Los dí­as de la semana / António de Castro Caeiro

Los días de la semana tienen nombre. Cada día tiene su personalidad. Cada día de la semana lo es en todos los países del mundo. Es así también con el fin de semana. Cada día es diferente y hay tantos días como las personas que los viven. Existen, sin embargo, patrones de identidad. Todos los días de la semana en la vida de alguien pueden ser diferentes. Pueden ser vividos de la misma manera con contenidos diferentes. Pueden tener siempre el mismo contenido, pero ser vividos de diversos modos. Pueden hacerse siempre las mismas cosas. Y, sin embargo, los días pueden ser todos diferentes. Se pueden hacer siempre cosas diferentes y los días parecerían los mismos.
      Parece haber una identidad que es referida por el nombre de los siete días de la semana. Un lunes de octubre es diferente de un lunes de agosto. Independientemente del mes, un lunes es siempre un lunes. Y completamente diferente del domingo y del martes. Los días de la semana varían según los meses de los cuales son días. Lo mismo ocurre con los meses del año. Los meses del año varían de año en año.
      ¿No habrá, sin embargo, una identidad «personal» de cada día de la semana? ¿No parece que cada día específico de la semana regresa todas las semanas de todos los meses, cada año?
      Los días son unidades temporales de veinticuatro horas. Una semana, siete días. Un mes, veintiocho, veintinueve, treinta o treinta y un días. Pero hay una enorme diferencia en las horas entre sí. La mañana del lunes, por ejemplo, es diferente de la noche del viernes. Un día pequeño de diciembre es diferente de un gran día de agosto.
      Lo mismo pasa con los años. La infancia parece tener un tiempo único que la hace vibrar. Tal vez así sea también la juventud. Pero los años en la vejez se distinguen. Cada año es contado como el último. Cuando el fin se acerca, se descubre que cada día es un personaje diferente. Es como un huésped que parte al romper la aurora y convive con nosotros en el insomnio de la noche.
      Tal vez la vida no sea sino un solo día. De los que desaparecen cuando cumplimos la agenda y regresan, vacíos, en el fondo de la noche. Hay días que son diferentes. Hay días que son iguales a todos los otros.
      Existe así una identidad cronológica del tiempo de un día que no corresponde a la cantidad igual de horas.
      ¿En qué consiste esta diferencia? ¿Cómo pasan los días y sus horas? ¿Cuál es su forma? ¿Cómo es que hay tantos contenidos diferentes como personas en el mundo? ¿Cómo compartimos todos nosotros el mismo día, cuando en un mismo instante podemos estar viviendo contenidos completamente diferentes? ¿Y se hace tiempo cuando un día se junta con otro, para hacer el día a día? ¿No tendrá cada mes sus días y semanas diferentes de los días y semanas de otros meses? ¿No son los lunes del mes de septiembre diferentes de octubre, noviembre y diciembre, etcétera?
      ¿Por qué tienen el mismo nombre, cuando pasan sólo para volver la semana siguiente? ¿Para dónde va un lunes después de haber pasado, cuando ya es martes? ¿Será el lunes de la primera semana del primer mes del año igual al de la semana pasada del último mes del año? ¿No será verdad, por otro lado, que un mes ya impone el tono al modo como pasan sus días?
      ¿No es un hecho también que los días de los meses son diferentes mes con mes porque los meses son diferentes año con año? ¿No es verdad que los años son diferentes según las épocas de la vida?
      ¿Y las épocas de la vida, con sus inicios y finales, no son diferentes de vidas entre vidas?
      ¿Y si el tiempo de la vida no resultase de juntar un segundo a cada nuevo segundo hasta alcanzar un minuto? ¿Y si el tiempo de la vida entero no resultase de juntar sesenta minutos en una hora, veinticuatro horas en un día, siete días en una semana, cuatro semanas en un mes y doce meses en uno año o todos los años de nuestras vidas en el tiempo de la vida?
      ¿Y si todo el tiempo de la vida vibrase ya —incluso sin haber agotado o vivido hasta su límite extremo— de modo comprimido y compacto en un segundo? ¿Y si el tiempo todo de la vida estuviera maciza y densamente compactado en el primer segundo de la vida así como en el último?
      Todos los momentos en que se recorre el camino se encuentran entre el primer instante y el último. Todos son principio y al mismo tiempo fin. Todos duran, aunque sea un instante. La vida comienza el fin de semana o de las vacaciones, porque la vida comienza en las vísperas de todo. También termina en la víspera. Y vivimos siempre en esa inminencia, en un «todavía no».
      Un día es un personaje con una identidad propia. Tiene un alma. Es una manera de ser. Tiene hechizo. Es un modo. Y acontece con una melodía que es sólo suya.
      Es como un personaje de nuestras vidas. Crea una ola. Tiene una cadencia propia. Es una atmósfera con varios climas y ambientes. Hay días normales, alegres y tristes. Hay días extraordinarios, horribles. Y hay días felices.
      Cada día tiene un espíritu propio. Es una persona. Es como la persona que llega, se queda y se va. Los días en que hacemos siempre las mismas cosas y se viven siempre de la misma manera son como clones de uno solo. Pueden pasar meses. Hasta años. Todos los días de nuestras vidas pueden quedar atenuados. Nos da por acordarnos del invierno en primavera. Y de repente es otra vez Navidad.
      Y, con todo, cada día es diferente. Hay diferencia en cómo los atravesamos. O pasamos las horas. O son días perdidos. A pesar de la semejanza entre los días, cada uno es único. Podrían tener un nombre. En lugar de eso están fechados.
      La vida tiende, con todo, a crear patrones de identidad. Las fases de los días son vividas de la misma manera, aunque cambiemos los parámetros de normalidad habitual. Los días son también fechados por épocas. Hay tardes de verano de las vacaciones de infancia. Ésas son tardes que nunca más regresarán. Sin embargo «la tarde de verano» en tanto «tarde» es reconocida como un momento de duración del día. Tiene un patrón formalmente idéntico, ya sea de verano o de invierno. Sea una tarde de la infancia o sean las tardes del presente.
      Los días son todos diferentes, sin embargo tendemos a interpretarlos según patrones de identidad. La identidad es la del corazón de la vida. Cada vida configura sus días como suyos. Cada persona es la época del tiempo que tiene para vivir. La forma de sus días es, en el límite, irrecuperable para cualquier otra persona. Radicalmente, podríamos percibir que un día en la vida de una persona tiene una cadencia tan marcada como la tiene el concepto «tarde de infancia». La «tarde de infancia» es inequívocamente comprendida por cada uno. No obstante, la «tarde de infancia» de una persona cualquiera es irrecuperable por cualquier otra persona.
      Los días de la vida de cada uno son los días de esa vida. Por más o mejor que se consiga acechar dentro de las vidas de los otros, se encuentran sumergidas en una opacidad radical. No se consigue nunca salir de la propia vida, del tiempo que la constituye, del modo en que se vive, para sumergirse enteramente en la vida de cada uno de los otros, incluso de una sola persona.
      Los días de la semana tienen nombre. Los nombres no permiten sólo organizar la semana, el mes o el año. Los días son nombrados porque tienen una identidad propia.
      ¿Quién puede vivir de lunes a viernes? ¿Quién no confundió un día de la semana con otro y dejó de percibir que la personalidad del día termina por imponerse? Todos los lunes en el mundo son idénticos, pero son diferentes de los martes, los miércoles, los jueves, los viernes y, por acuerdo de la mayoría, de sábados y domingos. Ningún día de la semana podría ser cambiado por otro.
      Pero el espíritu de los días no es sólo genérico o específico. Cada día es singular, incluso único. Y no lo es por estar registrado con un número del año al que pertenece. Ese método apenas lo individualiza. Cada día es una cierta fecha, aunque indeterminada. Hay días más relevantes que otros y cada vida cuenta siempre con sus días especiales. Son los días a los que nos referimos en singular y que nunca jamás olvidaremos. Aunque no sepamos bien cuál fue su mes o su año, sabemos cuál fue el día.
