Azar, sangre e infarto en una historia de abuelas y pomadas de peyote

Vanesa Robles

(Guadalajara, 1973). Es autora del libro Cien voces de Iberoamérica. FIL Guadalajara 35 años (con fotografías de Maj Lindström, Universidad de Guadalajara, 2021).

Mi abuela materna, Ninfa, nació en 1914, pero no envejeció nunca. Así joven como es hasta ahora, atrapada en una de las muchas paredes que han sido su hogar, me persiguió toda la infancia, con una mirada oscura de apariencia serena, aunque en realidad siniestra. Aterradora.

Yo no la quería ver, pero mi reojo no la podía evitar, nomás para arrepentirse enseguida. Sobre todo no quería parecerme a ella en nada. Jamás presumí su belleza como mis amigas de la primaria presumían la belleza de sus abuelas. Lo que yo quería era que la mía, mi abuela suspendida en un muro, aciaga y omnipotente se alejara de mí.

Y eso que la conocí sólo a través de un retrato de alrededor de 1930, cuyo original en blanco y negro fue coloreado con pincel. Al artesano se le antojó adornar los ojos de la abuela con una sombra verde muy delicada, le pintó los labios de melocotón y le puso un saco caqui. Ella tenía diecisiete años. Usaba una melena bob hasta la mitad de los cachetes redondos, porque era cachetona la abuela, y gordita y se ponía en actitud espeluznante cuando le hacían retratos. Con esa actitud me acompañó de mi cuarto a la cocina y de la cocina a mi cuarto todas las noches de mi infancia cuando el miedo me daba sed.

Estoy convencida de que aquel retrato nos asustaba a todos; un día mi mamá lo envolvió para regalo y se lo obsequió a uno de sus hermanos, quien lo colgó en un pasillo donde no duró mucho antes de cambiarse a la casa de otro. Los que quedan vivos dicen que la abuela se perdió entre una y otra mudanza.

Ahora lo sé. Con ese nombre mi abuela materna, Ninfa Robles González, perteneció desde casi siempre al séquito de las Lámpades, las ninfas del inframundo. Por eso cada tanto la sueño, tendida en la cama de su velorio, donde siempre está sola. Yo siempre hago lo mismo, camino hacia ella. Me voy acercando, me voy acercando, me voy acercando hasta casi tocarla. Entonces Ninfa abre unos ojos oscuros, llenos de infierno, y me mira intentando decirme algo horrible. Hasta hace muy poco descifré el mensaje de esa pesadilla que siempre está.

El mensaje es huye del azar.

En el acta parroquial que consigna su defunción se lee que Ninfa Robles González falleció el 2 de octubre de 1949, cuando iban a ser las doce de la tarde. Dicen que ese año y los nueve que lo siguieron, México pasó por una de las peores sequías del siglo xx, pero aquel día el cielo se estaba cayendo sobre La Mazata, municipio de Etzatlán, Jalisco.

El rancho, La Mazata, había probado la opulencia del oro y del ópalo y la desgracia que cae cuando se acaban las minas. Para 1949 ya no había en el poblado ni escuelas ni clínicas ni bombas de agua. Quedaban una bodega de abarrotes que pertenecía a mi abuelo, el cine de mi abuelo, la cantina de mi abuelo, un puñado de prostitutas viejas, ídem, y algunas familias de ejidatarios, todas muy asiduas a las propiedades de mi violentísimo abuelo. Había dos parteras y un pacto entre ellas de nunca alejarse de La Mazata al mismo tiempo. Nunca, menos el 12 de octubre de 1949. Una, llamada Hilaria, estaba tomando unas vacaciones con sus nietos en Tepic. La otra, de nombre Atilana, había salido de emergencia a la Ciudad de México el 1 de octubre, tras atender el parto complicado de una hija, que estuvo a nada de morir por una hemorragia obstétrica.

A sus treinta y cinco años, Ninfa Robles González estaba sola, en el término de su décimo segundo embarazo, pero eso a nadie le preocupaba porque en La Mazata abundaban los hijos y casi cualquiera podía traerlos al mundo.

Fue una lástima que este nacimiento se empezara a complicar a las nueve de la mañana del 2 de octubre, y que un día antes la partera Atilana se hubiera terminado las inyecciones de ergonovina de la bodega de mi abuelo, en el parto sangriento de su hija. Mi tío Chefus tenía catorce años y era el favorito de su mamá. Se acuerda de que corrió a la caseta telefónica de La Mazata para pedirles a los de la caseta telefónica de Etzatlán que le dijeran al doctor Castillo que viniera de inmediato. No fue fácil convencerlo porque el médico recién salía de una mala racha de gastritis.

Fue una lástima que en medio de una sequía que duró un decenio, ese día los caminos de barro estuvieran atascados por una tormenta. Y que por las carreras al doctor se le olvidara llevar una reserva de ergonovina.

Cuando llegó a la casa de mi abuela y supo que el parto se había vuelto una carnicería, le pidió al chofer del taxi que lo había transportado que se regresara a Etzatlán por el medicamento que corta las hemorragias. Luego, en cuanto el taxista se perdió en la brecha, el doctor Castillo se lavó las manos y se fue acercando, se fue acercando, se fue acercando a mi abuela Ninfa Robles. Entonces, se desplomó sobre ella. En el acta parroquial que consigna su defunción se lee que el doctor Castillo falleció por un infarto el 2 de octubre de 1949, cuando iban a ser las doce de la tarde.

Fue una lástima. La condición de mi abuela empeoró cuando le cayó el peso muerto del que venía a salvarla. Mi tío Chefus dice que antes de morirse preguntó qué está pasando, con una voz tenue y llena de miedo. La velaron en su cama. Los ataúdes los hacían en Etzatlán, a dos kilómetros de distancia, en una brecha rural atascada por una tormenta en plena sequía.

Hace rato hablé con mi tío Chefus para que me diera más detalles de aquel día. Chefus tiene ochenta y siete años, vive en California y es mi preferido porque se parece a uno de los enanos de Blancanieves. Lloró otra vez. Me dijo que el 3 de octubre de 1949 el cielo estaba azul y la brecha seca, tanto que de las escuelas de Etzatlán mandaron traer a los niños de La Mazata para que fueran al entierro de Ninfa Robles.

Para 2009 habían pasado cincuenta años de la serie de hechos desafortunados que llevaron al pozo a mi abuela y al doctor Castillo. Mi tía Ninfa cumplía cincuenta años y yo quería cubrir para el diario una manifestación por la matanza de estudiantes en 1968, pero en cambio me mandaron a una aburridísima sesión de Cabildo en el Palacio Municipal de Zapopan. Encabronada por la sesión, salí al patio a fumar cuando me abordó un hombre gordo y renco. Me quería vender una pomada de peyote y me gorreó un cigarro. Para hacerme plática me contó que se cumplía medio siglo de la partida de la madre de su amigo de la infancia, que murió por hemorragia de parto y aplastamiento de médico. Que lo sacaron de la escuela para llevarlo al entierro. Le pregunté su origen. Era de La Mazata, municipio de Etzatlán, Jalisco. Le pregunté el nombre de su amigo. Me dijo se llama José de Jesús, le dicen Chefus, pero no lo he visto porque vive en California. Le hice saber que me estaba contando la historia de mi abuela. No me creyó, pero me pidió otro cigarro. Yo le compré la pomada de peyote porque lo vi muy jodido. Nunca la he usado, no vaya a ser

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