Lo remoto y lo íntimo

Silvia Eugenia Castillero

(Ciudad de México, 1963). Acaba de publicar Tiempo germinado, casi flor. Poesía reunida (Universidad de Guadalajara / Rayuela, 2021).

1.

Veo en un basurero de la vía pública un álbum de fotos, de los antiguos que ya no existen, con hojas engomadas y donde se iban colocando una a una las fotografías que previamente se habían revelado en algún laboratorio. Al hojearlo encuentro las imágenes de una persona en distintas épocas. Toda una historia de vida lista para la destrucción. Nadie necesita su recuerdo. La memoria puede ser un pozo de olvido. Finita, en un tiempo limitado llega a caducar. Las generaciones olvidan, y si algunas historias permanecen a manera de anécdotas de boca en boca, los nombres y los rostros —la vida misma— se van desdibujando. Y aunque los hechos permanecen, la historia íntima, personal, circunstancial y cotidiana se diluye en el tiempo.

Mnemósine —hermana de Cronos e hija de Urano y Gea— constituye el punto intermedio entre los sueños y la oscuridad. Guardiana del pasado, elabora copias de lo que ya conoce y las preserva para devolverlas al alma de cada individuo. Platón y Pausanias incluyeron a Mnemósine en sus textos, relatando (ambos de manera similar) cómo, cuando un alma viajaba al Hades, pasaba por dos ríos, Lete y Mnemósine, y debía elegir uno para beber de sus aguas. El primero le haría olvidar todos sus recuerdos, de manera que podría reencarnar; el segundo mantendría intactos éstos y sería poseedora de su vida completa, pero sin lograr reencarnar, pues a través de sus recuerdos se uniría a la perpetuidad del universo.

Sin duda, la vida humana se resuelve en un argumento. La trama, que somos nosotros mismos, va teniendo enmiendas a lo largo de los años, correcciones y lagunas que se perpetúan. Sin embargo, es justamente la historia —el relato de ese argumento— el punto intermedio entre la nada y la memoria.

2.

¿Cómo conectarse con esa persona que fuimos? ¿Cómo troquelar el tiempo tal cual se ajusta un aparato viejo para que luzca como nuevo y se logren recuperar las vivencias pasadas sin que nuestros propios recuerdos del recuerdo las anulen?

A lo largo del tiempo, los seres humanos vamos transformando esa vida única en muchas vidas. El tejido de horas, sueños, obsesiones, de existencia orgánica, mental, se alarga como material elástico de naturaleza caleidoscópica. Heterogénea y larga, la existencia se forma, se conforma en una diaria lucha por sobrevivir y portar la humanidad lo mejor posible. En ese diario transcurrir nos hallamos de pronto ante un cúmulo de años, personas amadas y desamadas, lugares visitados, sitios enraizados en la memoria, conocimientos, construcciones, hijos, vergeles completos, obras personales, colecciones y objetos de todo tipo. Y lenguaje —lenguajes—, conceptos, ideas, visiones, aprendizajes, comentarios. Recuerdos. Un todo que se enlaza, se entreteje, crece, disminuye, se forma y se deforma.

Esa vida, ¿cómo encontrarla? Cada instante se fue y al recordarlo ya es otro, la conexión con esa vivencia no existe del todo, al regresar a través de la memoria no poseemos completamente a la persona que fuimos, ahora somos otra. Como si hubiéramos bebido simultáneamente de las aguas del río Lete y del Mnemósine. Incluso, qué desconocida nos parece nuestra persona de aquellos años. Es una ajena. ¿Cómo la reconozco? ¿Cómo deshago la niebla a su alrededor? ¿Tanto desconocimiento?

«Cuánto mío ya no es yo», dice Ora, la protagonista de La vida entera, de David Grossman (Lumen, 2010). Durante la trashumancia que decide emprender para no recibir la noticia de la muerte de su hijo en el ejército, narra su vida completa y se va encontrando con ella misma como alguien diferente, alguien a quien vuelve a conocer cuando la recuerda. «Sollozaba allí dentro con un llanto incontrolado, asaltada por la autocompasión de ver cómo se le había arruinado la vida, la familia, el amor… Pura guiñapería, eso es lo que había sido su maternidad, porque se había comportado con la estupidez de una esponja, veinticinco años se había dedicado a absorber todo lo que salía de ellos, de los tres, de cada uno a su manera, todo lo que fueron arrojando durante todos esos años al espacio familiar, es decir, al interior de ella, porque ella, más que ninguno de los tres por separado o juntos, era el “espacio familiar”; todo lo bueno y todo lo malo que ellos habían ido arrojando de sí lo había absorbido ella, sobre todo lo malo» (p. 414).

Cualquier relato cuenta —en la historia que narra— algo perdido, el misterio, ese hueco que se extravió en el tiempo, en los orígenes de lo que se está contando. La literatura es memoria. Y es ahí donde se une la vida individual con lo sobrehumano, en ese misterio va la magia. Por ello, en la literatura los avatares de una simple existencia humana, como la de Emma Bovary (atrapada en la mediocridad de un mundo rural), adquieren un significado que supera esa existencia y lo enmarca en una perspectiva mítica, más allá del círculo humano, aunque esté llena de vicisitudes y sea una vida miserable. Sin esto, la historia contada sería un cúmulo de hechos íntimos e intrascendentes.

3.

En la mitología grecolatina, la existencia del dios Genius estriba en comprender que el ser humano es un yo individual y a la vez posee un elemento impersonal inseparable, desde el nacimiento hasta la muerte. «Los latinos llamaban Genius al dios al cual todo hombre es confiado en tutela en el momento de su nacimiento» (Giorgio Agamben, Profanaciones, Adriana Hidalgo Editora, 2005, p. 7); por ello el cumpleaños de las personas es el día más ponderado socialmente. Ese ser individuado no lo está enteramente, hay en él una fuerza sobrehumana, «es lo que oscuramente presentimos en la intimidad de nuestra vida fisiológica, allí donde habita lo más propio y lo más extraño e impersonal, lo más vecino y lo más remoto e inmanejable» (p. 11).

Esto significa que somos seres intrascendentes en apariencia, pues vivimos siempre, desde nuestra intimidad, atados a un ser extraño, a una zona de no-conocimiento, que se resuelve en una práctica cotidiana que va de lo íntimo a lo impersonal, o de lo impersonal a lo íntimo. Ambas fuerzas conviven, chocan, se intersectan. Son inseparables.

G. H., la protagonista de La pasión según G. H., de Clarice Lispector (Siruela, 2013), es una mujer encerrada en un cuarto frente a una cucaracha que la aterroriza, entonces su vida se dimensiona toda de súbito, y se ve —en esa situación límite— a sí misma bajo una perspectiva de otredad: «Estoy buscando, estoy buscando. Intento comprender. Intento dar a alguien lo que he vivido y no sé a quién, pero no quiero quedarme con lo que he vivido. No sé qué hacer con ello, tengo miedo de esa desorganización profunda. Desconfío de lo que me ocurrió. ¿Me sucedió algo que quizá, por el hecho de no saber cómo vivir, viví como si fuese otra cosa? A eso querría llamarle desorganización, y tendría yo la seguridad para aventurarme, porque sabría después a dónde volver: a la organización primitiva. A eso prefiero llamarlo desorganización, porque no quiero confirmarme en lo que viví: en la confirmación de mí perdería el mundo tal como lo tenía, y sé que no tengo capacidad para otro» (p. 11).

La desorganización profunda a la que se refiere Lispector es la que vive la modernidad, la misma que inauguran Proust y Joyce y que corresponde menos con un desarrollo lineal de la realidad, una sucesión de hechos, que con una interconexión de partes desiguales que se implican en un todo: «Pero por dentro, el patio interior era un amontonamiento oblicuo de escuadras, ventanas, cuerdas y trazos negros de lluvia, ventana abierta contra ventana, bocas mirando bocas. El vientre de mi inmueble era como una fábrica. Una miniatura del tamaño de un paisaje de gargantas y canyons: allí, fumando como si estuviera en la cima de una montaña, yo contemplaba la vista, probablemente con el mismo mirar inexpresivo de mis fotografías» (p. 32).

La literatura nos permite hablar de las partes más ocultas de la realidad. Nos posibilita medir y ordenar el tiempo, aunque el tiempo sea cada vez más difícil de ordenar en la complejidad creciente del mundo. Para Frank Kermode (El sentido de un final, Gedisa, 1983), todas las tramas tienen algo en común con la profecía, pues deben aparentar extraer de la materia prima de la situación las formas de un futuro. San Agustín (citado por Kermode) propuso la existencia de una materia informe, intermedia, entre la nada y algo, de la cual se creó el mundo. Esta materia habría sido creada desde la nada. No tenía forma sino la potencialidad de la forma, y su ser, privado de forma, le confería la capacidad de recibir justamente esa forma. San Agustín le imprime esta capacidad a la mutabilidad: la creación es un concepto inseparable del de mutabilidad, de la cual el modo es el tiempo. Este descubrimiento no es otro que el de la metáfora. El tiempo humano corre hacia un punto en que se detiene. Las creaciones artísticas desafían ese tiempo, eslabonando pasados, presentes y futuros, rompiendo su orden para crear otros órdenes que salen fuera de la cronología y que pertenecen a la duración inventada por el espíritu humano, cerrando la brecha con lo eterno.

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