El amor el mar

Pascal Quignard

(Verneuil-sur-Avre, Francia, 1948). Éste es un fragmento de su novela más reciente, «El amor el mar» (Galaxia Gutenberg, 2023).

1. Los jugadores de cartas

Tres hombres, tres pelucas, tres narices, seis labios, treinta pequeños dedos rojizos o blanquecinos iluminados por las largas llamas de las antorchas. No parece que esos jugadores estén jugando. Tenemos la impresión de que meditan. Al menos, observan atentamente sus cartas en las puntas de sus dedos en silencio. El resto de sus cuerpos está sumergido en la noche. Incluso es extraño. No vemos sus vientres. No vemos nada de sus piernas. Sólo percibimos una vez la hebilla de un zapato en la oscuridad. Un poco más lejos, aparte, una mujer está sentada con la espalda sobre la chimenea. Su silueta es más pequeña que la de los personajes que están al frente en la tela. Es muy bella. Sostiene un bastidor sobre la tela de su vestido, pero no lo mira. Tiene la mirada perdida. Cerca de ella, sobre una mesa baja, un libro abierto donde hay una imagen. Al inclinarse sobre el libro, involuntariamente tiende su tejido sobre el suelo. En el bastidor entrevemos la silueta de un hombre desnudo que hila la lana sobre una rodilla que la aguja de la tejedora penetra.

En la noche, cuatro hombres, cuatro pelucas, cuatro narices, ocho labios, cuarenta dedos, las uñas cortadas, iluminados por las minúsculas llamas de las velas de cera colocadas sobre el atril de las partituras. No parece que los músicos toquen esos largos rollos blancos que son como olas que se desenvuelven en la noche bajo sus ojos. Más bien tenemos el sentimiento de que leen, o incluso de que se han ido a otra parte, muy lejos a otra parte. O que miden el tiempo. O simplemente que tararean interiormente su parte antes de tocarla. Están inclinados y son impresionantes. Sus dedos forman un gran ramo vacío. Sus ojos brillan. No vemos instrumentos de música. Sin duda se aprestan a repetir sus cantos sin ser acompañados por una tiorba, o por un laúd, o por un clavecín, o por una viola. Un poco más lejos, atrás, aparte, hay un gran sillón vacío.

Es muy tarde. Thullyn sostiene una lámpara. Cierra la puerta de la habitación. La mano izquierda sujeta todavía el picaporte de porcelana húmeda. Luego lo suelta y va directamente a la ventana. Se voltea ansiosa para asegurarse de que la puerta por la que entró está bien cerrada al tiempo que separa las cortinas con la mano izquierda. Un hombre está oculto en la sombra de las cortinas, ella le sonríe. Pero coloca la lámpara más lejos, en la habitación, sobre el tocador. Toma la jarra. Vierte el agua. Se lava la nariz, la frente, el rostro. Se frota los párpados. Sus mejillas están heladas. Vuelve hacia la cortina. El cuerpo de quien mira la noche no se acerca a ella cuando mueve la tela. No se mueve en absoluto. La luna está sobre él, por encima de los árboles. Llora. Entonces ella deja caer la cortina sobre ellos. Estira la mano para desatar el nudo de su camisa. Desliza sus dedos sobre su torso desnudo. Siente los sollozos que contraen su vientre bajo su mano. Revientan en la superficie de la piel del hombre como pompas invisibles que su palma siente.

De Ostende a Margate, durante el año 1650, Thullyn y Hatten se amaron.

Caminaban a lo largo del malecón para ir al mar. Admiraban las embarcaciones ancladas una junto a la otra a lo largo del muelle de madera.

La chalana valona, la falúa árabe, el junco chino.

Un bajel y su extraño timón. Las góndolas como en Venecia con su proa de drakkar. La pesada chalupa de Ostende.

—Estoy triste. Amo a una mujer —dijo un día Hanovre.

—¿Qué le hizo, para que esté triste? —preguntó Abraham.

—Nada.

—¿Le dijo lo que a usted le atormenta?

—No.

—¿Por qué?

