¿IMAS-IMASMA? ¡AZAR-AZAR!

Ch’aska Eugenia Anka Ninawaman

(Ch’isikata, provincia de Yauri, Espinar, Cuzco, 1972). Su publicación más reciente es Les Murmures de Ch’askascha (ed. trilingüe: quechua, español, francés, L’Harmattan, 2021).

Aquella mañana tocaron los senos de nuestra sirena en el gastado huevo de la puerta y esos golpecitos eran suaves, tenían delicadeza. «El gato ronrón toca la puerta», me murmuró madre Lucía, refiriéndose al cuento del gato dormilón que toca las puertas de la gente con golpecitos desganados para que le dejen dormir a sus anchas al lado del fogón. «Los que escuchan esos golpecitos tienen suerte, pues el gato trae en su joroba un manojo de azares que trazan insólitos destinos, sabía decir mama grande Brígida. «¡Azar-azar, tendremos visita!», me volvió a decir madre y al instante irrumpió en el patio la mamita Domitila de la comunidad de las altas punas. «Soy tu visita inesperada, soy tu gata del azar», se anunció maullando a madre, que tejía cerca de nuestro manante cristalino y le respondió con el mismo maullido de gata: «Pasa, mi visita inesperada, pasa, mi gata dormilona, descansa a mi lado». «El gato ronrón, en cuanto asoman los rayos lunares, recorre el mundo repartiendo casualidades, pero al brillar los rayos del sol bosteza de cansancio», señalaba también mama grande. Abuela gata se acercó a madre con pasitos perezosos para entregarle un costalito de papas que tenía figurillas de mininos con orejas de hojas de coca y bigotes de oro. Madre besó las manos de mamita: «Tejedora de nuevas estrellas», le dijo sin moverse apenas, luego estiró el palo del telar para jalar la puruña de barro y, como se esforzaba demasiado, la abuela le dijo que se quedara también con el costalito. Por lo visto, mamita venía en busca de la brillante estrella, llamada semilla escogida, los runa-gente nunca ofrecen así por así nomás sus preciados bolsos, menos aún si tienen bellos diseños-pallay. Hermanita cuentera paró las antenitas, aunque siguió jugando a las ollitas mágicas con los rocíos de nuestro manante, pero madre le recordó que debía saludar a los mayores; entonces alzó la mirada e inclinó su cabecita hacia abuela: «Te saludo, mamita gata del azar». La mirada de la abuela brilló al ver los ojos negros bordeados de largas pestañas de hermanita. «Ch’aska ñawi-niña con ojos relucientes de estrella matutina», se dijo para sí misma. Entonces, sacó su atadito de coca para ofrecerle con afable insistencia unas hojas a madre, que se frotó las manos como disculpándose antes de recibirlas. «Si la estrella que buscas está a mi alcance, no lo dudaré». «Por supuesto que está a su alcance», volvió a susurrar mientras la invitaba al akulli de las hojitas verdes. Madre se desató con agilidad la faja que la ataba a su telar para sentarse con abuela al borde de nuestro manante con canto de sapos; ahí, al borde de los chorritos de agua cristalina, abuela puso tres hojas en los labios de madre con finura y ella también hizo lo mismo: «Coquita madre, palabra de mujeres, palabra del azar», se dijeron mirándose a los ojos.

«¿Qué estarán tratando?», se preguntó hermanita intrigada mientras se acercaba a ellas como quien recoge las florcillas salvajes que crecen alrededor del manante. Los sapos croaban, sacaban sus ásperas cabezas de rato en rato por los huequitos de donde manaba un agua transparente. Madre movió la cabeza y abuela también: habían terminado de sellar algo. Hermanita cuentera tuvo que salir detrás de la choza con mucha prisa porque le ganaba la orina. Madre guardó en el pecho el atadito de coca que le había ofrecido abuela, pero continuaron saboreando aquellas hojitas que testimoniaban la palabra de las mujeres. Las hojitas se les hacían cada vez más dulces, «Buena señal», «el albur nos sonríe», se decían medio embriagadas, reían de rato en rato, cerraban los ojos, miraban atrás, se contaban sus vidas. La sombra de tata Torrewaychu empezaba a alcanzar el alero de la casa, los sapos cambiaron el canto, su croar anunciaba un aguacero por la tarde. Abuela y madre, con impaciencia en los ojos, se levantaron. «¿Dónde está?», se preguntaban llamando a hermanita, que no aparecía. Cansadas de tanto esperar, madre se encolerizó: «La muy astuta acaba de escaparse». «La hojita de coca sigue dulce, la hojita dice que la estrella está aquí», dijo abuela Domitila buscando una señal. Fue cuando me miró con curiosidad, acaso le atraía mi sombrero de paja, las otras niñas quechuas llevan sombreros de lana de oveja, pero el mío era de paja trenzada con florcitas violetas, padre Florencio me lo había regalado para ir a la escuela: «Éste será tu sombrero, recogerá la memoria de tu pueblo en tu fabuloso seso», me había dicho antes de ponérmelo. «Te llamarás Cabischa» había exclamado viendo que el sombrero cabía en mi cabeza, los sombreros de ovejas no entraban ni la punta de mi cabeza. Desde entonces yo lo llevaba día y noche, incluso a veces dormía con él. «¡Qué gracioso tu sombrerito!», me dijo entonces la abuela como queriendo encontrar alguna señal en mis ojos y en mi frente, pero no halló la estrella del amanecer, tampoco el clavelito violáceo de las escogidas. Y volvió a preguntarme con sutileza: «¿Por qué le falta un trozo a tu sombrero?». «Eso tiene su historia», le respondí. «A ver, oigámosla» y ronroneó respirando hondo:

«Una mañana yo estaba dando cebada al burro Marianito sin saber que estaba marchita; eso no le gustó, así que en un arranque de cólera me mordió mi sombrerito con sus grandes dientes de burro para darle un buen bocado. Si madre no hubiera corrido para ayudarme a quitárselo, ya le hubiese dado otra rumiada». «Ja-ja, qué historia la tuya», se rio la abuela mirándonos a madre y a mí. Fue cuando madre lanzó la pareja de palabras que abren la puerta del destino: «¿Imas-imasma? ¡Azar-azar!», dijo abuela abriendo la puerta de la suerte de par en par. Entonces, madre me habló con los ojos brillantes de aguas cristalinas: «Arregla tu mantita, acompañarás a mamita Domitila. La suerte te sonríe, el destino se te abre, hija mía, tú también, como tu mama grande, aprenderás a leer las fajas de las niñas escogidas», me dijo acomodándome en la manta mis ropas y mi edredón, llamado qucha-yuyu-azarchay: la primera palabra quiere decir laguna-mar, la segunda, algas y la tercera significa los hilos-nudos de las circunstancias. Mi edredón estaba cosido con retacitos de telas de diferentes colores y texturas, las de un solo color habían sido tomadas del tiempo lunar y las multicolores, de tiempos solares, en el centro iban las telas de mis bisabuelos, luego las de mis abuelos, y en los bordes estaban cosidas las del tiempo de mis padres. Sin mi edredón no podía conciliar el sueño, por eso lo llevaba a todos lados, a la casa de los abuelos paternos, a la de los maternos y también cuando íbamos de visita a la casa de las comadres. Pasada la medianoche, la palabra de mis ancestros se despertaba para arrullarme con retacitos de sus magníficas historias y esos retacitos con el tiempo fueron haciéndose en mi memoria una unidad: soy como un qucha-yuyu-azarchay entramado con diferentes hilos, texturas y azares de la vida.

