El cuerpo de papá

Rafael Villegas

(Tepic, 1981). Sus libros más recientes son Lengua noche. Sueños de 1985 a 2019
(Salón Carmesí, 2020) y La memoria articulada. Cómic, autobiografía y cultura histórica (Universidad de Guadalajara, 2020).

Tu cuerpo, papá, sobre la cama de hospital. Tu cuerpo es cuerpo porque ha colapsado, no queda, en este preciso momento, señal de conciencia. Es tu versión del sueño dejar de existir por intervalos de veinte minutos. Tus párpados no abarcan del todo los globos oculares. Algo queda expuesto, una abertura al mundo que quise conocer un día, una herida horizontal en el ojo cortado de la vaca; pero ahora prefiero conservarlo así, como misterio infranqueable, como imposibilidad última de conexión. Has colapsado como un muñeco cuando la cuerda que sirve para dar saltos sobre sí mismo y caer de pie ha completado su ciclo mecánico. El dolor es esa cuerda que reactiva la existencia de tu cuerpo, el dolor es tu fantasma en la máquina. ¿Qué queda de ti? El cuerpo, el cuerpo.

Así de perfil, tu cuerpo parece una montaña de esas largas y extendidas. Una mujer dormida, un hombre desnudo, un padre moribundo. La sábana y la bata blancas, pero viejas y manchadas de rojo y amarillo, me hacen pensar en superficies nevadas donde un ejército indómito, pero confiado, ha sido vencido y desangrado. Sus enemigos han orinado ámbar o marrón sobre ellos, los meados concentrados de las primeras horas del día. Los días de hospital son violentos como una batalla antigua en una montaña nevada.

¿Supiste que a principios de la pandemia logré guardarme durante veinte días en mi departamento sin tener contacto con otro ser humano? Pinté con marcador negro en una pared del estudio una línea por cada día de aislamiento. Me sentía Montecristo, elucubraba mi venganza sobre el mundo exterior, de donde siempre supe que vendría mi final amenaza. En la iglesia protestante a la que iba de niño nos enseñaron que, fuera de nosotros, todos los demás eran el maligno «Mundo». Crecí contra ese Mundo. Recuerdo un curso en el que nos enseñaron técnicas para evangelizar al Mundo sin que éste lo notara. Básicamente eran técnicas de publicidad. El Mundo es plural, es la gente. Para mí siempre se trató de aislamiento. Pero Satanás obra de maneras misteriosas: me dio un despertar sexual y unas ganas absurdas de ser amado. Sé que entiendes esto, aunque nunca lo aceptes, papá, aunque lo guardes para ti. Los otros son el mal y la enfermedad, sí, pero también son el deseo y el amor.

Tengo mi personal y antojadiza cronología del pasado. Me gusta pensar que el siglo xxi comienza apenas con la pandemia, así como el xix se abrió con los asesinatos de Whitechapel y el xx con el hallazgo en un baldío angelino del cuerpo de Elizabeth Short partido en dos. Cada siglo, además, tiene su centro de gravedad, su dilema esencial: el nuestro, ya se ha dicho, estribará en ese vaivén entre desconexión y conexión, online y offline, carne y dígito, cuerpo y artefacto. El siglo se fundará en la vigilancia obsesiva y permanente de esos polos, pues en este movimiento pendular surgirán las nuevas enfermedades que nos irán matando poco a poco. El mundo termina tan a cuentagotas, de manera desarticulada para la mirada individual, que es imposible percibirlo en su horrible y rotunda totalidad. Esperábamos el golpe del martillo de un dios harto, pero tenemos el cuchillito de palo de un bromista de naturaleza dudosa. Qué bueno que duermes, papá, mientras divago con estas sandeces de académico sin plaza.

Anoto en un cuadrito de papel de baño: Vivir contra el Mundo es vivir contra el cuerpo, ese otro Mundo. Vivir contra el Mundo es vivir contra la naturaleza, ese otro cuerpo. No tengo idea de qué signifique esto, pero hay veces que, aunque el sentido de lo que decimos se nos escape, debemos materializar su escritura. La escritura, la existencia misma de la escritura en este mundo que desfallece, en una habitación de hospital, junto a la cama donde mueres de manera dolorosa y paulatina, la escritura, escribirlo, el misterio de lo que se escribe, escribir, eso es todo, eso es, eso.

