Julio Eutiquio / Sarabia

Igual que el homicida oculto tras la puerta
reaparece
con el hierro brumoso de su crimen
y, ya en la mesa, apura
en silencio la sopa que le ofrecen,
apagados –como están– el horno y el televisor,
no pronuncié yo entre quienes ansiaban
los detalles de la trama.
Callé en ese momento
y reparé en mis fallas y en mi tino.

 

A la sombra de los cipreses
que descuellan en el parque,
nos sentamos a traducir a lenguas muertas
el canto de las aves.
Por pereza –les dije– desconocen cuanto enarbola
mi nombre y cuanto calla,
cuantas imágenes ingresan lastradas por la tierra
y cuantas confunde el viento con orquídeas
al rozarlas, de paso, en el poema.

Estemos atentos a la pureza del oxígeno
que inunda los pulmones,
los metros cúbicos invertidos al sentarnos
y al avanzar en busca de las uvas
para suplir el gusto por el vino.
Si observan con cuidado los ingredientes en la mesa
–las provisiones dosificadas por el hambre–,
advertirán el óxido en la manzana
y los residuos de pulpa en el cuchillo.

Ningún testimonio recuerdo de sus bocas,
las más veloces en la afrenta y la calumnia;
las menos prudentes en el dislate o el titubeo.
Tampoco pregunté por la causa de esos lapsus
ni esperé salmodia alguna desde el cielo.

Nosotros –les dije– fuimos los tránsfugas por malolientes callejones.
Nosotros, los perdedores, nos levantamos también
de la ceniza.

 

 

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