El segundo domingo de cada mes, el jardín se convertía en una especie de casa de espectáculos donde se exhibían todas las personas que, mediante una pequeña contribución, quisieran negociar al aire libre cualquier objeto, por más feo, inservible e inverosímil que fuese. Si los vendedores eran pocos, los compradores eran menos todavía. En la práctica, sucedía que pasaba bastante tiempo antes de que alguien se acercara a la alfombra o a la mesa desvencijada que servía de expositor y se detuviera en actitud de estar considerando una compra, y entre quienes lo hacían, sólo una minoría pasaba a la siguiente fase, que era mover un objeto y girarlo por todos los lados, hasta que el encantamiento se rompía y él o ella seguían su viaje. Es necesario decir que esto pasa en un barrio de viejos y en una época de crisis, y ya ahora, en un mes de invierno en que el aire huele a desagüe y los árboles desnudos tienen agujeros en los troncos, abarrotados de una materia blanca en forma de ovillos de larvas que, privándolos de su habitual belleza, les dan una apariencia tosca, inmunda e incluso letal.
En uno de los edificios que daban sobre el jardín vivía una joven de las más pobres que hay, incluso en la clase obrera. De su sueldo en una fábrica de chocolates, después de pagar la renta de la habitación, el transporte y una función de cine los sábados, sólo le quedaba para comer bizcochos y pasteles, porque su estómago delicado rechazaba casi toda la comida sólida. Cuando supo de aquella oportunidad también tuvo la tentación de redondear sus escasos ingresos, pero, por mucho que miró alrededor en su cubículo, no descubrió nada con potencial para ser vendido, de no ser un peine de hueso que, a pesar de su apariencia lustrosa y apetecible, haría una triste figura solo en medio de una alfombra. Así, como no podía volverse vendedora, se hizo compradora, o más bien empezó a hacer como los demás que iban a pasear a la feria sin intención de comprar nada.
La diferencia con las otras personas era que, al ser una persona educada, no se atrevía a meterse en nada, ni siquiera a quedarse mucho tiempo mirando un objeto. Sin embargo, sólo de escuchar y observar aprendió mucho, y estuvo a punto de pensar amargamente que algún día día sabría tanto de antigüedades y pseudoantigüedades como cualquier marchand d'art.
Así, la feria, que debía ser un motivo de distracción, por un lado la volvía más exigente y evolucionada, por otro más rebelde y triste.
Seis o siete meses después se produjo un acontecimiento que revolucionó su vida. En una zona retirada del jardín, una callejuela secundaria adonde apenas llegaba el eco distante de aquella babilonia de sonidos y colores (o así parecía, porque los demás días, expurgado de todo, el jardín recaía en una paz de cementerio), y por lo tanto lejos de la competencia, que denotaba un carácter muy orgulloso y firme y tal vez una protesta contra la sociedad mercantil y la ley de la selva, un joven vendedor exponía su mercancía usando como expositor la propia maleta de cartón donde la transportaba. La chica se detuvo y miró con una expresión concentrada, al mismo tiempo que sentía la nuca latir bajo el efecto de un terrible dolor de cabeza. Después se acuclilló hasta sentir el chasquido de las articulaciones de las rodillas, y en esa posición incómoda y que la hacía sufrir aún más por su aspecto antiestético, saltando a veces en la acera como un gallináceo, paseó la mirada borrosa y vacía por una pila de pendientes, ya más utilitarios, ya más ornamentales. Al azar se fijó en una estampa cuya antigüedad certificaban las manchas de humedad que le hacían un paspartú amarillento, y que representaba una figura humana de largos cabellos y sonrisa de esfinge (se trataba de una reproducción de Mona Lisa). ¿Puedo ver? Él dijo que sí, gravemente, meneando la cabeza, y ella, mecánicamente, empezó a examinar uno a uno todos los grabados del lote, ya ensayando, aun sin tener conciencia de ello, los tics de aprecio y desdén que los verdaderos expertos elevan a nivel de gran arte, y en ella eran la prueba de que la voluntad hace milagros cuando se pone al servicio de un designio superior. A continuación, clavó una mirada persistente en unos bolígrafos viejos que había en un frasco de golosinas. Ya le dolían las rodillas; se levantó y, con modos relajados, indagó el precio de los grabados. La transacción se hizo y la muchacha clavó en la pared del cuarto el dibujo de la mujer desconocida, y a partir de entonces nunca más se sintió sola, como si ella, la mujer del retrato y el vendedor fueran intercambiables y donde estuviera uno estuviera el otro, viviendo así una relación de a tres como si fuera de a dos, con muy buenos resultados.
