Mi abuela decía que amar era sufrir. Tuvo nueve hijos. Ocho le fueron extirpados uno a uno, o a veces en bloque, cuando llegaban a la edad escolar. Si querían estudiar debían emigrar a un país lejano llamado México. Y, a decir verdad, nadie quería. Ningún niño desea abandonar la tierra donde está enterrado su ombligo, sólo para poder ser «alguien en la vida». El que quiso fue mi abuelo, pues lo tenía muy claro: sus hijos tenían que irse a estudiar —todos, sin pretexto—, contra la voluntad de mi abuela, que se aferraba a ellos hasta que, literalmente, los arrancaban de sus brazos. Mi abuelo nunca lloró. Rara vez sonreía. Murió de un infarto.
Una de sus hijas, mi tía Edith, falleció a los dos años. Yo creo que es con la que menos sufrió mi abuela, pues experimentó la muerte de cada uno de los otros en más de una ocasión, cada vez que desaparecían de su vista, allá por Poj´am. Todos mis tíos acabaron estudiando: Ciencias Naturales, Idioma Inglés, Sagradas Escrituras, Español, Pedagogía, Administración, Educación. Al final el deseo de mi abuelo se cumplió, pues ninguno pasa hambre ahora. Pero todos tienen un hoyo en el estómago. Mi mamá me habla con frecuencia del suyo. Yo la entiendo porque también siento el mío cuando crece. En esas noches escribo, esos días lloro.
No sé si mi abuelita sigue viva. Los médicos dicen que sí. Pero ya no nos reconoce, no interactúa, no duerme, sus movimientos son involuntarios y repite sin cesar: «Kaa ets naydum x´maso´okta» (no me dejen sola).
* Literalmente: «mal de estómago». Es la expresión mixe para un «mal emocional».