—No me gustan las mujeres —dijo Hanovre—. Entonces, ¿cómo voy a borrar de mí ese rostro que me atrae? ¿Cómo hacer para rechazar esos senos que se acercan a mí y cuya sustancia me parece, cada vez que los descubro, tan inesperada? ¿Cómo hacer para arrancar los rasgos de esta mujer del fondo de mi alma?

—¿Por qué siente esa antipatía hacia las mujeres?

—Me parece que recuerdo algo cuando las veo. Algo antiguo. Tengo miedo cuando estoy cerca de ellas. Me provocan angustia. Su cuerpo débil, adhesivo, extraño, me desagrada. Es por eso que me ve desdichado.

—Pero ¿de qué tiene miedo?

—De que se vayan. Tengo miedo de que se vayan porque se van sin cesar. Tengo miedo de morir por causa de su amor. No entiendo en lo absoluto aquello que ellas llaman amor.

Ahora la barca penetra en la sombra. Se desliza en la oscuridad. Acosta bajo los nogales y los alisos. El casco se inclina bajo su pie cuando Hatten se levanta para coger la rama que está sobre él. Al mover la rama descubre la luna pálida en el cielo. Es el primer creciente, muy delgado, tan vacío, tan estrecho, tan blanco. El músico salta sobre el talud. Sube los escalones invadidos por un liquen esponjoso. Todo es tan resbaladizo. Aun el camino de sirga se desliza bajo los pies. No ha dejado de llover todo el día. Atraviesa el campo empapado. Sigue el sendero enlodado, luego atraviesa la calle cubierta de lluvia que brilla. Atraviesa la plaza. Levanta la aldaba gris. Llama a la puerta. Nada. Dos veces. En vano. Una tercera vez. Pero de nuevo resuena el silencio. Entonces gira la manija de bronce de la puerta. No está puesto el cerrojo. Penetra en el inmenso corredor.

Una mujer desciende la escalera lentamente, la mano blanca se desliza por la madera pulida del pasamanos.

De pronto se detiene en un escalón, un pie delante.

Lo escruta.

Una sonrisa nace en sus labios pequeños e ilumina sus ojos.

Entonces él se acerca. Porque basta una sonrisa para acercarse. Sube, asciende, corre por los escalones. Cuando se tocan las manos, al mismo tiempo, las lágrimas humedecen el borde de sus ojos. Cuatro abuelos, dos jugadores, una sola partida, mil lágrimas, es el abrazo en cada abrazo. Ahora sus lágrimas caen por sus mejillas sin que las enjuguen. Caen, caen. Brillan. Una sola y única partida perdida, perdida, perdida, siempre perdida. Siempre tan perdida porque sólo tiene una puerta que se abre hacia la muerte. Sólo hay un escalón que los separa, porque así es el deseo. Es un escalón, un simple escalón, tan difícil de subir. Tomó sus manos. Inclina su cabeza hacia él. Acerca sus labios. Él dice:

—La estaba buscando.

Ella dice:

—Yo lo esperaba. No era muy difícil de encontrar. Siempre he estado aquí.

La toma en sus brazos dulcemente. La estrecha contra sí. Se abrazan muy fuerte el uno al otro. Siente sus senos que se hinchan poco a poco contra su torso. Siente su vientre que respira contra su vientre. Ya no sollozan. Sus corazones laten más lentamente y sus ritmos, que diferían, se conciertan, se acuerdan, se equilibran, se desposan. Ambos cierran completamente los párpados. Son tan felices.

2. El tapiz azul

El tapiz de mesa es azul. Sobre la tela azul dedos cubiertos de anillos tiran las cartas. Todas brillan.

Otros dedos, con largas uñas curvas, limadas, pintadas, cuidadosamente alisadas y cortadas sobre el fondo azul de una especie de mar, las voltean.

Sólo Thullyn tiene las manos completamente desnudas. Tiene en la punta de las falanges las uñas cortas y redondas de los músicos de arco. Los dedos de la mano izquierda deben correr con potencia y rapidez sobre el diapasón de madera negra. Lleva un vestido de satín azul grisáceo. Es un azul muy diferente al de la tela afelpada que cubre la mesa. El vestido sube hasta su cuello, se cierra gracias a un camafeo dorado tallado con una figura pálida. Sus cabellos castaños están recogidos en moño. Su mirada es grave. Sus ojos cafés, casi negros, están llenos de ansiedad.

