(Greifswald, antigua República Democrática Alemana, 1980). Este fragmento es parte del prólogo de su libro más reciente publicado en español, «Inventario de algunas cosas perdidas» (Acantilado, 2021).
Una memoria que lo conservara todo, en el fondo, no conservaría nada. Esa mujer californiana que, sin utilizar ningún recurso mnemotécnico, puede recordar todos y cada uno de sus días a partir del 5 de febrero de 1980 está prisionera en una cámara de eco donde los recuerdos giran a su alrededor sin cesar; es la reencarnación de aquel general ateniense, Temístocles, que era capaz de llamar por su nombre a cada uno de los ciudadanos de su ciudad natal y mandó ejecutar al mnemotécnico Simónides porque ansiaba aprender el arte del olvido, no el de la memoria: «Recuerdo incluso lo que no quiero recordar, y no puedo olvidar lo que quiero olvidar». Por desgracia, el arte del olvido es una utopía inalcanzable, porque todos los signos, incluso aquellos que nos remiten a lo ausente, suponen una forma de presencia. Las enciclopedias aseguran conocer los nombres de prácticamente la totalidad de los condenados a la damnatio memoriae durante el Imperio romano.
Olvidar todo es malo, de eso no cabe duda; pero es aun peor no olvidar nada, porque todo saber nace del olvido. Si almacenáramos todo indiscriminadamente, como ocurre en esos servidores donde se malgasta tanta energía eléctrica, la información perdería su sentido y se convertiría en una recopilación desordenada de datos inservibles.
La creación de cualquier archivo responde a la voluntad de conservarlo todo, como pretendía el arca de Noé. Ahora bien, una idea sin duda fascinante como, por ejemplo, transformar el continente de la Antártida o incluso la Luna en un museo de la Tierra, centralizado y democrático, que custodie todas las creaciones culturales, con un criterio imparcial, revela una mentalidad totalitaria y constituye un proyecto condenado de antemano al fracaso, como si alguien se propusiera reconstruir el Paraíso, cuya atractiva imagen, arquetípica y nostálgica, se ha mantenido viva en el imaginario de todas las culturas de la humanidad.
En el fondo, cualquier objeto está llamado a convertirse en basura, cualquier edificio encierra en sí mismo el germen de una ruina y cualquier creación comporta destrucción. Lo mismo ocurre con todas aquellas disciplinas e instituciones que se jactan de preservar la herencia de la humanidad. Incluso la arqueología, por rigurosa y concienzuda que sea su labor, es consciente de que remover los sedimentos de épocas pasadas acarrea desastrosas consecuencias. Los archivos, museos y bibliotecas, los parques zoológicos y los espacios naturales protegidos no son más que cementerios mejor o peor administrados, donde se almacenan materiales que, en no pocas ocasiones, se han arrancado al ciclo vital del presente para dejarlos a un lado, acaso para olvidarlos, como los personajes y los hechos heroicos cuyos monumentos pueblan el paisaje urbano.
Probablemente haya que considerar una suerte que la humanidad no guarde memoria de las geniales ideas, de las conmovedoras obras de arte y de las revolucionarias conquistas que ha ido dejando atrás, bien sea porque se han destruido de manera deliberada o simplemente porque se han perdido en el curso del tiempo. Se podría decir que a nadie le pesa aquello que ignora. Con todo, no deja de ser sorprendente que un buen número de pensadores europeos de la Edad Moderna consideraran razonable e incluso saludable que las culturas decayeran periódicamente, como si la memoria cultural fuera un organismo más, cuyas funciones vitales dependen de que se desarrolle un proceso metabólico en el que cualquier asimilación de nutrientes comporta una digestión y una excreción.
Esta visión del mundo, tan limitada como despótica, explica la ocupación y explotación sin escrúpulos de territorios extranjeros, el sometimiento, esclavización y exterminio de pueblos no europeos, y la desaparición de su cultura, despreciada, como parte de un proceso natural, justificando los crímenes cometidos sobre la base de una teoría de la evolución mal entendida, según la cual sólo el más fuerte sobrevive.
