La crisis del papel / Raúl Olvera Mijares

La industria editorial enfrenta uno de los retos más graves de su historia, cómo competir o bien complementarse con los nuevos medios electrónicos, de acceso público y casi siempre gratuito, gracias a la red. Una serie de editores, libreros, agentes literarios, críticos de libros y autores se dieron cita en el Congreso Internacional del Mundo del Libro, que tuvo lugar entre el 7 y 10 de septiembre de 2009 en la Ciudad de México, en ocasión de los 75 años de fundado el Fondo de Cultura Económica. Voces de editores extranjeros tan prominentes como Jorge Herralde (Anagrama), Jaume Vallcorba (El Acantilado), Manuel Borrás (Pre-Textos) o Daniel Divinsky (Ediciones de La Flor) se hicieron oír, además de otras de humanistas y pensadores sociales de la talla de un Fernando Savater o un Roger Bartra. Marco Marinucci, ex colaborador de Giunti Editore y responsable de las bases de datos de Google Book Search, y Bob Stein, profesor de la Universidad de Harvard y codirector del Institute for the Future of the Book, jugando casi el papel de advocatus diaboli, representaron la otra parte en discordia.

En resumen, Google pone a la disposición libros en tres formatos distintos: integral, cuando la obra es de dominio público; parcial, mediante el proceso de indexación, sólo se muestran ciertos pasajes relevantes en la búsqueda; de mera referencia, se indica la página del libro relevante y la biblioteca donde puede hallarse. La segunda modalidad, la de mostrar fragmentos, ha sido ya objeto de querellas por parte de autores y editores, ante los tribunales estadounidenses, sin un fallo a favor hasta el momento. Se esgrime el acceso público e irrestricto a la información. Google ha digitalizado e indexado una gran cantidad de libros no sólo de acervos de bibliotecas ilustres sino incluso hemerotecas y editoriales modernas. La búsqueda se realiza con palabras o frases claves y se obtiene los pasajes significativos de la obra.

Es obvio que muchas cosas quedan por definir respecto de los derechos de autor y la propiedad intelectual de los contenidos digitalizados. Es inminente que en breve todo el acervo bibliográfico de la humanidad sufra ese proceso. ¿Cuál es el futuro del libro impreso? Una respuesta definitiva es imposible ofrecerla. Se especula que puede pasar lo mismo que con el resto de la nueva tecnología de las comunicaciones: la televisión no desplazó a la radio ni ésta a la prensa escrita, sencillamente se dirigieron a otros nichos de mercado o nuevos usuarios. El libro electrónico, asequible a través de la red, no reemplazará de inmediato al libro tridimensional. Habrá un periodo de transición. Con cierto optimismo, Fernando Savater señala que así como las obras de los clásicos no conocieron en su día la forma del libro encuadernado, impreso con tipos móviles, que tan familiar resulta, así las obras de los grandes autores pueden resistir la trasformación de sus vehículos físicos. Lo importante es preservar la idea de autor, la cual también podría estar en jaque.

La Memoria del Congreso (Fondo de Cultura Económica, 2009) quedó bien editada, aunque no sin algunas erratas en la relación de Georgette M. Dorn, de la Universidad de Georgetown, y en la sección de materiales hispánicos de la Biblioteca del Congreso, donde surgen problemas con un Ferdinadi en latín que debió ser Ferdinandi, en referencia a Hernán Cortés, y algunas otras cosillas en la veloz redacción de Eduardo Rabasa, al frente de la editorial mexicana Sexto Piso, apadrinada por asesores españoles. Hay desde luego, en otras partes, uno que otro lapsus digiti o lapsus machinae que no vale la pena comentar. En general, los textos, que son las intervenciones de los expositores, quedaron impecablemente editados (bueno, ellos mismos estuvieron a cargo). Ése es precisamente el problema hoy día. Dada la cantidad de libros que salen, es imposible controlar la calidad, al menos, no con los altos raseros de otros días, aquellos legendarios del linotipo, los correctores de galeras y los revisores técnicos. Todo un equipo humano y muchas fuentes de trabajo se han perdido, al parecer, sin remedio.