Hay que formarse a las cuatro de la mañana para obtener medicamentos. Pero todos simulamos, hacemos como si de verdad creyéramos que los conseguiremos. En la fila veo personas que, como tú, también tienen cáncer. No tienen cabello, tú lo has conservado hasta ahora. Gozas, no sé si lo notas, de cierto privilegio, porque tus hijos podemos hacer fila por ti. Y porque tienes cabello. Son las cuatro de la mañana y sabemos que, a eso de las ocho, alguien del hospital nos dirá que no hay medicamentos. Ya nadie se queja. Es lo que hay. La tierra es redonda, es lo que es.

Me llevo ropa deportiva al hospital. Creo que los últimos dos años sólo he usado ropa deportiva. Aprovecho que la pandemia ha anulado mi vida social, que de por sí era mínima. No es queja, papá. Sé que no lo aprobarías, mi estilo de mafioso ruso, quiero decir, tú que siempre usaste las tardes de domingo para planchar toda la ropa formal que usarías en la semana. Heredé tus ganas de no ver arrugas en la tela, pero no tu voluntad para evitarlo. Somos distintos. Por ejemplo, a ti jamás se te hubiera ocurrido pintarte la barba. Tengo la barba casi blanca desde que tenía treinta y tres años. A la edad que Jesús terminó su triste, pero significativa vida, yo apenas logré darme cuenta de que me veía más viejo de lo que realmente era. Pero siempre quise envejecer porque ser viejo, creía, me haría más libre. Estaba equivocado en eso, como en casi todo lo que he creído con seriedad alguna vez. Tú me dices, desde tu cama, que es mejor así, natural, que me veo bien. Me inquieta que hagas un comentario sobre mi apariencia. Jamás lo habías hecho.

Papá, eres viejo, pero no tanto. Veo esa foto en la que posas con mamá con una montaña verde al fondo. Están en una carretera, son jóvenes, aún no se han casado. Están en Hidalgo. Mamá fue a trabajar a un campamento infantil, pasaste por ella para regresar a Ciudad de México. Ella trae encima una chamarra que ha descrito alguna vez como «zurrada y calientita». En nuestra jerga familiar, «zurrada» significa que no te la quitabas nunca. Ella lleva pantalón de mezclilla y una blusa de manta con detalles floridos bordados, eran los días cuando iba a la Peña Cuicacalli, en Guadalajara, a escuchar canción de protesta; tú, una playera y pantalones acampanados, unos Converse rojos que hoy serían muy cotizados y tus lentes para manejar, los mismos que usarás durante toda la vida. Uno de tus brazos se extiende hacia mamá, el otro termina con tu mano en el bolsillo de tu pantalón. Sonríes. Sonríen. Eres orgulloso. Una mujer como ella, contigo, en un lugar como ése. Y eres bello, papá. No por ser joven, eres bello porque el paisaje a tu alrededor es indistinguible de ti.

Nunca me había fijado en tu nariz, papá. De hecho, casi siempre he evitado verte, incluso en las breves interacciones prácticas que, a través de los años, han hecho de charlas entre nosotros. La delgadez extrema de tu rostro resalta tus ojos grandes (los ojos Sánchez de tu parentela de la sierra norte de Jalisco) y tu nariz de líneas armoniosas. Tu cuerpo huele a un secreto que debería quedarse enterrado, pero se ve, así en su natural vencimiento, como el recuerdo de todos los hombres hermosos que han pasado por el mundo.

Anoto en varios cuadritos de papel de baño: Toda la vida hubo una desconexión profunda entre nosotros, una ausencia de toque, pero ahora debo sostener tu cuerpo mientras la enfermera cambia las sábanas y debo retirar los desechos de tu bolsa de colostomía. En el sexo y en la enfermedad suceden los contactos más radicales. Siempre tuve tanto miedo de coger como de morir.