En la feria siguiente, es decir, un mes después, la chica había ahorrado lo suficiente para comprar otro grabado. El tiempo que tardó en escogerla fue el mismo que perdió contemplando a su amado, pero sentía que él la observaba, y así aquellos minutos le supieron intensamente, de manera que fue con plena conciencia de obedecer una atracción mutua que esperó a que él envolviese el grabado en un pedazo de periódico, mostrando total falta de costumbre de sus manos nerviosas y afiladas, y después le depositó una moneda en las manos, acompañando el gesto con un delicado pedido de disculpas que no llegó a salirle de los labios.
La chica tenía en mente un proyecto que se condecía con su pobreza y su timidez: comprar todo el lote de grabados y luego invitarlo a venir a apreciarlos, ya distribuidos en las paredes de su habitación y encajados en las molduras que fabricaba en su tiempo libre con embalajes de cartón, pedazos de papel aluminio y otros materiales reciclados que le ofrecían en las tiendas por ser una persona a quien daba gusto dar, con su aire modesto y humilde. Unos meses más, pensaba ella, y quizá estarían en condiciones de casarse, a medida que el negocio de él se expandía y conquistaba clientes fieles como ella, de feria en feria.
Un domingo sucedió algo que ella nunca había imaginado en sus proyectos tan simples y viables. Él no apareció, y cuando, al cabo de muchas horas, se atrevió a preguntar al vendedor que había ocupado su lugar si sabía de él, oyó como respuesta que estaba muriendo, si no era que ya había muerto. Después de muchas indagaciones e informaciones contradictorias, consiguió encontrar a alguien que le dio la dirección de la madre, con quien él vivía a pesar de tener treinta y siete años de edad. La casa había sido pintada recientemente y tenía un aire muy limpio, con sus flores de plástico en jarras y piso de mosaico. La madre lloraba en la sala de entrada junto a las amigas que le hacían compañía en aquel trance y recordaban en voz alta todas las facetas nobles y generosas del moribundo. De vez en cuando una se asomaba por la puerta del cuarto, arrastrándose con precaución y de puntillas porque nadie estaba autorizado, ni siquiera la madre, a perturbar los últimos instantes de vida; él quería pasarlos ante la televisión viendo una de sus series preferidas. Cuando la muchacha entró, él estaba riéndose bajito. La vio y se puso aún más pálido, lo que le dio a ella alguna esperanza, pues si mostraba alegría y amargura era porque aún estaba apegado a la vida. La chica ya sabía cuál era la enfermedad que lo estaba matando y la inutilidad de hacer preguntas improcedentes. Por cierto, durante todos aquellos meses había tenido la verdad frente a los ojos, pero su total falta de preparación juvenil y el gran amor que había forjado en sus sueños de virgen la habían vuelto obsoleta ante los signos evidentes que la muerte iba sembrando en el rostro de él. El espectáculo de aquel humilde tránsito la entristeció tanto que primero sólo tuvo un pensamiento: morir también. Se sentó al borde de su cama y le pidió permiso para envolverlo en sus brazos, compartir su calor, su comida y su bebida y sus besos, y él, ante tanta buena voluntad, no se atrevió a decir que no. Ella hacía un esfuerzo enorme para no llorar al acariciar su pelo, ralo y blanquecino, y las orejas roídas a causa del eccema, mientras pensaba que era capaz de ponerlas como nuevas, recordando su frasquito de aceite de almendras dulces. De repente comenzó a imponerse a la madre y a dar órdenes, con mucho respeto, pero también con firmeza, y la madre, como