Hijo de mamá (fragmento) / Martin Walser

a la vida, con amor 

I
    
Ewald, me llamo Percy. Eso lo dijo después de que cerró la puerta tras de sí. Ewald no había respondido cuando él tocó. Percy dijo que lo entendía. En la Sección Cerrada, tocar a una puerta y esperar un adelante es hipócrita, ya que la persona que toca a la puerta tiene la llave que la abre.
     Ewald yacía en la cama hecha. Yacía sobre su espalda. Los ojos abiertos. El lado derecho de su rostro era rojo, una cicatriz, la mano derecha también. Esa mano derecha descansaba sobre el pecho de Ewald. Sostenía un teléfono celular. Eso sólo podía significar que estaba esperando algo, lo cual debía salir del celular. Percy dijo: Me sentaré en la silla que está en tu mesa. Luego se quedó callado. No se quedó esperando, se quedó callado. De pronto Ewald se levantó, se deslizó en los zapatos negros que estaban debajo de la cama, se volvió a recostar y se quedó mirando el techo. Era evidente que no quería que nadie lo viera sin zapatos. Mocasines negros, calcetines negros, pantalones negros, camisa negra de mangas largas. Como mancuernillas, piedras rojas montadas en oro. Cornalina, pensó Percy. Durante la acción de deslizarse en los zapatos, Ewald mantuvo todo el tiempo el teléfono en las manos.
     Así permanecieron. Mudos. Por dos o tres horas. Luego Percy se levantó, se dirigió a la puerta, la abrió y dijo: No quiero que te sorprendas. En este lugar yo a todos los trato de tú, desde que entré aquí a la escuela de enfermería. El profesor me permitió aprender latín. En esa lengua no existe el usted. Desde entonces, a todos les hablo de tú. Así es como si siempre estuviera yo hablando latín. Me da esa sensación, nada más. Hasta pronto, Ewald.
     Una vez que Percy estuvo afuera, giró la llave en la cerradura de la manera más silenciosa que pudo.
     Dos sensaciones le eran ajenas a Percy: el miedo y la impaciencia.
    