Por las mañanas, la luz que se cuela a través de las partes rotas de la cortina de la habitación ilumina tus pies. No te hemos cortado las uñas: lo anoto en la bitácora de tu enfermedad como un pendiente. Tus brazos picoteados por las agujas diarias reciben un poco de luz a cierta hora. Y eso está bien. Aprovecho tus colapsos para fotografiarte. No te preocupes, te aseguro que esas imágenes sólo serán vistas por mi ojo. Mi ojo es singular, está arribita de la nariz, donde debería ir la uniceja. ¿Te he dicho que tienes la mirada de Stanley Kubrick? Es un dato que te daría igual, pero a mí sí me importa. He pensado que Kubrick es mi padre también, como Orson Welles, como Jack Arnold, como Tony Soprano, como Marlon Brando (el Brando gordo). Logro tomar una foto que me enorgullece: se ven tus pies (aquí escribo «pues», y pienso que mi hermana te llama «Pue»; corrijo el dedazo) y los de tus compañeros de habitación. Hay algo morboso en la imagen, parecen los pies de cuerpos fríos en la morgue.

Recuerdo tus brazos cuando manejabas. Me gustaban especialmente cuando les daba el sol en la carretera. Sí, otra vez el sol. La luz toca y transfigura. Es como la música. Si me tocaba ir de copiloto, me las arreglaba para mirar tus brazos, aunque no habláramos gran cosa. Hoy mis brazos son idénticos a los tuyos en aquel entonces. ¿Te has fijado? Pienso que debería manejar más. Es algo que apenas he hecho en la vida. Tengo miedo de morir en un accidente de auto, como los primogénitos de la familia de mamá. No creo en nada, excepto en los terrores más absurdos e infundados. De repente, me encuentro fantaseando con mis propios brazos mientras conduzco en un día soleado en una carretera sin curvas, abrazado por los paisajes más espectaculares que pueda ver. Mis brazos, como los tuyos entonces, son gruesos e hirsutos. Imagino que alguien a mi lado los mira. Quiero que alguien me mire así, como yo te veía, mientras conduzco.

Hemos perdido peso aceleradamente casi al mismo tiempo. Empezaste a correr hace algunos años y eso te hizo adelgazar. Luego vino esta enfermedad que te tiene al borde de la desaparición. Al comienzo de la pandemia, tomé la decisión de caminar al trabajo todos los días. Así evito a la gente en el transporte público y me resisto al total sedentarismo. Camino durante dos horas diarias de ida y vuelta. Luego extendí mis rutas, sobre todo con el pretexto de visitar lugares de comida que no llevan a mi domicilio. El alcance de mis pasos se amplía: tres kilómetros, seis kilómetros, doce kilómetros, veintiún kilómetros. Pareces orgulloso de que me mueva cuando te enteras de que lo hago. Empiezo a registrar mis recorridos por la ciudad. Veo tutoriales de Photoshop y me las arreglo para empalmar las líneas de mis rutas. No soy repetitivo. Al parecer, camino siempre por rutas distintas, prefiero descubrir un poco más del mundo que me rodea. Camino porque mi verdadero oficio, papá, es el de explorador. No te había dicho porque tampoco lo sabía, apenas lo descubrí.

Anoto en un cuadrito de papel de baño: Los pasos amoldan la tierra y el camino erosiona el arco de mi pie. Las pisadas me conectan con el cuerpo. El cuerpo es doble, es aquí y allá, es afuera y adentro, soy yo y es eso, es mi voz y el silencio del territorio.

