Lo primero que me atrajo de Félix Grande, antes incluso de conocerlo, fue su seductor y envolvente tono de voz, cuyas dotes interpretativas daban a veces la engañosa impresión, en sus intervenciones públicas, de cierta pose afectada, cuando, en el fondo, ese pausado regodeo verbal obedecía al obsesivo afán de precisión de alguien incapaz de esconder sus angustias.
Al enterarnos de su vertiginosa muerte, Chari y yo abrimos sus libros y leímos, con más recogimiento que nunca, las dedicatorias, como buscando en esas entrañables frases un ínfimo consuelo por la pérdida de veintitrés años de amistad. Luego, repitiendo, compungidos, algunos poemas suyos, sentí de golpe que los versos vividos, auténticos, dicen de alguna manera todo aquello que el hombre que los escribió no puede ya decirnos desde su ausencia definitiva. Si la poesía es, entre otras cosas, un arte anticipatorio —y no sólo un arte del recuerdo—, la de Félix Grande lo es en grado sumo por su trágica concepción de la existencia, que la cálida timidez de su trato personal apenas disimulaba.
Sólo al cabo de los años nos damos cuenta de la verdadera importancia de ciertos hechos, de su decisiva influencia en nuestra trayectoria vital o literaria. Uno de ellos fue para mí, sin duda alguna, mi encuentro con Félix Grande, a quien mi amigo, el poeta Rafael Adolfo Téllez, me presentó en Sevilla una ya imprecisa noche de 1991. Yo andaba entonces deslumbrado por la inclasificable obra del argentino Antonio Porchia, del que acababa de publicar en el número 3 de la colección Palimpsesto la primera antología de sus Voces en España. Sin más prueba que la de mi joven entusiasmo, Félix Grande me animó a escribir un ensayo sobre este autor para Cuadernos Hispanoamericanos, revista señera en el ámbito de la lengua y obligada referencia para quien, como yo, empezaba la modesta aventura de Palimpsesto, cuya premisa principal ya era acercar a Carmona el riquísimo mundo poético del nuevo continente. A partir de aquella fecha, colaboré con frecuencia en los Cuadernos Hispanoamericanos hasta que, en 1996, Félix Grande —punto de unión imprescindible entre los escritores de las dos orillas del Atlántico durante tanto tiempo— dejó de dirigirla. Esos estimulantes años los considero hoy —gracias a los sugerentes libros que él me enviaba desde Madrid para que los reseñara— mi escuela literaria, donde me fui haciendo un lector más atento y aprendí la suficiente soltura expresiva para ordenar mis incipientes juicios críticos. Pero mi deuda con Félix Grande no se queda aquí. Amén de su amistad, le debo también —como indiscutible maestro en la materia— el descubrimiento del inmenso valor poético de la copla flamenca, comparable en sus momentos más altos a cualquier gran poema culto.
La poesía de Félix Grande, como la del cante jondo, se nutre del magma de las emociones primordiales de nuestra especie, donde el amor, el miedo, la piedad, la pena, el odio, la alegría, la lujuria o el coraje de vivir se entrelazan irremisiblemente. Por esto, uno de sus versos descubre «el pánico en el fondo del placer», o son habitualesen este rotundo mundo verbal paradojas del tipo «atroz ternura», «misericordiosa crueldad», «humildad abominable», «espantosa dulzura», «huracán de quietud»… que, en su contexto anímico, reflejan con demoledora exactitud, al modo de descargas eléctricas de alto voltaje, una conmoción extrema. De ahí, su singular empleo de la hipérbole, de la insistencia y de la adjetivación enfática e inesperada. Félix Grande concibe, pues, la escritura poética como una catarsis donde no caben las medias tintas. En «Madrigal del odio muerto», perteneciente a su última entrega poética Libro de familia (2011), nos remite a una suerte de vértigo de la memoria, cuya antiquísima fórmula, de raigambre mítico-poética, suena aquí con extraordinaria novedad, entre la súplica y la rebeldía contra el olvido. El poeta no dudaen ajustar cuentas con su madre muerta, guiado por el remordimiento y la necesidad del perdón:
…Acomódate en tu mecedora de tierra.
Aparta de las cuencas de tus ojos
los gusanitos, los escarabajos,
la mansa podre de la eternidad
y mírame despacio, con amor: lo necesito, ya soy viejo
y no quiero morirme sin explicarte cuánto te he querido
chapoteando en aquel charco de odio.
Pese a su gran extensión, que alterna verso y prosa, el poema no se demora en las experiencias concretas que lo originaron: alude a ella lo justo, para regodearse, en cambio, en sus repercusiones afectivas. Este contraste entre el control de la anécdota y sus incontenibles efusiones sentimentales es, quizá, la cualidad más propia de esta obra, púdica e impúdica a un tiempo. Ya en «Nanas de la metralla», escrito en 1976, con el dominio técnico que lo caracteriza y su renovador sentido de la tradición poética, Félix Grande torna las famosas seguidillas de Miguel Hernández en un poema aterrado por el drama de España, cuyo protagonista es más él mismo que su propia hija, a la que trata de dormir. El inocente y persuasivo ritmo de canción de cuna aumenta aún más su escalofriante contenido:
En la cuna del pánico
tu padre estaba.
Con sangre de tabaco
se amamantaba.
[…]
Duerme en tu nido:
tu padre está velando
despavorido.
Visceral y tierna a la vez, la poesía de Félix Grande aborda a tumba abierta, sin mediaciones anecdóticas, los recónditos recovecos de los sentimientos humanos hasta que la propia intimidad y las circunstancias históricas se entreveran, como ocurre en «Recuerdos de infancia», uno de los poemas más estremecedores de Blanco Spirituals (1966), en el que las terribles noticias de la prensa diaria recuerdan al poeta su niñez de cabrero y la sangre manando de los animales sacrificados:
hoy el periódico traía sangre en volumen considerable
y mientras leo pacientemente civilizadamente el intento
de justificación de esos destrozos escrito de sutil manera
recuerdo vacas cabras chotos la gran orza en el suelo
y recuerdo imagino pienso que unos cuantos carniceros
continúan desollando troceando pesando en sus básculas
haciendo su negocio mediante esos pobres animales sacrificados.
Ambas escenas, la del periódico y la de la memoria, se iluminan mutuamente hasta que la segunda deja de ser la mera comparación de la primera para adquirir en los versos un desarrollo polisémico.
Nacido en 1937, en el seno de una familia humilde, en plena Guerra Civil, su entorno y la aciaga época en que creció fomentaron en Félix Grande su dosis de fatalismo, su exacerbado sentimiento de indefensión y, en definitiva, su visión fatídica del destino humano. Se diría que él es uno de esos «artistas amamantados en la pesadumbre», a los que se refiere en «El abogado del poema» de Puedo escribir los versos más tristes esta noche (1971). Sin embargo, Félix Grande, como todo poeta verdadero, nos recuerda que sólo quien asume a fondo su dolor sabe agradecer sin paliativos esos momentos de plenitud que nos regala la vida y que, en su obra, alcanzan su máximo sentido en la pasión amorosa. Por esto, su ancestral desconcierto —el mismo que hereda del hombre de las cavernas— no le priva del puro asombro de existir, que también sentirían nuestros remotos antepasados. Asombro y compasión por sus congéneres, lección que sin duda aprendió de sus maestros Antonio Machado y César Vallejo.
Poesía, pese a todo, del coraje de vivir, narrativa y lírica, en la que el romance y el soneto —formas tradicionales por excelencia de nuestras dos vertientes creadoras, la popular y la culta— se alían con el verso libre y el poema en prosa de largo aliento en este vasto mundo expresivo, en el que casi todos los registros y tonos imaginables caben. No en vano, Félix Grande es, a mi parecer, el poeta español contemporáneo que —contradiciendo abiertamente reductoras teorías lingüísticas de la modernidad— más fervor y confianza muestra por la fuerza significativa del lenguaje, por su belleza y capacidad de consuelo, al punto de «sentir por las palabras un profundo respeto» y considerar a la poesía, junto al amor, «un milagro».
Carmona, enero de 2014.