      Hay días llenos de promesa y otros de despedida, días y días y días en los que no sucede nada. Hay días de encuentros. Hay también días en que nos desencontramos para siempre de los otros y de nosotros mismos. Hay días en que somos diferentes; tan diferentes como si la vida nos hubiera alienado y no supiéramos a cuánto andábamos.
      La consistencia de un día es su espíritu. El espíritu no es sus estados o sus momentos. Quiero decir, no es el contenido específico que vivimos en cada día. Es el espíritu del día el que trae la presencia de los acontecimientos y también se los lleva. Aunque confundamos el día con sus historias, sus personas y sus acontecimientos, el día es completamente diferente de lo que se da en cuanto es día. Hay días extraños sin que sepamos bien por qué o sin que conozcamos la razón para que lo hayan sido. Hay días inolvidables y días para olvidar. Los días de la primera vez de todas las veces y también los del principio del fin.
      ¿Qué dice el espíritu del día? ¿Cómo podemos auscultarlo? ¿Con cuál sensor es posible captarlo? La abrumadora mayoría de las veces no conseguimos detectarlo. Es necesario que un día gane cuerpo para percibirlo tal como se insinuó en el mundo, vino hasta nosotros y se quedó para siempre.
      Hay una disponibilidad natural, nuestra, humana, para elegir lo «insólito» como objeto de atención. La palabra tiene un matiz negativo, aunque el sentido etimológico sólo diga «lo que no es habitual o de costumbre». Se refiere así al carácter distintivo de un acontecimiento dado que causa, como mínimo, perplejidad.
      La extrañeza de lo insólito rompe la cadena habitual y normal de la repetición de los días que atravesamos. En la secuencia cotidiana del tiempo y en la organización de los días hay una distribución de las horas que los dividen en veinticuatro, de los días de la semana en siete, de los meses del año en doce, de los años de vida. Y es esta aparente domesticación del tiempo que lo insólito revienta. Le damos toda nuestra atención. Son las historias extrañas que les suceden a los demás o las historias que nos suceden a nosotros y nos dejan perplejos, siendo otros, modificados.
      Pero hay otra dimensión que está presente en lo insólito, en lo que no sucede siempre y sale de lo habitual y de la normalidad. Lo que rompe la cadena repetitiva de la distribución cuantitativa del tiempo puede tener un carácter absolutamente extraordinario, excepcional. Es lo que sale de la normalidad y de lo habitual. No importa ahora si le prestamos atención o no, si estamos distraídos o no en nuestras vidas. No importa incluso si buscamos lo extraordinario y lo excepcional, como si fuera el carburador, lo absolutamente nuevo, lo que suscita curiosidad, lo que atrae.
      Los días diferentes lo alteran todo por su carácter extraordinario. Se dan, nos ocurren, vienen a nuestro encuentro, nos tocan y configuran. Hay una generosidad en ese acontecer de los momentos y de los días diferentes. Parecen regalos o promesas. Nos son dados, no sé para qué o por quién, ni de dónde provienen o cómo llegaron residualmente a nuestras vidas. Ni para dónde van. Podríamos preguntar cómo fue que nos volvieron diferentes, otros, extraños incluso para nosotros mismos.
      Hay días que en su extrañeza nos han alterado convulsivamente para siempre jamás. Llegamos a ser lo que no éramos. Somos más nosotros mismos después de haber vivido lo acontecido. Si esos momentos de tiempo no nos sucedieran, no seríamos nosotros. Ellos trabajan intrínsecamente la esencia del encantamiento orientado por y para nosotros.
      Podemos pensar en diversos momentos que nos han trastornado pero que nos han hecho lo que somos, aunque nos volvieran diferentes: «el primer día de escuela», «el primer buceo atlántico en las vacaciones de verano», «el primer encuentro con alguien», «el primer encantamiento», «la luz del sol de la primavera de la infancia», cada uno podrá poner entre comillas lo que encuentre, o mejor dicho, los momentos en que se convirtió en sí mismo.
      Vivimos contemporáneamente indisponibles para estos encuentros. Que sí ocurren y suceden. Y pasamos por el costado. Dividimos el tiempo en horas útiles e inútiles, independientemente de si el valor de la utilidad se interpreta como bueno o malo. Tenemos la idea de que controlamos el tiempo con agendas y con horarios, con planes a largo, mediano o corto plazo. Las vacaciones, los fines de semana y los feriados, las horas extras que equilibran las horas regulares, de lunes a viernes e incluso los fines de semana y hasta el verano. Difícilmente estamos solos, tenemos siempre que estar ocupados, tenemos que emplearnos en el tiempo.
      Para construir sentido necesitamos llenar todas las horas, para poder atravesar el día a pie, dormimos deprisa para repetir otro día, que será atravesado al hacer hincapié en cada hora, siendo ésta como una piedra para atravesar el día de una orilla hacia la otra. Tenemos tanto cuidado en la manera en que colocamos el pie que no miramos el río. Sólo tenemos miedo de caer. Ni siquiera se nos cruza por la cabeza sumergirnos e ir a nado. No.
      Tenemos que tener las horas ocupadas para no estar a solas con el silencio de nuestras vidas, para sondear todavía: «la primera vez de todas las primeras veces», «el primer encuentro con los seres sagrados de nuestras vidas», de quienes se dice que son nombrados como los santos «madre», «padre», «hermano», «tía», «abuelo», «abuela», «amigo», «amiga», «novia».
      Los demás encuentros que nos suceden pueden ser insólitos, siniestros, extraños, inhóspitos. Pero cuando se da un encuentro es como si fuera la gran oportunidad de la vida. No son sólo los nombres de los santos de nuestras vidas, de aquellos a los que nos consagramos y por quienes nos sacrificaríamos, a quienes nos entregamos y dedicamos lo mejor que podemos. Si es así, hacemos apenas lo mínimo por ellos y a veces ni siquiera eso.
      Pero esos otros que encontramos y vamos encontrando abren oportunidades, nos llevan a paisajes y a dimensiones adonde no iríamos solos, porque todos los paisajes que los otros nos dan a ver son sus propias existencias. Pueden ser nuestros maestros, puede uno de esos otros, extraño voluntarioso, pronunciar una frase para aclarar lo que se necesite.
      Son ciertamente aquellos que llamamos «los nuestros», a quienes nos ligan lazos estrechísimos, tan estrechos que es como si corriese en nuestras venas la misma sangre y respirásemos un mismo espíritu. Como si no pudiésemos decir «yo» sin implicarnos mutuamente. Si desaparecieran o nunca hubieran aparecido, los mapas de nuestras vidas quedarían irreconocibles. No seríamos los mismos.
      La erosión del tiempo parece nivelar todo por la acción de su paso inexorable. Las primaveras ya no traen el sol que inundaba el pasillo de la casa de mi infancia, ahora son estaciones del año que llegan después del invierno y parten antes del verano. El primer chapuzón del verano ya no es como antes, cuando la playa de la infancia no estaba a la distancia de Lisboa pero existía entre el último día de octubre y el primer día de julio. Ya no encontramos en la mirada del otro a quien no veíamos desde la eternidad. Ya no miramos y ya no nos miran. Y a veces eso tampoco importa.
      Sin embargo, lo extraordinario es ahora, puesto que cada instante es único. Se da, viene y va y no regresa. Empero, este momento extraordinario es la primera vez de todo en la vida. Puede ser el rasgar total de la vida en la eternidad a escala mundial.
      El lapso de tiempo que es nuestra vida está configurado por un sentido de totalidad inabarcable e intangible. Es muy difícil darse cuenta de que esta vida, la nuestra, la mía, la tuya, la suya es extraordinaria. ¡El estar aquí como quien no quiere la cosa! Y que estén, en la travesía de las horas, algunas vidas al lado de otras.
      Cada persona lo es a escala mundial y su tiempo es sin duda finito, pero su lance es el de la eternidad. La incisión del mundo de nuestras vidas, de las generaciones de generaciones de vidas de personas y de familias, proviene de un acontecimiento que nos hace encontrarnos en este mundo con los otros.

Traducción del portugués de Rafael Toriz

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