Autobiografía póstuma [fragmento] / Luis Zapata

Nunca me han gustado los homenajes. O al menos eso es lo que hipócritamente declaré en algún momento, porque ¿quién que sea no tiene vanidad? Y ¿quién que no sea también? Todos los artistas la tenemos en mayor o menor grado, por más que a veces nos hagamos los humilditos, los muy modestitos: ¿no es el narcisismo, según dicen los psicólogos, el motor de toda creación? No nos hagamos de la boca chiquita, pues, que no nos queda.
Por mi parte, sí, agradezco este homenaje, aunque sea en estas circunstancias: bien lo merezco.

Veo algunas caras conocidas entre la gente que empieza a llegar, aunque la mayoría parece pertenecer a otras generaciones; unos vienen vestidos de luto, otros no tanto, y otros más bien como para una fiesta: esas señoras de vestidos floreados que tanto abundan por acá. Son pocos los que asisten puntuales: se me olvidaba ese defecto de mis coterráneos, su informalidad. Para muestra, baste este botón: cuando uno de los más conocidos escritores del estado recibió una invitación para participar en un congreso de literatura (ya se sabe que no sólo en San Mateo del Río somos afectos a institucionalizar el arte; en todo el país está de moda, a tal punto que ya no se sabe si uno es escritor o político o simplemente un funcionarillo menor de la burocracia literaria: congresos, festivales, mesas redondas, presentaciones de libros, homenajes —ejem— y lo que se guste agregar), aceptó gustoso y quedó de estar en la ciudad de Allendia, donde se celebraría el congreso, la siguiente semana (otra característica: siempre se hacen las cosas con precipitación y de manera desorganizada). Llegó la fecha, y no se presentó. Cuando, tiempo después, el que lo había invitado se lo encontró y le dijo: «Ya no fuiste al congreso de escritores», el escritor de marras sólo atinó a contestar: «No, pues». Ninguna disculpa, ninguna excusa; sólo un lacónico «No, pues» zanjó la cuestión.
Los conocidos se saludan, e incluso fijan citas para encuentros posteriores, arreglan pendientes, comentan sucesos recientes: «A ver cuándo pasas a la Dirección: ahí te tengo guardado tu diploma del taller de poesía al que fuiste» (se me olvidaba otro rasgo de la cultura sanmateana: la afición por los diplomas, que dan a la menor provocación: por haber participado en algún concurso, por haber declamado en alguna festividad, por haber…; casi casi se otorgan hasta por haber nacido: el diploma como premio, a falta de otra cosa: no dudo de que vayan a dar también a los que han colaborado en la realización de este homenaje).

La ceremonia da inicio con la participación del poeta Ignacio María Alegre, que ha cosechado algunos laureles (al menos eso es lo que dice el presentador) en los fértiles campos de la literatura, aunque no tantos como yo (y esto lo añado yo, que me he despojado de la falsa modestia como la mariposa que desecha su ya inservible capullo, para seguir con las metáforas bucólicas).
El poeta toma la palabra, y, con las cuartillas temblorosas en la mano que le deja libre el micrófono y con voz titubeante por el nerviosismo (¿o por la emoción del momento?), dice:
—La precipitación de los acontecimientos me impidió escribir un poema más elaborado, con rimas consonantes, como me habría gustado y como sin duda merecería nuestro admirado Zenobio Zamudio. Es posible que también me haya pasado inadvertido uno que otro ripio, así como alguna cacofonía menor, por lo que les suplico sean benévolos.
Aquí, como en la famosa escena de los «Comicios» flaubertianos, al menos dos discursos se sobreponen entre sí (quizás está mal que yo lo diga, pero no es un mérito que pretenda adjudicarme: en ésta, al igual que en muchas ocasiones, la realidad imita al arte, ya se sabe): el del poeta Ignacio María Alegre, que lee ante el micrófono las «Coplas a la muerte de Zenobio Zamudio», y el de dos —¿qué diré?, ¿ignaros?, ¿imbéciles?, ¿igualados?, para no hacer uso más que de la i— individuos incapaces de aceptar la alabanza a la grandeza ajena, que hablan en voz baja:

—Canta, oh musa, nuestra cólera,
 Nuestra tristeza infinita;
 Compón, si puedes, una ópera,
 Pues ha muerto un gran artista.

 Famoso allende y aquende,
 Aquí, allá y acullá,
 Al gran estado de Allende
 Le dio universalidad.
—Dicen que nuestra gloria local era puto.
—Sí, pues. Aunque nunca se le comprobó nada. (Pinches pendejos culeros, / Zafios, ruines pelagatos. / Con razón odio a mi pueblo: / Ya se me estaba olvidando —y perdóneseme también la simple asonancia, debida igualmente a la precipitación de los acontecimientos).

—No fueron sus pies ligeros,
 Como los de Aquiles, aunque
 La rapidez de sus dedos
 Supo consagrar al arte.

 Con su preclaro talento,
 Nos dio El salto de la muerte,
 Nos dio ¿Soy o me parezco?,
 Nos dio libros más de siete.

—Pero nomás había que verlo. O leer sus libros: son denigrantes: ¿qué van a pensar de nuestro estado? (Dicen bien que por sus obras / Conoceréis a los hombres. / La posteridad, carroñas, / Ignorará vuestros nombres).

—Canto a Zenobio Zamudio
 Y a su prosa memorable:
 ¿Lo harán objeto de estudio
 En las universidades?

 No perderás tu fulgor,
 Pero nos dejas muy solos.
 Zenobio Zamudio, ¡adiós!
 ¡O, mejor dicho, hasta pronto!

—¿Tú los has leído?
—No, yo no. Pero eso dicen. (Ya con ésta me despido. / Sólo deseo que los parta, / En un rato de descuido, / Un buen rayo de cagada).

Viene luego la parte musical del programa, en la que un trío canta canciones del estado: «Te quiero, sanmateana», «Mejillitas de arrebol», «Caleidoscopio suriano». ¿La disfruto? No, para nada: si me encontrara ya en mi tumba, estaría revolcándome en ella, como dicen que hacen los muertos cuyos designios se ven contrariados. Pero como aún estoy en una de las salas del mea, sólo me queda decir que, ¡puta madre!, cómo me repatean las canciones de los tríos, las vocecitas chocantes y pseudoarmoniosas de sus integrantes, y, si mucho me apuran, también detesto los mariachis, sus canciones y sus voces, sí, yo no he de ser mexicano, ni mucho menos sanmateano, qué asco, me dan ganas de vomitar, aunque no tenga nada en el estómago, más bien he de ser saturnino, o de algún otro planeta, uraniano, me cagan la madre todas esas cursilerías, la barca en que me iré lleva una cruz de olvido, para hacerte tres regalos: son el cielo, la luna y el sol, ya agarraste por tu cuenta las parrandas, ¿cuándo me traes a mi negra, que la quiero ver aquí?, ¡Por Dios, qué borracho vengo!, a quién se le ocurrirán tantas pendejadas, a mí qué chingados me importa, y justo música de tríos habían de estar tocando, cómo no tuvieron el buen tino de preguntar mis gustos a algunos de los que me conocieron, pinches burocratitas de mierda, han de creer que las pinches cancioncitas que escuchan en sus pinches borracheritas les gustan a todos, no sólo eso, las han de considerar la música más adecuada para la ocasión, habráse visto, pinche pueblo de mierda, pinche país de mierda.
¡Y ese sonsonetito de la música regional! ¡Qué odioso me parecía antes, y qué odioso me sigue pareciendo ahora! Afortunadamente, es la última vez que lo oigo. Sí, doy fe: el purgatorio existe.
Los brasileños, entre otros pueblos, parecen sentirse muy orgullosos de su país y de su música: «Meu Brasil brasileiro», cantan, «Cidades maravilhosas, cheias de encantos mil», dicen, no sólo de Río de Janeiro. No les falta razón. Nosotros, en cambio, ¿cómo podemos enorgullecernos de tanto tamborazo, de tanto trompetazo, de tanto violín chirriante, de tanto grito pelón? Ahora puedo decirlo, pues en vida me habría causado la animadversión de todos. Bueno, y es posible que en muerte también me la cause, pero ¿ya qué me puede importar? No faltará, claro, el nacionalista que encuentre chiste y hasta señas de identidad, dijera el buen Goytisolo, en ese primitivismo o en la pretensión que quisiera ser poesía de las mal llamadas canciones románticas (¡pues ni que las hubieran escrito Hölderlin o Jean Paul!). ¡Qué tortura para los oídos! Se diría que esa música encuentra una correspondencia en la cocina mexicana, también mal llamada gastronomía: ese gusto por lo irritante, tanto en el sabor como en el sonido… ¡Cómo pueden compararse las voces de Elis Regina y João Gilberto con los gritos destemplados de nuestros cantantes de cantina, a quienes mejor habría que llamar cantinantes!

 

 

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