Es obvio que sólo podemos lamentar lo que ha desaparecido, lo que se ha perdido, aquello de lo que sólo quedan reliquias, vagas noticias, apenas un rumor, una huella a punto de borrarse, un eco amortiguado. ¡Cuánto me gustaría saber lo que significan las figuras de Nazca en la pampa peruana, cómo acaba el fragmento 31 de Safo y qué amenaza suponía Hipatia para que no sólo hicieran pedazos su obra sino también su cadáver!
A veces parece como si los mismos restos glosaran su propio destino. Así sucede con el único fragmento que hemos conservado de la ópera de Monteverdi L’Arianna, el Lamento, en el que la heroína que da título a la obra expresa su desesperación cantando: «Dejadme morir, dejadme morir, ¿qué queréis que me conforte ante tan duro destino, ante tan gran martirio? Dejadme morir». El cuadro de Lucian Freud robado de un museo de Róterdam, del que sólo queda una reproducción, después de que la madre de uno de los ladrones lo quemara en la estufa de un baño de Rumanía, muestra a una mujer con los ojos cerrados, no se sabe muy bien si porque está durmiendo o porque está muerta. Y de la obra del poeta trágico Agatón sólo han llegado hasta nosotros dos agudos comentarios, gracias a que Aristóteles los cita: «El arte ama el azar y el azar ama el arte» y «Ni siquiera los dioses pueden cambiar el pasado».
Lo que se ha negado a los dioses parecen codiciarlo los tiranos de todas las épocas: no les basta con utilizar su creatividad para destruir el presente. Quien quiere controlar el futuro debe desmontar el pasado. Quien se nombra a sí mismo patriarca de una nueva dinastía, fuente de toda verdad, debe borrar el recuerdo de sus predecesores y prohibir todo pensamiento crítico. Es lo que hizo Qin Shi Huang, quien se concedió a sí mismo el título de «Augusto emperador fundador de los Qin», cuando en el año 213 antes de Cristo ordenó una de las primeras quemas de libros de las que tenemos noticia y acabó con sus opositores ejecutándolos o condenándolos a trabajos forzados en la red de calzadas imperiales, en la Gran Muralla china o en el gigantesco mausoleo en el que incluyó, como megalómana comparsa, un ejército de soldados de terracota de tamaño natural con sus carros de guerra, caballos y armas, cuyas reproducciones circulan hoy por todo el mundo, símbolos de una profanación sin igual, consolidando y socavando a un tiempo la memoria de quien los encargó.
En no pocas ocasiones, los discutibles planes para hacer tabula rasa del pasado nacen del razonable deseo de comenzar de cero. Parece que, a mediados del siglo XVII, el Parlamento inglés se planteó seriamente si había que quemar los archivos de la Torre de Londres para «que se borrara toda memoria de las cosas pretéritas y que todo el régimen de la vida recomenzara», como refiere Jorge Luis Borges recogiendo una cita de Samuel Johnson que no he conseguido localizar.
Como sabemos, la propia Tierra no es más que un montón de escombros de un porvenir ya pasado, y la humanidad, el abigarrado mosaico de herederos de un pasado que deben asumir y transformar continuamente, repudiándolo y destruyéndolo, ignorándolo y relegándolo, ya que, pese a la creencia popular, no es en el futuro sino en el pasado donde se abre un espacio distinto, lleno de posibilidades. Precisamente por ello, los primeros actos oficiales de cualquier nuevo régimen tienen como objetivo reinterpretar el pasado. Quien, como yo, ha sido testigo de una quiebra en la historia, del furor iconoclasta de los vencedores, del desmantelamiento de los monumentos, reconoce sin dificultad en cualquier visión del futuro un pasado que aún está por venir, en el que, por ejemplo, las ruinas del Palacio Real de Berlín, ahora en reconstrucción, deberán ceder su puesto a una réplica del Palacio de la República.
En el Salón de París de 1796, en el quinto año de la República, Hubert Robert, introductor del género de la pintura de ruinas en Francia, que había pintado tanto la toma de la Bastilla como la demolición del castillo de Meudon o la profanación de las tumbas reales en la basílica de Saint-Denis, expuso dos cuadros en el Palacio del Louvre. Uno reflejaba su propuesta para transformar el Palacio Real en la Gran Galería del Louvre —una sala llena de pinturas y esculturas, bien iluminada gracias a sus techos de cristal y llena de visitantes—; el otro cuadro mostraba el mismo espacio en ruinas, tal y como sería algún día. En la primera visión del futuro se aprecia la luz cenital que penetra a través del lucernario, en la segunda se ve directamente un cielo nublado: la cúpula se ha venido abajo, las paredes están desnudas, despojadas de todo adorno, las esculturas yacen en el suelo hechas pedazos. La única pieza que se alza intacta entre los escombros, aunque cubierta de hollín, es el Apolo de Belvedere, un trofeo procedente de las campañas napoleónicas. Los amantes de las catástrofes vagan por el paraje en ruinas, desentierran algunos torsos de estatuas que han quedado sepultados, se calientan en una hoguera. En las grietas de la bóveda se aprecian brotes verdes. La ruina es un lugar utópico en el que pasado y futuro convergen. El arquitecto Albert Speer fue aun más lejos desarrollando una teoría en la que especulaba sobre el «valor de la ruina». Décadas después del final del nacionalsocialismo afirmó que sus proyectos para el Reich de los mil años, que no hay que entender únicamente en un sentido metafórico, no sólo preveían el uso de materiales particularmente duraderos, sino que consideraban incluso el aspecto que ofrecerían las futuras ruinas de cada edificio para que, a pesar de su decadencia, pudieran competir con la grandeza de los restos romanos. Auschwitz, en cambio, se ha definido, no sin razón, como devastación sin ruinas. Era una arquitectura completamente deshumanizada, una maquinaria industrial concebida para el exterminio, en la que todas las piezas, hasta la más pequeña, estaban perfectamente sincronizadas y trabajaban, sin producir residuos, en la aniquilación de millones de personas, un crimen que dejó tras de sí el mayor vacío de la Europa del siglo XX, un trauma que se aloja en la memoria de los supervivientes y de sus descendientes, tanto en el lado de las víctimas como en el de los verdugos, como un cuerpo extraño difícil de absorber, que tardará aún mucho tiempo en ser eliminado por completo. La barbarie del genocidio exige que nos planteemos de modo urgente en qué medida experimentamos tal pérdida, pues las nuevas generaciones constatan con impotencia, pero también con una lógica implacable, que lo sucedido se sustrae a cualquier representación.
«¿Qué se conserva en las fuentes históricas? No es ni el destino de las violetas pisoteadas durante la conquista de Lieja, ni el sufrimiento de las vacas en el incendio de Lovaina, ni las formaciones de nubes delante de Belgrado», escribe Theodor Lessing en su libro Geschichte als Sinngebung des Sinnlosen [La historia como el sentido de la sinrazón], redactado durante la Primera Guerra Mundial, en el que desenmascara esa concepción de la historia que habla de un progreso cimentado en la razón, tratando de dar forma a posteriori a aquello que no la tiene, mediante un relato con un principio y un final, con ascensos y declives, con épocas de esplendor y decadencia, que obedece fundamentalmente a las reglas de la narrativa.