hipnotizada, parecía sólo esperar una señal para obedecer. Les llevó una sopa muy rica, llena de vitaminas, que los dos comieron en la cama, apoyados en las almohadas, y minutos después ella le midió el pulso y comprobó que era casi normal. Pasó el resto de la noche recostada junto a él sin importarle su olor un poco agrio, y al día siguiente no dijo nada, pero comenzó simplemente a cuidar de él veinticuatro horas al día, con la paciencia de alguien que se dedica a raspar con un palillo toda la superficie de la corteza terrestre. La verdad es que no lo hacía por simple bondad y dedicación desinteresada. Había percibido que, si no lo salvaba, moriría también, y así no llegaría nunca a casarse, y ella quería casarse con él y ayudarlo, con su olfato indiscutible de mujer de negocios que se abría camino en el comercio de antigüedades. Todo este plan fue madurado y reflexionado durante los meses que pasaron, hasta que volvió a ser un hombre normal, frágil pero con una cara seria y agradable y relativamente bien constituido.
En el Centro de Salud no podían creerlo. Lo palparon por todos lados y luego lo mandaron con una carta al hospital de la zona, donde su caso debía ser estudiado. La dirección del hospital evacuó un informe de quinientas páginas y le propuso ir a Estados Unidos, a la célebre Clínica Mayo, para que se presentara ante la comunidad médica internacional. El muchacho —a quien seguimos llamando así a pesar de su edad, porque la enfermedad, en sus bifurcados caminos, había desacelerado el proceso de envejecimiento mental y se descubría ahora que, deteniendo el proceso de envejecimiento mental, era posible frenar el del físico— dejó la decisión al criterio de la novia, abdicando de cualquier tipo de voluntades, como si se entregara a las manos de Dios.
No podía haber hecho mejor elección, pues ella seguía teniendo el don de acertar con la actitud correcta, desde que tomó el destino en sus manos y lo iba forzando a golpes de voluntad, impulsada por la presencia a su lado del hombre amado que había rescatado del otro mundo. En Estados Unidos hicieron una gira triunfal que los llevó de los Apalaches a las playas de California, en una limusina precedida de una guardia de honor de policías en magníficas motos, que ostentaban en los cascos las banderas de los dos países.
Como aprovecharon para casarse en Las Vegas, puede decirse que todo el viaje, excepto cuando tenían que confirmar su presencia en anfiteatros que se llenaban de gente, fue una luna de miel inolvidable. No se piense que volvieron ricos. Como todo lo que necesitaban les venía a parar a las manos, no llegaron a ver un dólar, pero tenían sensibilidad suficiente para sentirse regiamente pagados.
Fuera de eso, el contacto con el país de la abundancia y de la libre iniciativa les había dejado huellas profundas o, para no exagerar, unos rasguños que iban a tardar mucho tiempo en desaparecer. La muchacha se dio cuenta de que, si quería conquistar una posición en el mercado de la venta ambulante de antigüedades, tenía que apostar por la diversidad y la originalidad e ir al encuentro de los gustos y aspiraciones del público, buscando a las personas donde se encuentran, lo que suponía una estrategia de multiplicar los puntos de venta y asediar a los clientes en la puerta de sus propias casas. Pero este plan únicamente valía la pena porque tenía al lado a alguien que le gustaba tanto que, siendo iletrada, hasta parecía que conocía a Racine, cuando, en sus locuras amorosas, le decía: «Mátame, para que yo te pueda perdonar».
Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo