Interconexiones

S. Woncheé

(Guadalajara, 1950). En 2020 participó en la antología Cuentos de la cuarentena (Editorial Salto Mortal). Es fundadora de la asociación Música para Crecer.

Todo está interconectado, dicen los sabios.

Es una verdad innegable. Puede ser a nivel físico, mental o espiritual, pero ello implica un nivel más sutil que me recuerda el famoso hilo dorado que conecta el viaje de la conciencia en la humanidad desde hace miles de años, dicen los Upanishads.

Existen las conexiones sociales, útiles para hacer negocios o amistades; las conexiones familiares, a las que ahora llaman constelaciones; las conexiones en las redes sociales, las conexiones eléctricas… Desde luego que hay de conexiones a conexiones, y algunas salvan la vida.

La historia que quiero contar, si se puede con cierto humor, tiene que ver con el desastre, con accidentes, con la fractura y la humillación, con el dolor atroz, físico, mental y emocional. Conexiones en la forma de tubos, sondas, arterias, venas, catéteres, implantadas en un cuerpo totalmente desconectado.

Me permito mencionar a las reinas de las conexiones, ya que sin ellas este cuento no tendría la chispa necesaria para relatar con ligereza las profundas implicaciones de una buena conexión.

Ellas irrumpen con ligereza y seguridad, impecables en sus uniformes, maquilladas para una fiesta, el cabello brillante y recogido en una cofia. Se ven tan jóvenes y frescas. Portan en sus manos, en vez de guirnaldas, instrumentos para canalizar.

Se inicia el ritual de la sagrada higiene de un cuerpo postrado en la Unidad de Terapia Intensiva. Un cuerpo vendado, herido, fracturado, conectado y entubado por casi todos los orificios habidos y por haber, un cuerpo en estado de shock y tembloroso, no sólo por el frío, sino también por ver tantos aparatos misteriosos a su alrededor, a los cuales está conectado.

—¿Que comiste hoy? —le pregunta a su compañera mientras procede a mover y voltear a la paciente y empezar a asearla.

—Pues atún y aguacate, ya sabes, a régimen —sonríe.

La paciente quiere reír —todo es tan humillante y ridículo, tan surrealista, piensa—, pero no puede; quiere llorar, pero no puede; quiere hablar, pero tampoco.

—Ahora para el otro lado, compañera —y siguen tallando, frotando, qué importa si son un poco rudas, la paciente no siente, está sedada.

Aunque bien despierta: se da cuenta de que es una manipulación mecánica, cuidadosa, pero sin un ápice de delicadeza. Ah, eso sí, muy eficiente. Alcanza a percibir el olor punzante de los desinfectantes, que no son precisamente Chanel N° 5.

Le hincan la larga aguja de una jeringa en la arteria para checar la oxigenación de la sangre.

Les implora con los ojos que le limpien las flemas atoradas en su laringe, ocasionadas por las sondas, una para respirar y otra para alimentar.

Pero, tan enfrascadas en la limpieza externa, en las mediciones y en su conversación banal, las hermosas vestales la ignoran.

¿Cómo quejarse de ellas, cómo culparlas? Entiendo, su tarea es tan grotesca, humillante y visceral, que su charla es una evasión, una manera de autoprotegerse de tanto dolor y miseria.

En medio de la catástrofe, advierte, con ese sentido de supervivencia agudizado en las crisis, que debido a las sondas no puede llorar, reír, ni hablar en las breves visitas de sus hijos y otros familiares, pero los aparatos han pitado, y entonces la única manera de llamar su atención es a través de los monitores, ya que ellos pitan sonoramente si la paciente se emociona, así que en un segundo lloró, rio, gritó dentro de su cerebro, claro, con el fin de que el monitor pitara, y de una buena vez le aspiraran esas horrendas flemas atascadas en su laringe, causantes de la espeluznante sensación de ahogo.

Mientras ese cuerpo que habito sopesa el porqué de tantos aparatos que pitan y miden a la menor emoción, ellas terminan su ingrata aunque necesaria tarea, especialmente la aspiración de flemas —que agradezco—, y se retiran satisfechas de su deber cumplido, de la tarea perfectamente desempeñada.

De haber dejado ese cuerpo higienizado, vigilado en sus mediciones y parámetros, alimentado y medicado a través de sueros vía las famosas conexiones. Sí, todo está interconectado.

Por último revisan su lista, que seguramente estará debidamente palomeada.

Se retiran en silencio, igual que cuando llegaron, y quedo extenuada, sola conmigo misma y con las máquinas que me acompañan.

Lo único real y verdadero de esta historia es que ahora sé que a partir de ese instante todo en mi vida cambió, fue un parteaguas, el inicio de una vida diferente a la que entonces había llevado, aunque en ese momento no lo tuviese muy claro. Fue el despertar más amargo y a la vez más luminoso, de consecuencias largamente anunciadas, mas no planeadas, que derivaron en cadena a eventos muy complejos de renuncias, deudas, desapegos, de reconstrucción de las ruinas que dejó este huracán, de rehabilitaciones y a un volver a empezar, yendo de una vida urbana y sofisticada, al retiro a un cercano y sencillo paraíso de lago y montaña abundante de por sí.

San Juan Cosalá, abril de 2021.

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