Llevo puestos los tenis caros que te regalé para correr. Ya no tuviste oportunidad de usarlos. Salgo del hospital, es muy temprano, todavía no amanece y no quiero regresar a casa. Entonces veo la masa extendida, como de gusano gordo y adormilado, del cerro de San Juan. Ése fue el primer lugar al que quise escapar cuando, de chico, no quería estar en casa, es decir, cuando no quería existir. En cuanto pude, empecé a subir el cerro con mis amigos, un grupito de perdedores que seguro recuerdas: El Jeto (originalmente El Feto), El Mosca, El Danny y El Chidomilo. Yo era el más perdedor de todos: El Gordo Aleluya, marginado irredento, tanto física como espiritualmente. Pido un taxi que me deja en el estacionamiento donde empieza el camino principal al cerro. Recuerdo que el camino era más irregular y complicado (pero últimamente no me fío mucho de mis recuerdos; es más, hasta creo que todo este tiempo me he contado una narrativa equivocada, aunque necesaria, de mi propia existencia). Uso la lámpara del celular en ciertos tramos, pero en realidad se alcanza a ver bien. La mayor parte del camino está empedrada, luego se estrecha y queda pura tierra, piedra suelta y raíces viejas. Justo en esta transición amanece. Sobre un muro de flores amarillas alcanzo a ver el volcán Sangangüey y, más allá, el Ceboruco. ¿O es el Cerro Grande de San Pedro Lagunillas? No tengo idea, pero el Ceboruco se impone en mi cabeza.  Imagino la lava petrificada de éste. La que se ve desde la autopista. Recuerdo la ilustración que recreaba la última erupción del volcán en mi libro de texto de primaria de historia de Nayarit. La montaña que imagino se empalma con la que otros imaginaron. Recuerdo las fumarolas en la cumbre del volcán aquel día que pude subirlo. La memoria es piedra negra, la imaginación humo caliente. Y siento un deseo intenso de regresar al Ceboruco. Me pregunto por qué no lo he hecho. ¿Por qué postergo todo? Me pregunto por qué no había vuelto al cerro de San Juan desde la última vez, hace veinte años, que lo subí con fines sexuales con mi novia de entonces. Todavía falta la mitad del camino para llegar a La Batea, esa meseta que es el punto final para la mayoría de quienes visitan el San Juan. Miro mis pies. Tus tenis están empolvados. Ahora son tan míos como tuyos, papá. Los voy a usar mientras encuentras la manera de correr de nuevo.

Tu cuerpo de perfil, sobre la cama de hospital, bajo las telas de sábanas y la bata del ISSSTE, es semejante a una montaña nevada. Vieja y nevada. Enferma y nevada. Lista para morir y nevada. Es como el mundo: redondo y punto. Es lo que hay. Tu cuerpo extendido y colapsado. Tus ojos grandes en blanco. Tus pies de uñas tiesas y dedos tensos. La luz que ilumina, a lo largo del día, diferentes puntos de tu cuerpo. Tu estómago inflado por su incapacidad de evacuar. La bolsa de colostomía perfectamente limpia. Los dolores insoportables de tu vejiga. Los dolores que te mantienen despierto. Despierto al mundo como es. El mundo que es silencioso, mudo. Te retuerces y gritas mientras yo hago todo lo que hay que hacer en estos casos: levantar la sábana, preparar papel, cambiar el pañal, tener paciencia, limpiarte, darte agua y luego tus audífonos para que sigas escuchando radio, las noticias de un país y un mundo que se caen a pedazos. Como tú, que colapsas, pero no duermes. ¿Sueñas, acaso? ¿Has soñado alguna vez? Habitas el mundo y te aferras a él. Éstas son las fichas que me tocaron, dices, y las voy a usar. No hay más. No hay tiempo de lamentarse, no hay espacio para retroceder. Qué diferentes somos. Yo sé renunciar y dar pasos atrás o de costado. Soy doctor en reconocer mis derrotas. Pero ése es mi privilegio, yo comencé el camino donde tú ya no pudiste continuar. Avanzas sin cuestionarte, es lo que hay, dices, es lo que hay. Yo
llevo mi vida preguntándome qué es eso que tengo enfrente. Es que no importa, imagino que me dirías si hablaras más conmigo, es que no importa saber qué es lo que tienes enfrente, el asunto es enfrentarlo. Así nomás. Has vivido así nomás, papá. La vida, para ti, es un camino que hay que andar y ya. Déjate de pendejadas, imagino que me dirías, déjate de pendejadas y ve lo que hay enfrente. Es horrible y no tiene lengua, pero es lo que hay.

Anoto en un cuadrito de papel de baño: Lo que hay, entonces, es el silencio de las cosas. Lo que queda, entonces, es habitar el silencio.