Que la fe ilustrada en el progreso mantenga su influencia prácticamente intacta —a pesar de que las leyes de la evolución han demostrado que lo que existe, al menos por un tiempo, se debe más bien a una conjunción, tan compleja como perturbadora, de casualidad y adaptación a las circunstancias— se debe posiblemente a la sencillez y al atractivo que posee una historia lineal, una idea sugestiva y muy arraigada, en consonancia con el curso de la escritura, también lineal, propio de las culturas occidentales, a la vista de lo cual es sumamente fácil llegar a la conclusión natural, pero errónea, de que todo lo que existe es fruto de una voluntad y posee una lógica, aunque apelar a una instancia divina carezca ya de sentido. En este drama, simple pero poderoso, que postula un progreso continuo, la única función del pasado consiste en someterse al futuro, presentando la historia —ya sea la de nuestra propia vida, la de una nación o la del género humano— como algo necesario, en absoluto casual. Sin embargo, como sabe cualquier archivera, la cronología, el uso de números correlativos para marcar una serie de hitos, representa, como método, un sistema de organización convencional e insuficiente, ya que se limita a simular un orden.
Ahora, en cierto modo, el mundo se ha convertido en un inmenso archivo de sí mismo; la materia, viva o inerte, de la Tierra puede verse como un documento que ofrece un registro gigantesco, casi infinito, en el que se recopilan todos los esfuerzos realizados para sacar una enseñanza, para extraer conclusiones a partir de la experiencia del pasado, y la taxonomía no es más que un proyecto para dar con las palabras clave que pongan orden en el confuso archivo de la biodiversidad, dotando de una estructura aparentemente objetiva al formidable caos que ha traído consigo la evolución. En el fondo, en este archivo no se pierde nada, porque su cantidad de energía es constante, todo parece dejar huella en alguna parte. Si fuese cierta la desconcertante afirmación de Sigmund Freud, que tanto recuerda a la ley de la conservación de la energía, de que, en realidad, ningún sueño, ningún pensamiento se olvida jamás, no sólo podríamos desenterrar del sustrato de la memoria humana las experiencias del pasado —un trauma heredado, dos versos de un poema sin relación entre sí, la pesadilla espectral de una noche de tormenta en los primeros años de la infancia, una imagen pornográfica espantosa—, como hacen los arqueólogos cuando excavan en busca de huesos, fósiles o fragmentos de cerámica, sino que tal vez podríamos aventurarnos a bajar a los infiernos para recuperar la obra de las infinitas generaciones que nos han precedido, aprovechando el rastro que han dejado para sacar a luz la verdad, incluso aquella que se ha reprimido o se ha borrado, la que se esconde tras un acto fallido o la que acabó relegada al olvido, todo aquello que yace oculto, pero que no es posible negar, porque, de una u otra manera, siempre ha estado presente.
Sin embargo, el consuelo que nos puedan procurar las leyes de la física va a ser más bien limitado, ya que el principio de conservación de la energía, en el que la transformación triunfa sobre la finitud, no aclara que, en la mayoría de los procesos, el cambio es irreversible. ¿De qué le sirve a uno el calor de una obra de arte que se quema? Entre sus cenizas no vamos a encontrar nada digno de admiración. Las bolas de billar fabricadas con el material con el que estaban hechas las antiguas películas de cine mudo, después de extraer la plata que contenían, ruedan impasibles sobre la mesa tapizada con fieltro verde. La carne de la última vaca marina de Steller fue digerida en poco tiempo. Hay que asumir que la decadencia de todos los seres vivientes y de todas las cosas creadas es la condición de su existencia. Según las leyes de la naturaleza es sólo cuestión de tiempo que todo desaparezca, se desintegre y se corrompa, se desmorone y se arruine. Así ha ocurrido con algunas de las reliquias más singulares de nuestro pasado, en cuyo origen se traslucen circunstancias catastróficas: los únicos documentos escritos en lineal b, la escritura silábica que utilizaba el griego arcaico, cuyos signos, semejantes a pictogramas, tardaron tanto tiempo en descifrarse, sólo se han conservado porque el calor generado por el enorme incendio que destruyó el Palacio de Cnosos alrededor del año 1380 antes de Cristo endureció miles de tablillas de arcilla en las que se habían consignado los ingresos y los gastos de la corte, permitiendo así que perduraran en el tiempo; los vaciados en escayola de las personas y animales enterrados vivos en Pompeya tras la erupción del Vesubio surgen del hueco que dejan los cadáveres en la piedra endurecida tras el correspondiente proceso de descomposición; las sombras fantasmales que quedaron impresas en las paredes de las casas y sobre el pavimento de las calles de Hiroshima son las de las personas que se volatilizaron con la explosión de la bomba atómica.
La conciencia de nuestra naturaleza mortal resulta perturbadora y, por ello, hay que comprender ese vano deseo que nos impulsa a rebelarnos ante la fugacidad de la vida procurando dejar huella para la posteridad, confiando en que nuestro recuerdo se perpetúe en las generaciones venideras, a las que ni siquiera conocemos, como proclaman incansablemente los epitafios que mandamos cincelar en las lápidas de granito de nuestras tumbas, y que en muchos casos son una auténtica declaración de intenciones.
Incluso los mensajes de las dos cápsulas del tiempo que continúan vagando por el espacio interestelar a bordo de las sondas espaciales Voyager I y Voyager II son un testimonio del conmovedor deseo de llamar la atención sobre la existencia de una especie dotada de razón. Dos discos idénticos de cobre cubiertos de oro contienen imágenes y dibujos, música y sonidos, así como registros de audio con saludos en cincuenta y cinco idiomas distintos, cuya osada torpeza —«Hello from the children of the planet Earth»— dice mucho sobre la humanidad. No deja de tener su encanto imaginar que, algún día, lo único que quedará de nosotros será el Aria de la Reina de la Noche de Mozart, Melancholy Blues de Louis Armstrong y el estrépito de unas gaitas azerbaiyanas; eso confiando en que los extraterrestres que lo encuentren consigan descifrar las instrucciones grabadas sobre el disco, en forma de jeroglífico, para la reproducción del contenido fonográfico que almacena en formato analógico, y que además las pongan en práctica. La probabilidad de que esto ocurra, como admiten quienes lanzaron al espacio cósmico este mensaje en una botella, es tan escasa que la empresa puede considerarse una muestra del pensamiento mágico que pervive aún en la ciencia, un ritual cuyo propósito es la autoafirmación de una especie que no está dispuesta a aceptar su absoluta insignificancia. Pero ¿qué es un archivo sin destinatario, una cápsula del tiempo sin alguien que la encuentre, una herencia sin herederos? La experiencia nos enseña que la basura que dejaron nuestros antepasados es una de las principales fuentes de información para los arqueólogos. Un estrato geológico formado por chatarra electrónica, plásticos y residuos atómicos sobrevivirá, sin nuestra intervención, al paso del tiempo, ofreciendo un testimonio fidedigno de nuestras costumbres, contaminando la Tierra mucho después de que hayamos desaparecido.
Es posible que, para entonces, nuestros descendientes hayan partido hace tiempo en busca de esa segunda Tierra que anhelamos desde que el hombre guarda memoria de sí para volver atrás en el tiempo, rectificar los errores cometidos y, si es necesario, reconstruir con un titánico esfuerzo lo que hemos ido destruyendo sin darnos cuenta. Puede que entonces la herencia cultural de la humanidad se encuentre almacenada en forma de ADN artificial en los genes de una cepa de bacterias especialmente resistentes.
Hasta nosotros ha llegado un rollo de papiro de mediados de la primera dinastía egipcia, alrededor del 2900 antes de Cristo, que debido a su precario estado de conservación no se ha abierto aún, por lo que no podemos conocer el mensaje que contiene. A veces es así como me imagino el futuro: las generaciones venideras se encuentran ante las memorias de datos que usamos hoy en día sin saber qué hacer con ellas, curiosas cajas de aluminio cuyo contenido se ha convertido en un código indescifrable por el vertiginoso cambio de plataformas y lenguajes de programación, de formatos de almacenamiento y de aparatos de reproducción, objetos que ni siquiera tienen el aura que envuelve los nudos de los quipus de los incas, esas cuerdas de lana y de algodón tan famosas como enigmáticas, o los misteriosos obeliscos del antiguo Egipto, de los que no sabemos con certeza si son monumentos fúnebres o conmemoran algún triunfo.
Aunque nada dure eternamente, hay cosas que se conservan más tiempo que otras: las iglesias y los templos aventajan a los palacios; la cultura escrita sobrevive a aquella que no se ha fijado mediante sistemas de signos complejos. La escritura, que el erudito persa Al-Biruni definió en su momento como un ser que se reproduce en el espacio y en el tiempo, fue desde el principio un sistema para transmitir información a la par de la herencia con independencia del parentesco.
Quien sabe escribir y leer puede elegir a sus antepasados, contraponiendo a la tradicional transmisión biológica una segunda línea hereditaria de naturaleza espiritual.
Si, como se oye de vez en cuando, el género humano es un instrumento divino cuya función consiste en custodiar el mundo y preservar la conciencia del universo, entonces los millones y millones de libros escritos e impresos —salvando, por supuesto, aquellos que son obra del mismo Dios o de sus innumerables emanaciones— han de ser considerados como vanas tentativas de cumplir con este deber, encerrando en un objeto finito la totalidad de la creación infinita.
Tal vez sea mi falta de imaginación la que me hace pensar que el libro es el medio idóneo para comunicar nuestro pensamiento, aunque el papel que empleamos desde hace siglos no dure tanto como el papiro, el pergamino, la piedra, la cerámica o el cuarzo, y ni siquiera el corpus de los textos bíblicos, la obra con más ediciones y traducciones de la historia, haya llegado a nosotros completo. Un libro multiplica las posibilidades de transmitir una idea durante varias generaciones, es una cápsula del tiempo que conserva la memoria de los años que han transcurrido desde su redacción y su impresión, de modo que, con cada nueva edición, se abre un espacio utópico, semejante a un campo de ruinas, en el que los muertos toman la palabra, el pasado revive, la escritura se hace verdad y el tiempo se detiene. Puede que el libro no esté a la altura de los nuevos dispositivos digitales, que se postulan como sus herederos, soportes que parecen carecer de dimensión física y, sin embargo, ponen a disposición del usuario una extraordinaria cantidad de información, medios conservadores, en el sentido más original y propio de la palabra, un sistema integral que combina perfectamente texto, imagen y diseño, que promete alumbrar un nuevo orden en el mundo y, a veces, incluso reemplazarlo. Las religiones tienden a desdoblar a la persona en dos partes, una mortal, el cuerpo, y otra inmortal, el alma. No es más que otra estrategia, una de las más reconfortantes, para sobreponerse al dolor que causa la muerte. Yo, en cambio, creo que forma y contenido son inseparables y, por tal motivo, no sólo escribo libros, sino que también los diseño.
Como cualquier otro libro, el que presento ahora también está movido por el deseo de conseguir que algo perviva, de recuperar el pasado, de evocar lo olvidado, de dar la palabra a lo que está sumido en el silencio y de llorar por lo perdido. La escritura no tiene el poder de devolvernos lo que ya no existe, pero sí nos permite experimentarlo. Por eso, esta obra habla por igual de búsquedas y de hallazgos, de pérdidas y de conquistas, guiada por la intuición de que la diferencia entre presencia y ausencia es puramente marginal, siempre que exista la memoria.
Durante los largos años de trabajo que han precedido a la publicación de este libro hubo unos pocos momentos preciosos en los que la idea de que todo es pasajero me pareció tan consoladora como la imagen de sus ejemplares acumulando polvo en las estanterías
Traducción del alemán de Roberto Bravo de la Varga.