No es posible continuar sacando libros acerca de todos los temas concebibles y, sobre todo, de contrastantes niveles, calidad y factura, por el solo hecho de atiborrar un mercado. Si los medios electrónicos vienen a restringir este desarrollo, que francamente ha tomado proporciones caóticas, no es en perjuicio ni del saber ni de la cultura. Se deberá formar una nueva conciencia de que los libros que vale la pena imprimir en papel requieren un cuidado semejante, por lo menos, al que conocieron en esa época áurea de la invención de los tipos móviles. El libro express, del cual es buen ejemplo la presente Memoria, con todo y el buen empastado, el índice general (faltaría uno analítico para localizar con facilidad los temas, y eso que el discurso giró en torno de la indexación) e incluso las presentaciones de las mesas, a cargo de Antonio Saborit, Adolfo Castañón, Christopher Domínguez Michael y Jesús Silva Herzog Márquez, entre otros. Una veintena de páginas más no habría vuelto escombroso el volumen. Seguramente muchos de esos presentadores llevaban ya escritos sus textos para la ocasión, sin mencionar que también se incluyeron trascripciones ligeramente editadas de las intervenciones en otras lenguas, en los contados casos en que los invitados extranjeros no llegaron con sus textos escritos en perfecto castellano, pues no pocos de ellos son hispanistas, por llamarlos de alguna manera, no necesariamente la que los filólogos entienden como tal.

Hubo participaciones muy líricas y espontáneas, como la de Eric Nepomuceno, traductor del español al portugués de Rulfo, Cortázar, García Márquez y Juan Gelman, quien francamente les pidió a los que ahora han heredado la grave responsabilidad de sacar adelante los destinos del fce que le cuidaran ese gran patrimonio no sólo de México sino de América Latina. «Cuenten con mi apoyo en lo que yo pueda contribuir», afirmó en seguida. ¡Qué frase, qué desparpajo, cuánta frescura! Eric Nepomuceno refirió que él nunca había estudiado letras ni tenía estudios formales de lenguas extranjeras. El oficio de escritor como el de traductor se aprenden haciendo. Es importante, sin embargo, que los mismos escritores traduzcan a los escritores. El oído, en el caso del traductor literario, es una cualidad que resulta imponderable, adquirida por mor de las muchas lecturas y las reiteradas tentativas de redacción.

La falacia de las escuelas de traductores y sus cerrados gremios queda expuesta pues son ellos quienes acaparan el mercado editorial. ¿Cómo es posible pensar que habiendo repasado unas cuantas nociones de lingüística general, historia de la literatura y gramática, alguien sin el hábito ni el amor por la lectura de obras de bellas letras pueda verterlas a una lengua, su enigmático idioma, un territorio igualmente o incluso más desconocido que
la lengua de la que traduce, puesto que se halla sin amansar, pues no se ha ensayado antes como escritor en ella? El oficio de traductor, como el del buen editor, esos editores cultos, a la antigua, que se cuentan con los dedos de una mano en cada lengua, resultan idóneos para aquellos que aspiraron a escribir sus propias obras y se quedaron a medio camino, sí, en efecto, para los escritores frustrados. La producción en masa de egresados de las universidades va de la mano con la producción en masa de materiales impresos. Ahí, en las máximas casas de estudio, hace falta también un discrimen, no es posible ofrecer carreras sobre cualquier disciplina u ocurrencia, pues no todo resulta digno de sanción académica.

Se quejan amargamente quienes hacen libros, los venden, los publicitan e, incluso los escriben para ganar dinero, porque los nuevos medios electrónicos les están robando el mercado. Sus quejas no parecen hacer mucha mella en los jueces. Las leyes del libre mercado actúan, hasta cierto punto, en su contra. A una situación semejante, sin embargo, no se ha llegado sin motivos. El deseo del lucro inmoderado, de la ganancia soliviantada esgrimiendo altos valores en defensa de la cultura, es patente. Con esta nueva producción masiva de libros se han extinguido casi por completo las obras de calidad y, lo mismo que alegan los detractores de la red, se ha creado un maremágnum de información, la cual se halla a la disposición de todos, pero nadie sabe para qué sirve. De ahí la importancia de los maestros, los guías de opinión, los comentadores autorizados, las acertadas sanciones de los académicos. Los nuevos medios electrónicos han venido a ser solamente la gota que derrama el vaso; no que los libros desaparezcan o que se extinga el periodismo, entendido como el recuento de lo realmente acontecido en un pasado inmediato, pero sí que se ponga coto al desperdicio de celulosa y la sinrazón de que acaben cada año en trituradoras millones de ejemplares, puesto que en tres meses no se movieron de las mesas de novedades.

La crisis, en todos los órdenes, a la que nos enfrentamos hoy no tiene precedentes. Quizá Borges fue el único que viera venir este fenómeno con toda claridad cuando pensaba que todo lo escrito, lo dicho, lo pronunciado, lo fijado por medio de la tipografía iba a volver al polvo de donde había salido, esa nada, generadora y paradójica. Nos hallamos ante un momento de coyuntura, nadie sabe si para bien o para mal. Esperemos que la cultura y el saber salgan bien librados a través de los libros tradicionales u otros vehículos diversos; eso es lo de menos, aumentar la calidad de los contenidos es todo lo que cuenta.

 

 

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