocos de la garganta.
—¿Y el otro que está al lado? —preguntó Julieta—, se ve bien quietito. ¿Está dormido?
—Ese es su hermano —dijo el amigo—. No, está muerto —y nos sonrió con toda su inocencia.
Enseguida miré a Brunito, dos jaulas a la derecha del muerto, y él me miró también, como diciendo: «Mirá que desde ayer que está muerto, ¿eh? ¿Cuándo me vas a sacar de acá, fenómeno?»
Miserable el asunto, pero ya estaba ahí, así que había que terminar la ronda de medicinas para que se mejorara y lo dejamos una vez más y nos fuimos sintiendo que tendríamos que haberlo llevado con nosotros. Pero era domingo y su doctora no aparecería hasta el lunes.
Pasamos el resto del día pensando en el gato. Hacía meses que dormía con nosotros, imposible no extrañarlo.
Al otro día en la tarde fui por él. Eran las siete. Andaba el veterinario del lugar por ahí, un tipo enorme, lleno de tatuajes, que tenía al perrito mocoso en brazos. Mientras hablaba por teléfono (andaba con una emergencia canina, dando indicaciones de que le metieran la mano en el hocico al perro para hacerle no sé qué cosa) le iba sacando las flemas con la pipeta. Enorme el tipo, y aquel perrito tan diminuto: por un instante lo vi aplastarlo cerrando la mano y haciéndolo paté.
Después se lo pasó a la recepcionista y fue por Bruno al segundo piso. Lo bajó en su jaula, el otro aterrado ahí adentro, apretado contra el fondo. Me dio receta, medicina y gato, todo junto, y dijo que lo llevara a revisar en dos días. Después se fue otra vez para arriba. ¡Bien! Pagué (porque nada es gratis en la vida) y me subí a un indrive con mi Bruno. Yo andaba con algo de miedito con estos indrivers, el sábado uno me había dejado tirado después de que viera que llevaba un animal en la jaula.
—¡No, no, no! ¡Animales, no! —había gritado, y arrancó dejándonos a Bruno y a mí desolados en mitad de la calle.
Esa noche la pasamos rezando con Julieta para que el gato no vomitara de nuevo. Antes de acostarnos le di la medicina, que fue otro drama y que hizo que nos peleáramos de nuevo con la madre. Él se asqueó, se fue a tirar al rincón más alejado y ya no se levantó más. A la preocupación y los nervios que se arremolinaban en nuestros estómagos amateurs se les sumó que casi no dormimos esa noche porque Bruno nos estuvo llamando desde su rincón moribundo, pidiéndonos algo que no entendíamos qué era.
Hasta que vomitó. ¡De nuevo! A las nueve de la mañana. Era desesperante: ¿no le habíamos dado las medicinas correctas para que no vomitara? ¿No había estado internado y en observación dos días y dos noches? Julieta se agarró la cabeza y me gritó que lo llevara con su doctora (ella trabajaba). Para cuando terminó de gritarme yo ya lo había metido en la jaula y volamos a la veterinaria. Suerte que no había nadie y las dos doctoras estaban disponibles cuando llegué. Les cambió la cara cuando lo saqué de la transportadora.
—Este gato está deshidratado y desnutrido —fue lo primero que dijeron. Ahí mismo se lo llevaron al fondo a enchufarle suero y vitaminas. Tuve que firmar para que lo internaran. Había que dejarlo en observación. ¡Otra vez! Le iban a sacar sangre, iban a monitorearlo de cerca, iban a revivirlo, a traerlo de entre los semimuertos.
Me despedí y me fui. Ni pregunté cuánto me saldría el baile. Ya me había resignado a lo que fuera.
A la tarde me llamó la doctora:
—Son los riñones —empezó.
—¿Los riñones?
—Puede haber sido un golpe fuerte, algo que comió, plantas… Hay muchas razones, pero es muy raro verlo en un gato tan chico, por lo general estos problemas aparecen en gatos nerviosos de más de nueve años.
—Este tiene el estrés de un corredor de bolsa.
—Pueden ser esos nervios combinados con otra cosa. De todas formas, ahora lo más importante es hacer que esos riñones vuelvan a funcionar normal, algo que no están haciendo. Además, Brunito tiene la sangre sucia, envenenada porque los riñones no la están filtrando, entonces el cuerpo, instintivamente, trata de sacar esa mugre a través de los vómitos.
—No era gastritis entonces.
—¡Claro que no! El problema es que sus riñones no están funcionando y la sangre no se está limpiando como corresponde. Por eso no come ni toma agua (ah, casi me olvidaba de contar eso, otro drama con el que habíamos convivido tantos días: ¡que el animal no tomaba agua!)
La doctora siguió:
—Va a requerir un tratamiento y comida especial. Una dieta estricta y que lo estén monitoreando y cuidando día y noche. Enseguida te mando por whats los precios de los medicamentos. ¡Ah! —dijo de repente—, también tengan en cuenta que no puede volver a tomar agua de la llave nunca más: de ahora en adelante tiene que ser agua filtrada.
—¿Para siempre?
—Sí, para siempre.
Y cortamos.
Unos minutos después me llegaron los medicamentos y los precios de todo el combo, internación y lo que le estaban administrando en ese mismo momento para revivirlo. Casi me da algo. Pero no importa, me dije, ¡lo que sea por el bebé!
A la noche encaré a Julieta. Le propuse una forma de dividirnos los gastos para que ninguno de los dos se ahogara en deudas. Al principio no dijo nada y lo tomó bien. Para cuando salí del baño ya tenía el discurso preparado y empezó:
—Se me hace injusto que yo tenga que pagar toda esa cantidad. ¿Por qué no hacemos mitad y mitad?
Respiré profundo, no era momento para empezar una discusión.
—Vengo pagando todo lo de Bruno desde que lo internamos en la otra veterinaria, mi tarjeta no da más, no tengo más crédito y no quiero tocar el efectivo. Vos podés sacar en cuotas la parte que te toca y la vas pagando de a poco, no te va a matar hacer eso.
Me temblaba la voz de rabia. La cara que tenía para decirme una cosa así. ¡¿Qué culpa tenía yo de que ella se metiera en mil deudas que no venían al caso?! Para peor, después se frustraba y se la agarraba conmigo cuando realmente necesitábamos la plata.
Al final nos fuimos a dormir peleados. Faltaban pocos días para que yo me mudara al otro cuarto y empezáramos con la nueva modalidad de dormir separados «como los abuelos habían hecho en su momento».
La casa es enorme comparada con el cuartucho donde antes vivíamos, pero a veces, acá parece que la distancia no es suficiente.