Thullyn está inmóvil sobre las cartas. Interroga su vida en los bustos de color que observa frente a ella. Se informa de los instantes cruciales que sus días esperan. Bruscamente alza los párpados y mira lejos hacia el fondo de la pieza. De inmediato llama a una forma oscura que está junto a la puerta. Se inclina hacia su vecina. Entonces, la jugadora central, la que guarda las apuestas, recoge una pila de piezas de oro. Las introduce en una pequeña bolsa de piel satinada cubierta de perlas. Se levanta. Se dirige al salón.

Las otras mujeres alrededor de la mesa están desamparadas.

Thullyn, a su vez, abandona el sillón donde estaba sentada, pero no se dirige hacia el salón. Corre hacia el fondo de la pieza. Abre la puerta. Sale a la calle. Llueve. Ahora espera afuera, bajo las gotas que se posan sobre su moño, que caen una después de otra sobre su gran frente blanca. Hatten el músico llega por fin apresurando el paso. Toma sus manos. Coloca su rostro en esas manos desnudas, tan desnudas, tan mojadas, con uñas cortas y dulces de músico. Bebe el agua que corre sobre los largos dedos de esas manos virtuosas. La luna llena está sobre ellos. Es blanca como el marfil. Ahora corren bajo la lluvia ligera. Se vuelve una bruma blanca que los envuelve y los hace casi invisibles. Entran en esa nube. Abren una puerta. El cadáver está tranquilo, osudo, tan viejo, tan antiguo, tan delgado, tan blanco, recostado sobre la cama. La sábana está limpia, nueva, blanca. La espalda está apoyada contra dos almohadas. Los huesos de las manos completamente rígidas fueron puestos alrededor de una pequeña cruz de corladura. Los dedos fueron unidos. Rezan tal vez. A decir verdad, aun si Thullyn y Hatten no dicen nada, parecen felices contemplando la muerte. Ella, ella sostiene el brazo del hombre que ama. Pero él, en ese instante, se separa de ella, se arrodilla, sumerge la cabeza en la sábana, reza. Él, reza. No cree en nada, pero hoy reza.

Una mañana, sentado en el borde de la cama, limpiándose el vientre cubierto de savia con su camisa del día anterior, Monsieur Froberger dijo a Monsieur Hanovre:

—Después de manar en la mano de uno y otro, pienso que podemos confiarnos nuestros pensamientos más íntimos.

Monsieur Hanovre tomó tiempo para reflexionar.

—No sé si debemos llegar hasta ese punto —murmuró—. Podemos compartir un poco de nuestra simiente, sin duda. Pero no nuestra alma.

—Yo pienso exactamente lo contrario de lo que usted piensa —dijo el de Wurtemberg—. Al menos podemos confesarnos ensoñaciones de gloria o de honor. Después de haber sido felices, es agradable abrir el corazón. También podemos confesarnos los desafíos que nos gustaría afrontar. Podemos incluso imaginar futuros y provechosos éxitos sociales si queremos orientar el trabajo del día y ser capaces de proyectar los encuentros que debemos tener.

—Déjeme el tiempo de buscar en el fondo de mí cuáles pueden ser mis ensoñaciones sociales.

—Las mías son hacerme rico y ser capaz a todo instante de aislarme de todo el mundo cuando lo quiera.

—Las mías, por supuesto, no son ésas —dijo Hanovre.

—¿Qué hay más bello que ocuparse de aquello que amamos en lo profundo de nuestra habitación sin preocuparnos de nadie?

—Yo fui rico. El juego retomó todo lo que me había dado tan generosamente, pero no me gustaría volver a serlo. No quiero volver a obsesionarme con esa preocupación, ni con su planificación, ni con su fragilidad. Sobre todo, no quiero exponerme de nuevo a la envidia que suscita la fortuna en los amigos que han fracasado, en los hermanos rivales desde siempre, en las hermanas celosas, pícaras, quisquillosas, eternamente inquisidoras, en los músicos competidores, malintencionados, en las mujeres santas, pero completamente mentirosas, o en las mujeres viles, sublimes, salvajes como bestias y sinceras como ellas —dijo Hanovre.

—Tiene miedo.

—Sí, tengo miedo. Temo al mismo tiempo esa atención y esa amenaza. Sí, tengo miedo de toda esa multitud de voces agudas que gritan y que se empecinan en reproducir la especie. Sin embargo, no quiero estar solo por la tarde, por la noche, en el alba. Creo que me mataría si sólo estuviese conmigo.

—A mí me gustaría estarlo. Solo conmigo. Solo en la tribuna del órgano como lo estuve antes, cuando tenía doce, trece, catorce años, cuando mi madre y mi hermana y mi padre vivían todavía. Solo, por encima de todos. Solo, por encima de la nave de la gran capilla de Stuttgart. Solo, con el Señor del Cielo. Solo, y sobre todo invisible para el público. Porque el organista es el único músico invisible. Sí, si fuese rico, creo que dejaría el clavecín. Volvería al órgano de mis inicios. Iría de ciudad en ciudad porque no dejaré nunca de amar el errar por las ciudades de este mundo. Pero no iría de salón en salón. Iría de órgano en órgano. Solo en mi nido de madera, de hierro, de flauta, de acero, en lo alto de la pared de piedra, por encima de la nave central, unido al gran pórtico monumental. Solo en el mundo y frente al mundo. Me gustaría pertenecerme exactamente como los gatos se pertenecen a sí mismos, en lo alto de su techo, adosados contra la chimenea, o acurrucados en la pequeña cuna de zinc del canalón. Me rodearía de un cuidado infinito. Lamería uno a uno mis dedos, roería pacientemente las uñas en la punta de mis dedos, daría lengüetadas concienzudamente en el agujero de mi trasero. Buscaría en el espacio los ladrillos más calientes, las tejas redondas mejor expuestas al sol, las pizarras más grises, más afelpadas, más dulces. Elegiría las vistas más lejanas, inimaginables, deliciosas. Me deslizaría en los rayos del sol y en la seguridad de la soledad. Me consentiría. Me gustaría no temer más a los guardias, a los sargentos, a la tropa de soldados, a los desertores, a los bandidos. Sería tan rico que ni siquiera tendría miedo de que me robaran. Estaría tan contento de no reclamar aquí un poco de loas, allá un poco de consideración, un poco de honor abominable en el juicio de los peores, en otra parte un poco de dinero para vestirme, o para beber, o para jugar a los dados, o para jugar a la berlanga, o incluso al faraón. Me gustaría tener una ermita exactamente como la concibió mi hermano en Constantinopla, en las Islas Príncipe. Pero no me gustaría estar bajo la obligación de la policía de mi reino. En cuanto a mí, supongo que estaría en la orilla de la laguna, en una de las ciento dieciocho pequeñas islas, en una isla pequeñísima, en el archipiélago de Venecia. Un gran jardín para perezosos junto al agua. Veo las regaderas verdes cerca de la cisterna de agua de lluvia; veo sus bocas de cobre que brillan; una pala para mover las flores; una barca negra en la orilla o más bien una góndola para ir de un lado a otro. Ni siquiera un hermoso marinero de hombros rosados y morenos y espléndidos. No, simplemente un remo, una caña de pescar, una red, y por única compañía las nubes, porque se van.

—Mejor morir.

—¿Por qué dice eso? ¿Qué le han hecho las nubes?

—Toqué toda una temporada en los palacios de Venecia. Toda una temporada interminable. Qué aburrimiento sin fin en el agua maloliente y fatigada, en el polvo perpetuo de la arena que el viento levanta en las riberas y en las playas, que salta hasta la nariz, que pica los ojos, que deja pegajosos los rizos de los cabellos. El cielo estaba siempre sumido en la bruma marítima. Las cuerdas de los instrumentos no mantenían el acorde ni siquiera un cuarto de hora.

—Yo agregaría los animales. Lleno de animales. Gatos. Perros. Una cabra para la leche y gallinas para los huevos. También aprecio la compañía de los animales salvajes que tanto teme usted, y aun de los rapaces. La princesa Sibyla venera tanto todo lo que pertenece al bosque, que vuela o que corra.

—Y yo de nuevo tendría miedo.

—Pero no lo perseguirían. No son hombres. No piensan en lo absoluto hacerle daño. No le roban. Le huyen.

—Sólo aprecio los pequeños pájaros de los arbustos, porque tienen más miedo que yo cuando avanzo hacia ellos. Incluso los pichones de Venecia me temían cuando iba con mi lira a una asamblea de música sobre los adoquines de la plaza dedicada a San Marcos.

—¿Qué músico no ama los pájaros, al menos cuando inician sus cantos al final de la noche?

—Es verdad, ahora que me hace pensar en ello, me gustan los tordos de las viñas cuando alzan el vuelo en el momento en que acercamos la mano a sus plumas polvosas y blancas como la arena, entre las cepas. Volvíamos sobre la carreta, por entre las barricas alineadas, ya ebrios. Estábamos casi tan ebrios como ellos buscan estarlo cuando picotean las uvas.

—Cuando era niño, mi inclinación no era hacia los pájaros. Era hacia los peces. Las redes, las velas, las chalupas, las chalanas valonas, las barcazas de mar. Cuando era niño, ahí donde la Mosa y el Rin confluyen, iba a pescar en el estuario donde vivía mi abuelo. Siempre iba ahí con mi padre Basilius y con mi hermano mayor. Se llamaba Isak. Es aquel hermano mayor que se retiró en medio del mar de Mármara. Isak abandonó nuestro patronímico. Retomó el nombre de nuestro padre muerto, Basilius. Lo hizo para confundir a aquellos que lo perseguían. Toca todavía un poco el violín, pero sobre todo obtiene la mayor parte de sus ganancias de sus olivas, que tritura, y de sus viñas, cuyos frutos pisotea, me escribe, cuando termina el verano. A mí, ahora que lo pienso, desnudo junto a usted, hoy, esta mañana, me gustaría salir al mar. Sí, exactamente eso. He ahí mi sueño si me jugase todas mis fichas, si ganara la apuesta, si me lo llevara todo, si cogiese de la mesa un montón de escudos, de luises, de oro, de florines. Evadirme en la inmensidad sin forma, sin ninguna forma, infinita, del mar. Mojar mis piernas, empujar la embarcación en el agua siempre que quisiera. Siempre que alimentase el deseo de perderme en la belleza del mundo. Pescar de nuevo junto a los marineros de todas las razas y de todos los colores del mundo. Afrontar las olas, luego dejarme llevar por ellas, dejarme levantar por sus corrientes salvajes. Encontrar a Dios que camina por la tempestad con tal calma, con tal gracia, con los pies tocando apenas las crestas de las olas que se alzan hasta el cielo, y luego volver al puerto. Volver con todas las velas extendidas al puerto. Volver para beber botellas de vino blanco helado con todos los marineros, con los que pescan con redes, con ganchos, con los pescadores de algas, los taberneros, los vendedores de pescado, al saltar sobre el pontón, al poner pie sobre la tierra firme. Comer las frituras, los moluscos, las jaibas, los centollos, las sepias aturdidas y asadas a la parrilla y saladas, las grandes lonjas espesas de atún crudo. ¡Qué delicia!

Inclinaba la cabeza al hablar. Se lamía los labios al hablar.

—De repente me atrae su sueño —dijo Hanovre el sobrino.

Se levantó, desplegó su gran cuerpo delgado y desnudo, miró a su compañero de placer. Observó la masa enorme del coloso que ahora tenía hambre. No tenía ningún vello en el torso. Tenía senos o, al menos, dos grandes bolsas estériles, un poco carnosas y pálidas, que caían sobre sus costillas. Sólo el vello púbico, bajo su vientre enorme, era rizado, negro como pueden serlo las plumas de las cornejas, rodeando el sexo rosáceo.

3. El clavecín

Inventario de I. I. Froberger, en el año 1667, Hofkapell al servicio de Madame la duquesa Sibyla von Württemberg, castillo de Héricourt.