Pero tienes una ventaja. Tienes un protector sobrenatural, por eso puedes darte el lujo de avanzar en la oscuridad sin mapas, ni linternas, ni dudas. Ahora pienso mucho en aquel oso, el oso que te cuida, una bestia de tres metros de altura que se alza en dos patas cuando alguien quiere dañarte. Me pregunto dónde está ahora que lo necesitas. Eso me contaste hace algunos años. La única vez que hemos platicado de algo más que de la escuela o el trabajo. Estabas borracho, pero sé que te pusiste en ese estado para atreverte a hablar conmigo. Querías hacerlo por lo menos una vez en tu vida. Te abriste por una noche con su madrugada y luego te cerraste. Papá: eres una flor extraña. Me contaste que tenías una tía que era bruja. Mi abuelo la visitaba para pedirle polvos y trabajitos. Recuerdas que mientras la tía bruja preparaba las pócimas, movía la boca y hablaba bajito sin quitarte los ojos de encima. Tiempo después, ella te explicó que te estaba poniendo a prueba para ver qué tan fuerte eras. Que ella había intentado lanzarte un hechizo, pero que cada vez que lo hizo se interpuso un oso de tres metros. Ese oso, dices, me protege de todo. Y si quieres, dices también, te puede cuidar a ti. Veo al oso entonces con toda claridad: te ha abandonado para venir a cuidarme. Es mi herencia, viene en camino.

Veo mi cuerpo desnudo frente al espejo. Lo fotografío. No necesitaba adelgazar para tomarme fotos sin ropa. Lo he hecho siempre, pero ahora las fotos me salen como quiero usando menos tomas. He perdido alrededor de treinta kilos casi como un efecto secundario e inesperado de moverme tanto. Alguna vez, hace mucho tiempo, pude adelgazar con dietas mortales que, como era de esperarse, no me sirvieron para sostener el peso. Decidí que ya no me atormentaría por esto. Que era gordo, El Gordo Aleluya, y que así estaba bien. Siempre pensé que debía adelgazar para ser amado y deseado. Me di cuenta de que he sido muy amado y deseado así, a pesar de todo. Se me quitó la urgencia de adelgazar. Y entonces: adelgacé. Se fueron esos kilos como consecuencia de todos los kilómetros que he recorrido desde que comenzó la pandemia. Hice el cálculo, papá, y superé hace meses la distancia que hicieron Frodo y Sam para destruir el anillo en el Monte del Destino, que es la misma distancia entre Guadalajara y Tijuana, para que te des una idea. Sé que no sabes quiénes son Frodo y Sam, pero me gustaría contarte un día, si quieres y si la enfermedad lo permite.

Cuando adelgacé, confirmé dos cosas que ya sospechaba: una, que mentalmente sigo siendo gordo, que la grasa fantasma está ahí, como uno de esos miembros amputados en Vietnam que luego se echan de menos y lo llevan a uno a la locura; dos, que definitivamente la gordura no era la causante de mi malestar, de mi falla de origen, de mi cortocircuito emocional del que no estoy listo para contarte.

Me preguntas, en uno de los pocos periodos en los que no te estás quebrando, cómo me va viviendo solo. Es una pregunta ajena a tu habitual forma de comunicarte. Esta vez pareces genuinamente curioso de enterarte cómo es vivir solo a los cuarenta años. Te respondo que estoy bien, que no me cierro a compartir mi espacio con alguien, pero que lo encuentro muy complicado. No me resulta sencillo conectar, al menos a ese nivel. Estás de acuerdo. Compartir la vida con alguien es difícil, por eso lo mejor es habitar espacios amplios, para poder alejarnos cuando la cercanía se vuelve insoportable. Teorizas que las parejas con casas grandes tienen menos divorcios que las de casas pequeñas. Ingeniero civil experto en hidráulica tenías que ser. Y yo considero lo pequeño y poco iluminado que era el departamento en el que vivía con B. en Ciudad de México.

Subo y bajo un banquito junto a tu cama para tratar de entrenar un poco antes de subir el Nevado de Toluca la próxima semana. Tengo varios meses sin moverme, he subido seis kilos desde entonces, pero sólo me apura quedar a medio camino en la montaña. Odio la manera como suelo convertir en trabajo o competencia lo que me gusta hacer. Son las cuatro de la mañana, no me ves, pero empiezo a bailar, aprovecho que has logrado dormir gracias a todo lo que las enfermeras te han metido estos días. Esta noche la habitación está vacía. No nos había pasado en este hospital con tanta escasez de camas como de medicamentos. Bailar es un decir, me muevo, doy pasos y saltos bobos, imito a Martin Sheen en la primera escena de Apocalypse Now. Me mantengo vestido, sudo; no podemos abrir las ventanas de la habitación y hace calor. This is the end, beautiful friend, this is the end, my only friend, the end. Así evito los latigazos de mi cabeza a punto de quedarme dormido. No puedo quedarme dormido, papá, necesito ver cuando venga el próximo ataque doloroso a tu cuerpo. Necesito estar ahí, ser tu testigo. Con los ojos bien abiertos. Necesito escucharte gritar y apretar los dientes que sustituyeron a tu dentadura original. Me pregunto si las noches en el hospital son el entrenamiento ideal para subir montañas o si subir montañas me ha preparado para las noches en el hospital en el que la familia vive ahora. Exagero, claro, pero tengo derecho a hacerlo.

Anoto en un cuadrito de papel de baño: Necesitamos testigos de nuestro paso por el mundo. Ésa es la forma más esencial de conexión.

Construir un lugar para habitarlo es muy difícil. Ves tu vida, papá, como «obra de ingeniería», tu trabajo, lo que dejas, el patrimonio, la herencia. Quieres dictarme un listado de instrucciones que seguir cuando mueras. Anoto en la bitácora de tu enfermedad que mamá y mi hermana iniciaron hace más de un año. Aunque sea después de la muerte, pero has de terminar la obra. Por el contrario, pienso en mi vida como obra negra, como una casa a medio hacer, con paredes pelonas sin enjarre, pisos de cemento, conexiones eléctricas abiertas, baños sin mobiliario. Mi mente es justo así. Y a veces me siento, papá, como un ánima que se arrastra en una casa sin terminar. One need not to be a chamber to be haunted.

Anoto en la aplicación de notas del celular: Debo hacer algo con esa bitácora, intervenirla, volverla objeto estético. Luego hago otra nota: No debería intervenir el dolor.

Me gustaría contarte, papá, que hace tiempo decidí que no quería tener hijos. Me hice la vasectomía y listo. Fácil. Ya no podía con el dilema de traer o no más gente al mundo. Por otro lado, realmente creo que se me daría eso de paternar. Descubrí que estaba dejando pasar el tiempo para no tener que decidir, para llegar a ser simplemente muy viejo para procrear. Pero quise decidir. He decidido que no quedará nada de mí cuando muera. La vasectomía se encarga de eso con su noventa y nueve por ciento de efectividad. Pero, ¿sabes?, a veces fantaseo con que el uno por ciento restante me da la sorpresa y que ella, alguien, también quiere, y me vuelvo papá inesperadamente, el mejor papá del mundo. Me siento idiota y me alegro de haber zanjado esa ruta del multiverso.

Todo ha sido soltar en estos años. Tú nunca soltaste, supiste muy pronto lo que querías, lo conseguiste y te aferraste a eso. Pero yo me la he pasado dejando atrás: solté mi relación con B. (ese raro matrimonio de facto), solté la editorial que fue mi casa mucho tiempo (pero que ya se había vuelto una relación tóxica), solté una oportunidad de trabajo que me daría más dinero (y menos gusto por la vida) y otra que me daría prestigio, solté los kilos a los que culpaba de mi infelicidad (pero resulta que no eran culpables de eso), solté ciudades, solté personas, solté las ganas de ser escritor y convertirlas, de alguna manera, en ganas de escribir, que no son necesariamente lo mismo.

No entiendo cómo algunos logran escribir junto al lecho de muerte de alguien. Lo he intentado, pero fracaso: apenas encuentro el tono, el ritmo, la voz o el tema, y tengo que parar por alguna urgencia de tu cuerpo moribundo. La muerte se opone a mi escritura. Apenas logro unas pocas anotaciones en cuadritos de papel de baño. Siempre escribí contra algo, casi siempre contra mí, contra mi cuerpo. Escribía para escapar del cuerpo, de la misma manera que iba al cerro para escapar de casa. Ahora no quiero escapar del cuerpo y todo lo que quiero es estar en casa. Ya no sé cómo escribir y desconfío de los que parece que saben demasiado sobre cómo hacerlo. Escribir, para mí, es un laberinto fantástico y un crucigrama de periódico. Sólo puedo amar lo que no sé de verdad, lo que se me escapa, el misterio que no dilucido.

Nunca te conté esto, papá: El Jeto, El Mosca, El Danny, Chidomilo y yo hemos pasado más tiempo del que debíamos buscando señales de cultos satánicos en el cerro de San Juan. Se nos ha ido la luz solar, nos hemos quedado sin agua y sin sándwiches de salchicha. Fingimos que sabemos a dónde vamos. Los árboles dejan entrar un poco de luz lunar. Pisamos las hojas secas. Años después, veo una exposición de Peter Campus en el Colegio de San Ildefonso. La pieza que recuerdo es un video de los pies del artista caminando por un paraje boscoso. Se ven las hojas secas, también se escuchan. Todo está grabado en un riguroso pov. Para Campus, lo que veía era un paisaje externo de lo interno. Pero nosotros, en el cerro, en la noche, en ese bosque, imberbes, no veíamos nada. No había paisaje interno ni externo, nos perdimos. Todo lo que siempre he querido es ser paisaje. Es decir, perderme.

Anoto en un cuadrito de papel de baño: Perderse es dudar de los límites entre el cuerpo y el territorio sobre el que nos desplazamos. Perderse es la conexión última con el espacio.

Si se mira de cierta manera, papá, tu cuerpo es paisaje. Ahí están las piernas ligeramente abiertas y dobladas. Ahí los pies rígidos y callosos. Ahí el abdomen inflamado. Ahí el pene y los testículos que procuras esconder como puedes, como paraje secreto. Ahí los brazos de piel flácida, ya no tan velludos como antes. Ahí tu dentadura en un vaso comunicante con un gran sistema geosemiótico que no puedo abarcar de una sola mirada. Ahí tus ojos cerrados y tu cabello lacio y tu cuello cortado por la nueva rasuradora que recibiste en Navidad. Noto que miro tu cuerpo como si extendiera sobre una mesa metálica una serie de fotografías en blanco y negro, duramente contrastadas, una suerte de pornografía médica que haría las delicias de Ballard. No tengo una imagen completa de ti. No sucederá. Realizo con mi ojo una disección. En una autopsia sin sentido, no sé si entregar tus pedazos a la trituradora de mi imaginación o al congelador de mi memoria. Nunca lo resolveré. Tu cuerpo está cortado sobre esta cama que se inclina, como el de Elizabeth Short en aquel baldío. Nada los une, en realidad. Nada, ni siquiera las fuerzas oscuras que desarman sus cuerpos. Aun así: las violencias que padecen son de distinta calaña, pero semejante impresión de desconexión a la mirada.

Tu cuerpo, papá, es una montaña sin prominencias notorias, lo que indica que el tiempo y la violencia de los elementos lo han erosionado. Es una montaña vieja, pero no tanto. Es una montaña protegida por un oso, un oso único, el último de aquella manada que protegía a otros hombres que sabían, como tú, avanzar sin dudarlo. Yo no puedo ser así, papá, no puedo y no quiero. ¿Pero sabes qué? Quiero a tu oso. Quiero que algo me proteja, porque, te quiero contar, todo lo que sé ahora es vulnerarme. Me he pasado de vigor toda la vida, ahora quiero aceptar la fatiga. Préstame a tu oso, mira, para dejarlo en la entrada de mi casa, para que se eche junto a mi cama demasiado grande para uno, para que me acompañe si un día, como tú, desfallezco en un hospital.

Agrego al mismo cuadrito de papel de baño: Corrijo. Perderse no es la conexión última con el espacio. Desaparecer. Hay que desaparecer en el cuerpo inconmensurable y cortado del mundo.

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