«Si no lograras leer las fajitas de las escogidas, me llamas, estaré atenta a mis sueños», me dijo madre mientras me acomodaba el edredón con doble nudo a la espalda. Me bendijo con un beso en la frente para dejarme partir llena de alegría y antes de salir de la casa golpeé tres veces con el aldabón de la sirena: chinn, tañó resonando en las aguas de nuestro manante con sapos. Entonces comencé a caminar detrás de abuela en busca de nuevas vivencias que ya empezaban a brotarme en el rinconcito donde habita el fueguito de la vida. «Camina-camina», me apremiaba abuela Domitila, «¿Imas mari-imas mari?», me preguntaba de rato en rato para asegurarse de que yo estaba atenta a los pasos que íbamos dando. «Azar-azar», le contestaba llamando la potencia de nuevos caminos. Las nubes extendían su manto gris sobre los cerros y nosotras seguíamos avanzando por caminos angostos; abuela bebía de cuando en cuando unos sorbitos cristalinos de una cuartita de botella; «Traguito, mata las penas y ayúdame a revivir el ánimo», le hablaba a la botellita como se habla con un compañero. «Eres buena caminante, como tu padre», me dijo al serpentear la quebrada. «Cierra los ojos, no los abras hasta que yo te diga», me ordenó cuando llegamos a la Apacheta-mirador. «Ahora ábrelos», me dijo al fin y me quedé sin palabras al ver la hermosura de aquella explanada que se extendía ante mis ojos: «Apus-señores nevados, ¿hay lugares tan bellos en sus tierras?», me atreví a preguntar con el pecho apocado ante aquellas inmensas cordilleras. «La casualidad me ha traído donde ustedes. Déjenme pasar al otro lado», les supliqué a sus señorías con tres hojitas de coca cuando voltearon a mirarnos. «¡Nada es casual!», apuntaron bufando halos oscuros desde el fondo de sus grietas. «A sus majestades les encanta el tierno corazón de los niños, si es de forastero se pelean para atraparlo en un instante», sabía decirnos padre Florencio cuando le acompañábamos a la tierra de sus majestades tata Qurupuna y mama Zulimana.

«Diles a sus señorías que traes semillas de coca», me aconsejó la abuela Domitila haciéndome enterrar tres semillas ante la puerta de Apacheta. De pronto, una avalancha de nieve rodó cuesta abajo y me revolvió el ánimo. «Tenemos su permiso», me aseguró abuela y saltamos al otro lado, luego seguimos avanzando a pasitos rápidos. Cuando llegamos a las zancas del nevado, abuela bebió otro sorbo de traguito ocultando esta vez la botella al fondo de su pecho, luego me pidió que me ganara el cariño de las niñas escogidas: «Tu suerte puede cambiar», me confió despidiendo un fuerte olor a aquel traguito añejo. De repente, apareció ante mí un hermoso tambo de piedras muy finamente encajadas como los granos del choclo y en cuanto entramos allí saludé a aquellas niñas a la manera antigua de mis abuelos: «Amara-purísimas, imas-imas». Por un instante, ellas se me plantaron en mi sombrero de paja de florcitas violetas, pero como las avecillas Tertulias se sacudieron la cabecita para deshacerse del aturdimiento. «Azar-azar, sin pecado concebida», me respondieron a la manera cristiana. «¡Qué niña tan graciosa!», soltaron unas risitas y me ofrecieron una cubierta de alpaca fina donde pude acomodar mi bultito y mi edredón, ya tenía un espacio calientito cerca del fogón, así que sin perder tiempo me senté para hacerme cargo de él. «Zamba», le dije al fuego al atizarlo y crepitó, entonces me convencí en mi corazón de que todo me iría bien, la suerte me sonreía. «Madre fuego, el azar me ha traído donde usted, madre fuego, con su permiso», y alimenté su boca ardiente con la primera bosta: de repente, laph, las llamas se azularon. «¡Qué niña tan curiosa!, ¡azar-azar!», volvieron a comentar las niñas, también pendientes del fuego. Pero como éste seguía elevándose hasta llegar a la primera hornacina, se agitaron: «La madre fuego se ha despertado de pura casualidad». «¡Está preñada, no sea que se nos escape, cierren las puertas!», gritaron brincando junto a la diminuta puertita de lata. Laph-laph, sopló también el viento macho de entre las grietas de las toscas vigas para arrebatarnos una llamita. Madre fuego preñada saltaba hasta el techo de paja, quería escapar, no aguantaba los dolores de parto. «Está a punto de parir», se alarmaron las niñas. «Bastaría una llamita para arrasar los cerros, las quebradas, las pampas», decía mama grande Brígida en los meses de agosto, cuando el fuego suele parir donde sea, por eso las mujeres lo guardaban bajo un fondo de cenizas, en ese lugar llamado la frialdad del fogón. El fuego madre estaba mostrando su inmensa panza, las niñas chillaron y a mí se me encogía el alma. «Atakaw-cruel casualidad, ¿dónde me has traído?, si al menos estuviera en mi comunidad», me lamenté frente al colosal fogón. En mi comunidad, la madre fuego tiene ternura y cariño, nunca nos asusta ni nos sobresalta, no es tan salvaje como en los helados nevados donde corre indomable el viento. Pero en el tambo de las tejedoras madre fuego se disponía a parir proyectando un rojo intenso sobre las talladas paredes, fue cuando le eché tres cruces con la mano señalada, la izquierda, y protesté para mí: «Madre fuego, qué colérica eres, ya pareces un ajicito picante». «¿Cómo? ¿Qué dices?», soltó madre fuego, que me había leído el pensamiento. «Tú no tienes ni voz ni voto, tú eres pura casualidad. Y no se te ocurra volver a dirigirte a mí, ahora probarás mi cólera», y me lanzó un esputo en la cara. «En los meses de agosto, tiempos de los gélidos vientos, la madre fuego se vuelve muy susceptible, entonces hay que hablarle despacio, con ternura. Un mal pensamiento, una palabra mal dicha, pueden transformarla», sabía decir mama grande. «¡Ch’is!», chistaron las niñas, madre fuego estaba dando a luz, se escapaba por el techo flameando rojo candela. Sin saber cómo rectificar mi atrevimiento, le hablé despacito a madre fuego: «Qunusqa niña». Y súbitamente, suyy, se prendió la chispita primigenia que late en el corazón de la gente, laph-laph, y onduló por mis venas hasta llegarme a la garganta, entonces me brotó poco a poco aquella coplilla de Qunusqa niña:

Madre fuego desde el comienzo del universo, 
primera lluvia de fuego, 
el ojo candente de la tierra, 
madre fuego en un rinconcito de mi corazón,
no hay casualidades, 
no hay azares,
nuestro encuentro estaba escrito en la faja multicolor, 
por sus venas palpita la palabra de los ancestros,
nuestro encuentro estaba escrito con tinta labrada. 

Cuando abrí los ojos, mi coplilla todavía resonaba entre las paredes de los muros incas, las llamas ardían tranquilas con su colorcito de fuego amansado. «Madrecita fuego», suspiraron aliviadas las jóvenes limpiándose el rostro ennegrecido por el hollín. «Vinito caliente para la mal parturienta», le salpicaban al fuego gotitas rojas, «Nuestro encuentro está sellado, eres mi cantora, tienes mi soplo-samay», crujió la madre fuego con suavidad mientras me miraba con ternura. «Tenemos su permiso para el traspaso de las fajas», dijeron las niñas y empezaron a acomodarse la faja ritual de una extraña manera: la punta destinada a la salida de los claveles violetas la ubicaron en la frente de la luna llena, la punta que marca el lado de las estrellas del amanecer la pusieron al sur de la constelación del gato mítico. Sus costumbres eran aun más antiguas que las nuestras en aquellas punas de las cordilleras donde silba el viento gélido; ahí, en el tambo, las niñas escogidas seguían practicando las remotas usanzas de las que tanto me había hablado mama grande Brígida. En medio del ritual colocaron un cuenco de chicha de color púrpura con exquisitos aromas a tierras salvajes. Las mazorcas eran granuladas, sin heridas, sin manchas, y las flores chuqichampis se abrían en los tres colores del universo: amarillo del mundo de arriba, el verde del mundo del presente y el rojo del submundo. Las escogidas llevaban esas flores alrededor de sus cabezas y sin moverse mucho se situaron alrededor de la madre de las fajas sagradas; sus pequeñas trencitas, urdidas con mucho esmero, las desatarían en la próxima luna llena, pues para entonces ya habrían germinado. Sin moverse, rectas como estacas, las niñas me miraban con curiosidad, buscaban en mi frente y en mis ojos las anheladas señales de las escogidas. De repente, una de ellas me indicó con la mano que le pasase una pajita y por la expresión de su cara supe que su canalillo le escocía, me acerqué para dársela y fue en ese momento cuando la sacerdotisa me miró con unos ojos totalmente insondables: solamente ella, con alto grado de humanidad, había leído mi destino. «Siéntate a mi lado», me pidió. Y desde ahí pude ver el mundo maravilloso que se dibujaba ante la mesa ritual, desde ahí observé cómo sus majestades los cóndores llegaban de aquellos indómitos nevados, desde ahí vi el pensamiento de las niñas ricas. «Haz sonar las campanitas», me ordenó la sacerdotisa para no causar celos entre las escogidas. Éstas dejaron de mirarme de frente, pero siguieron curioseándome con disimulo. Sacudí las campanitas y tañeron zumbándome el alma, juraría que llegaron hasta el corazón de la tierra: «Seguro que están hechas con fibras preciosas», me dije. «El hilo macho está torcido a la derecha, el hembra a la izquierda, los dos fueron fundidos a fuego vivo y sus nudos guardan la potencia de otros tiempos», nos decía mama grande al oír el agudo tañir de las campanitas con que padre tata-Florencio llamaba a su majestad tata Qurupuna. Volví a sacudir las campanitas y fue cuando llegaron las aves reales, que con su voz de mando anunciaron: «Aquí están las fajas de sus majestades, aquí están las poseedoras de la memoria de los nevados, de las cascadas, de los ríos, de las lagunas y de los manantiales».

La sacerdotisa, sin decir una palabra, graznó imperiosa y las escogidas entendieron la orden, se agacharon para besar las manos fibrosas de sus eminencias emplumadas y recibieron con humildad el telar de sus fajas exquisitamente entramadas. Yo seguí sacudiendo las campanitas para sus majestades y de tiempo en tiempo las agitaba con un golpe para avivarlas aun más. Sus majestades bebieron la chicha púrpura de maíz y el líquido les pasó hirviendo por sus tripas como si fueran canales de agua; cuando terminaron de beber lanzaron los vasos ceremoniales al suelo diciendo «azar-azar», algunos se rajaron y otros rebotaron; «Buena señal», dijeron las escogidas al leer la posición de los vasos reales. Sin querer queriendo, por azares de la vida, atrapé el que había caído sobre mi falda y de repente se abrió la puerta cristalina del manante de mi cabeza: las siete mazorcas, que suelen reventar estrepitosamente, sonaron con ternura, el aroma de los inciensos se expandió y todas las impurezas desaparecieron; el rostro de la gente mostraba suaves facciones, de sus labios brotaba un delicado aroma a rosas. Las niñas escogidas me miraron con cariño: había aquella tierna y poderosa energía llamada azar-azarchay en la tierra de las altas cordilleras donde me había llevado la mamita Domitila.

Al día siguiente, las escogidas me preguntaron: «¿Qué soñaste?». «Soñé que una mariposa de bellos colores se posaba en la palma de mi mano, sus alitas parpadeaban haciéndome cosquillas y cuando sin querer la atrapé, enseguida las hojas de mi libro se volvieron blancas. ¿Qué iré a leer?, me pregunté entonces». «La mariposa lectora vino en tus sueños a trazar tu destino, aprenderás a leer y escribir». «Pero ¿cómo?». «Ella te trajo su libro multicolor, sus alas, delicadas e impalpables, se abrieron para que las leas». «¿Qué quieren decirme, niñas escogidas?». «Tu destino está marcado con tinta matizada», respondieron con autoridad mientras acomodaron en mi mano el codiciado telar de sus eminencias. Enseguida lo desenrollé para puntear mi primera trama y apareció la abuela-gata, ajusté los nudos y la abuela se fijó en una tosca sirena de grandes pechos de una puerta de madera, seguí anudando los hilos y la abuela dio tres golpecitos suaves, entonces la puerta se abrió y ella quedó pasmada con los ojos irradiantes de la niña que la recibió. Abuela-gata, sin perder tiempo, arrojó en el aire el ovillo de la suerte: «Atrápalo, mi niña escogida», dijo a viva voz, pero la niña ya corría cuesta abajo con el grupo de las cantoras de papas. Fue cuando el ovillo me miró y cayó en mis manos. «¡Azar-azar!», dije atrapándolo en mi regazo. «No dejes que se enrede tu ovillo», me aconsejó madre Lucia despidiéndome con su sombrero desde nuestra loma con encanto.

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