Una mantilla de tafetán negro; una tabaquera de cartón; un cubilete de cuero con tres dados; una llave de afinar; una bolsa con seis alicates; pequeños pedazos de partituras de música unidos entre sí con un hilo amarillo.

Un pañuelo de cuadros azules.

Un sacacorchos.

Un juego de cartas amarillo y verde con letras góticas alemanas.

Un cascabel de cobre para marcar el ut que los parisinos llaman do.

Cuando el clavecín está solo —cuando dejan su sonoridad punteada, incisiva, vibrante, con agudos breves y delicados— no llena por completo el volumen de aire de la sala. Parece demasiado débil para comenzar una reunión de música. Y, de la misma forma, es demasiado tenue para cerrar de manera triunfal. Las preminencias al interior de los duelos de músicos eran fuente de conflictos. El arte del clavecinista de Héricourt, que venía de Stuttgart, a la orilla del Neckar, que se llamaba Iohann Iakob Froberger, era tan frágil, tan desintegrado, tan alaudado, tan aperlado, que era menos sonoro que la mayoría de los otros instrumentos.

Incluso que la tiorba alambicada de Monsieur Hatten, que venía de Mulhouse. Que había vivido en Mulhouse, de niño, a orillas del Ill. Que había vivido también en Estrasburgo, algunos años más tarde, siempre a orillas del Ill.

Incluso que la viola de siete cuerdas de Monsieur de Sainte Colombe, músico que vivía en los suburbios de París, en una casa precedida de sauces, que daba frente a la orilla del Bièvre.

Dicho eso, Messieurs Blancheroche, Gaultier, Couperin padre, Mesdemoiselles Thullyn, de Saint Thomas y de La Barre anotaban en su cuaderno todas las veces que Monsieur Froberger tocaba solo.

Monsieur Hatten, con un rostro tan desigual, tan alterado, casi siempre de pie junto a él, giraba o sostenía con la mano los pequeños pedazos de papel manuscritos donde Froberger acostumbraba anotar sus temas antes de improvisar. A veces se sentaba en el taburete cerca de él, cuando sentía que a su amigo le faltaba la imaginación, y concertaban, y luego, tomando apoyo en la armonía a la que Monsieur Hatten lo había conducido, Monsieur Froberger retomaba su impulso y llegaba solo al firmamento de la música. Se ha dicho que Monsieur Hatten no volvió nunca a tocar en público las obras que compuso después de pasar la edad de treinta años. Es verdad que era arisco. Ya no sufría por ser herido, y no quería volver a correr el riesgo de serlo. Hacía parte de esos niños cuya palabra no logra salir y penetrar en el aire. Se apartan, desconfían de todos, no se exponen a ninguna herida. La palabra se ha extinto dentro de ellos. Esos niños están entre los más bellos: tienen una mirada inmensa, como los animales, una mirada que invade toda la naturaleza, pero no el mundo. Una mirada donde ya no aflora el lenguaje articulado por los grupos y por el que los sexos o los géneros o las clases o las naciones o los reinos se afrontan entre sí en el instante en que la boca se abre.

Thullyn va a desvanecerse. Está completamente pálida bajo la lluvia. Sin duda, tiene mucho calor a causa del gran abrigo de piel que la envuelve bajo el chubasco. Va a caerse. Se apoya contra el muro.

—Espere —murmura.

Hatten le toma de la mano. Debe sostenerla. Empuja la puerta del departamento. La libera del peso que lleva. La conduce hasta el sillón cerca de la ventana.

Una vez que se ha sentado frente al mar, calla. Qué hermosa es esta mujer sentada. Retoma el aliento. Descansa. Qué pálida y luminosa es esta muchacha.

Ahora Hatten extiende el abrigo sobre la cama, les sirve de manta cuando el frío de la noche penetra en la habitación.

Le habla.

Le pregunta qué está mal.

—Nada. Nada. Soy feliz.

Luego ella se calla.

Más tarde se voltea hacia él. Lo mira. Le dice:

—Cuánto lo necesito, no tiene idea. Todo mi cuerpo detesta cuando usted va a partir

Traducción del francés de Ernesto Kavi.

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