En días de mayo como ése, que hacían que lo verde resplandeciera, los senderos del bosque en los terrenos de la clínica estaban muy animados. Pacientes con sus parientes, pacientes sin parientes. Una vez Percy incluso fue saludado por el estruendoso grito de un cuidador que conducía a un grupo de pacientes a una cita. Percy devolvió el saludo. Justo a tiempo cayó en cuenta de que se trataba de Alfons. El Cíclope Alfons. Quien se había formado con él aquí en la escuela de enfermería. Quizá nos veamos luego, había exclamado el Cíclope Alfons. Creo que está difícil, había respondido Percy con otro grito, y pensó que fue después de esa época que Alfons había perdido un ojo. En una pelea con un colérico. El profesor que le había contado esto le había dicho que Alfons no se defendió. Y el no haberse defendido se convirtió desde entonces en el emblema de Alfons. Ambos habían acompañado sus gritos con gestos de las manos.
     Cuando a continuación Percy cruzó la plazoleta donde estaba el pozo, la cual le proporcionaba a las zonas al aire libre de la clínica una especie de centro, fue detenido. Un joven que había estado sentado en el borde inferior del pozo brincó de pronto, se le puso a Percy enfrente, pero enseguida con grandes aspavientos le cedió el paso que recién le había bloqueado y le dijo: ¡Haga usted el favor! Hasta ahora han pasado todo tipo de personas frente a Friedlein Vogel, de modo que el barón Schlugen no querrá ser la excepción.
     Percy había hecho, o dado a entender, o dicho algo de lo que se arrepentía, pero no acababa de captar qué era. Sólo cuando presenció la escena que se representaba manipulando su nombre o sus nombres, se le ocurrió que a
lo largo de los años que llevaba peregrinando por las parroquias y las instituciones que hay entre el Danubio y el lago Bodensee, en algún momento debió haber sido excesivamente comunicativo. Si no fueron las cocineras de la parroquia, entonces tuvieron que ser médicos o gente de enfermería del plk [Hospital Psiquiátrico Estatal] quienes le añadieron un tono colorido a su fama. ¿Barón Schlugen? Ya ni siquiera sabía a quién le había contado que su madre tenía esperanzas de que los Schlugen alguna vez hubiesen pertenecido a la aristocracia. A ella le gustaba investigar cosas de genealogía.
     El que se había presentado como Friedlein Vogel medía por lo menos uno noventa, y era tan flaco que no alcanzaba a llenar la ropa que llevaba. Un mentón como la proa de un barco, y una manzana de Adán que podía competir con la no precisamente diminuta nariz.
     Con ceremoniosa lentitud empezó a sacar papeles de su chamarra y a desdoblarlos, y le dijo:
     Hace sólo dos semanas no hubiera yo podido estar esperando la oportunidad de hablar con usted. Estoy en la Cerrada, aunque apenas en el nivel dos. Desde hace una semana ya me están creyendo que ni me mataré yo, ni tampoco mataré a nadie más. Por el momento. Mi misión sigue siendo mi misión, pero al farmaconista, Dr. Bruderhofer, le aclaré que mientras yo siga siendo un cero a la izquierda, él no debe temer ninguna acción de mi parte. Candidato a suicida con ambiciones políticas, ésa fue la etiqueta que me acomodaron. ¡Pretende mandar una señal! Pero hay algo que primero se les tendría que explicar con mucho cuidado: mandar una señal —qué manera tan ferrocarrilera de expresarse— es algo que sólo puedo hacer si soy el famoso escritor que tengo toda la capacidad para ser, si bien esto aún no lo tengo en miras. Pasar a formar parte de la élite intelectual no es suficiente si lo que usted está persiguiendo es un chispazo de iluminación histórica. Cociente de inteligencia 147, y en el ámbito del lenguaje 180. A la fecha, once editoriales han rechazado mis manuscritos. A causa de su sintaxis, que vociferaba al cielo su incompetencia, los escritos de rechazo me confirmaron cuán buenos son mis manuscritos. El hecho de que yo no tenga ambiciones literarias, sino una misión histórica, no les entra a esas lumbreras de suplemento dominical. La camarilla americana en el poder tiene que comprender que en la actualidad la paz no se consigue a través de la guerra. Y esta camarilla belicista no se detendrá sino hasta que un escritor no se prenda fuego frente a la Casa Blanca, un escritor de rango secular. Desde que manifesté esto, estoy siendo vigilado por la cia y el Mossad. El Ministerio del Interior, en donde he suplicado que me asignen protección personal, no reacciona. Naturalmente que no. La cia y el Mossad, verdaderos cómplices. De guerra en guerra nos hemos acostumbrado a que la guerra sea la única solución para los problemas. Primero creamos problemas, y luego los solucionamos con una guerra. Desde luego hacemos a veces chistes acerca de este o de aquel presidente de Estados Unidos. Cada uno más simplón que el otro. Pronto ya no tendremos que seguir avergonzándonos de nuestros Hohenzollern. La resistencia desapareció en la caja de ropa que es la televisión. Artículo 20.4. La Constitución ya sólo les interesa a los chiflados. Como yo, por ejemplo. Si la cia o el Mossad me hacen desaparecer, a nadie le importa. Si como autor que marca una época yo me prendo fuego frente a la Casa Blanca, al coloso estadounidense se le caerá la baba. Un autor de renombre mundial, candidato al Premio Nobel, se inmola frente a la Casa Blanca. Y al incendiarme, mi actitud es tan egoísta como la de todos los demás. Platón: El ser humano puede considerar su interés como su bienestar, únicamente si al mismo tiempo toma en cuenta los intereses de sus congéneres. La fuente de donde proviene la cita se proporciona sobre pedido. Y ahora, ¿qué escribo ahora para cumplir mi misión? Poemas. En este momento le voy a leer el más reciente de mis poemas, ahora que está usted al tanto de lo que está en juego.
     Y leyó:
    
     Soy el pensamiento divino,
     lo máximo superior en todo el infinito.
     Sin mí, todo cuanto la existencia abarca
     sería nada más maceta sin planta.
      
     Luego preguntó: ¿Continúo?
     Percy dijo: Se lo ruego.
     Él:
    
     Yo me separé de ti,
     para que no te fuera como a mí,
     la soledad no es otra cosa que hielo negro,
     aunque los poderosos luzcan blancos chalecos.
    
     Dobló el papel, se lo dio a Percy, y dijo: ¿Qué le parece mi idea de intentarlo ahora con poemas?
     Te envidio, dijo Percy.
     Sabrá usted, dijo el flaco, que el poema me vino a la mente justo cuando comprendí que en realidad los poemas malos no existen. Siempre en un poema está ya dicho todo. Y en poco espacio. Eso me atrajo. Aquel que crea que existen poemas malos es un cortacuellos o un torturador de oficio o un lamebotas. Adiós. Y se detuvo de nuevo. Luego de decir una mentira se quedaba sin poder caminar por miedo de caerse al primer paso. A mí las mentiras me estropean el sentido del equilibrio. Por eso añadiré a continuación a lo que le dije, que le acabo de mentir. Y no se lo estoy confesando a causa de ninguna necesidad de pureza con raíces morales, sino simplemente porque después de que digo alguna mentira, me tropiezo y me caigo. Y esto era la mentira: que en realidad los poemas malos no existen no fue un hallazgo mío, sino de Inocencio el Grande. ¡De quién si no! Además: él quiere incluir por fuerza mis poemas en su antología de Scherblingen. Sin embargo, yo sólo quisiera estar en una antología cuando tenga un libro, todo entero, para mí. Un libro es como un pilar sobre el cual te puedes trepar y ser visible para el mundo. Adiós. Y se puso en marcha y se volvió a detener y dijo: Necesito testigos. Para mi última salida a escena. ¿Puedo contar con usted?
     Siempre, dijo Percy.
     Gracias, dijo él y siguió caminando.
     Percy oyó que él ahora tarareaba.
     Percy se sintió aceptado, aunque sin saber dónde ni por quién. Tampoco es que uno lo tenga que saber, pensó. En especial cuando uno se siente bien. Para él sentirse bien era algo que se manifestaba en las piernas. Lanzaba los pies por delante, con las puntas abiertas hacia afuera de manera casi grotesca. La cabeza erguida con propiedad. Su conciencia de caminante era tan clara, que todos los que lo veían caminar así por fuerza pensaban: ¡Pero a éste qué le ha pasado! Y justo eso era lo que le satisfacía. Él expresaba, él actuaba lo bien que le estaba yendo. Su madre le había dicho más de una vez que a pesar de su corpulencia, su manera de moverse era estupenda. Se le veía que era uno con su cuerpo. Cada uno de sus movimientos era una manifestación de su energía. Cada uno de sus movimientos expresaba que tenía más energía de la que necesitaba. Y: que él dominaba esa energía. Que esa energía estaba a su servicio. Y eso hacía que todos sus movimientos fueran hermosos. Eres un ángel sin alas, había dicho ella. Más de una vez. Y siempre que lo decía sonaba hermoso, un ángel sin alas. Cuando a mamá Fini no le gustaba algo de él, la agarraba en su contra de la manera más brusca; luego le hacía saber cuánto sufría cuando a ella no le gustaba algo de él. Eso hacía que sus halagos fueran dignos de confianza.
     Con el tiempo, Percy llegó a sentirse tan a gusto en su cuerpo, que acaso también hubiera salido adelante sin el cantoral continuo que era la aclamación de su madre. ¿O el sentirse tan a gusto en su cuerpo era el efecto de la incesante aclamación de su madre? De momento se sentía bien, porque este contacto con Friedlein Vogel le había resultado. Y sabía que hoy, y quizás también mañana, Friedlein Vogel elogiaría a Percy. Eso era lo más importante. En todo sitio donde estuviese, le gustaba ser digno de aplauso. Tenía la sensación de que todas las frases de encomio que alguien alguna vez en alguna parte le dirigió, ascendían lentamente a las alturas, donde se juntaban formando una especie de nubes celestiales, en las que permanecían como si fueran ecos que se pudiesen recuperar a voluntad. Ah, qué contento se sentía ahora. Y cada vez que estaba contento pensaba en su mamá. No me conduce mi voluntad, decía siempre mamá. Y Percy decía después: A mí tampoco. Al anochecer de un 24 de diciembre, entre Brauchlingen y Merklingen, fue atropellado por un coche que se patinó en la nieve y lo lanzó por la cuneta; el auto sigue adelante, él se queda tirado, no se puede mover, sin embargo con un palo puede alzar su gorra de cuero hacia el camino, de modo que el pastor Studer, que viene de Brauchlingen de una repartición de regalos en un jardín de niños y desea regresar a su casa en Merklingen, ve el palo con la gorra a la luz de los faros de su coche. Percy es rescatado. Por un tal pastor Studer. Desde entonces lo conoce. La señorita Hedwig, la cocinera de la parroquia, le cuenta a Percy, cuando él llega a principios de año para mostrar su agradecimiento, que el párroco incluso pronunció un sermón sobre Percy. Que un sermón entero trató de cómo al oscurecer, el párroco iba todavía camino de vuelta desde Brauchlingen cuando de pronto vio un palo con una gorra iluminados por las luces de su coche. En diagonal, apuntando al cielo, de la cuneta de la carretera salía un palo con una gorra en la punta. Y frena, acude y encuentra al herido, quien aún ha sido capaz de alzar un palo y de sostenerlo con su gorra de cuero hacia el camino. El accidentado está consciente. El párroco llama a los servicios de emergencia y se queda con él hasta que llega la ambulancia. Antes de ser llevado, el herido quiere saber quién fue quien lo salvó. El pastor se lo dice. Y el herido dice: ¡Felicidades! Al párroco esto le parece extraño. Le pregunta cómo debe entenderlo. Es Nochebuena, dice el herido, lo dice con esfuerzos, porque ahora ya le empieza a doler todo, y además lo felicito por haberme salvado. Ajá, dice el párroco. Y el herido: Piénselo, y entenderá lo que le digo. Y lo meten a la ambulancia. El párroco pensó al respecto, y en Reyes pudo entonces predicar que estaba agradecido, porque en la Nochebuena le había sido otorgado el poder salvar una vida.
     Cuando la cocinera de la parroquia le contó esto a Percy, él dijo: ¡Y vaya vida que salvó! ¡La mía! Y ambos rieron.
     Frente a la señorita Hedwig, él expresó por primera vez en su vida que no tenía padre. Ella entendió por supuesto que sería huérfano de padre, o que su padre se habría fugado en algún momento. Pero él, sin adoptar un tono de sabelotodo: No. Mi mamá me dijo que me tuvo sin haber necesitado previamente de un hombre. ¡Vaya que la señorita Hedwig dio muestras de asombro! Lo tomó de las manos y le dijo que a ella le había parecido de inmediato que Percy no era como los demás. El pastor Studer entró cuando la hermana Hedwig le decía esto, sinceramente feliz por Percy, y dijo: Hemos estado esperando uno como él. Y se rió. Percy no sabía qué decir, de modo que asintió con la cabeza. En todo caso, dijo el pastor, era una magnífica idea, y sólo esperaba que Percy no se dejara convencer de lo contrario.
    

     Traducción de Gonzalo Vélez
 
 
Comparte este texto: