Joyas del mar / María Negroni

(Rosario, Argentina, 1951). Uno de sus libros más recientes es Oratorio (Vaso Roto, 2021).

También llamados aqua vivaria, los acuarios hicieron furor durante el siglo xix. Los había domésticos y públicos. Los primeros, destinados al entretenimiento familiar, venían acompañados de un instructivo completo para acomodar y mantener esas «joyas del mar». Una vez construidos, se coreografiaban y constituían, con su despliegue de anémonas y corales, verdaderos océanos de salón. A veces, esos despliegues encarnaban fantásticas arquitecturas líquidas, repletas de grutas, rocas alpinas, palacios musgosos y hasta barcos hundidos. El pasatiempo entró en las casas victorianas, junto con el microscopio y los invernaderos, y muy pronto se transformó en uno de los primeros coleccionables masivos. La moda se complementó, tiempo después, con la pteridomanía —la pasión por el helecho—, que impuso el motivo de la «idea verde» para decorar todo, desde los regalos de boda hasta los mausoleos. A esos jardines mágicos, Shirley Hibberd los llamó «perlas de un rosario en homenaje al espíritu de la belleza» (Rustic Adornments for Homes of Taste, Groombridge and Sons, Londres, 1856) al tiempo que John Ruskin, el célebre crítico de los pintores prerrafaelitas, destacaba su afinidad con la atmósfera del revival gótico.

Éxito similar tuvieron los acuarios públicos. Londres fue la primera ciudad en emplazar uno en el zoológico de Regent’s Park a principios de 1853 y lo dotó de sesenta tanques gigantescos que se iluminaban de noche, con miles de peces y animales marinos, muchos de gran rareza. A éste le siguieron otros, todos ellos dedicados, en forma exclusiva, a la «ciencia piscatoria»: el de Nueva York, inaugurado en 1896 en Battery Park; el de la Exposición Internacional de París de 1900 y el de Brighton.

A esta lista le falta, por supuesto, el que instala en su residencia de Montmorency el genial Martial Canterel. En ese enorme acuario oxigenado de dos metros de alto por tres de ancho, danza una bailarina llamada Faustine, rodeada de un puñado de personajes excéntricos. Canterel explica que, en realidad, los intérpretes de esos tableaux vivants son difuntos, a quienes él ha inyectado la droga «resurrectine». En cuanto al acuario mismo —ese diamante facetado o jaula de vidrio «que más parecía una monstruosa joya»—, figura en la novela Locus Solus de Raymond Roussel, y es el laboratorio cibernético más glacial y alucinante que haya ideado jamás la literatura.

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