(Puebla, 1976). Lo que sea un nido, nadie lo racione (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2019) es uno de sus libros más recientes.
Años setenta: frente a la retórica fascista de Echeverría, la devaluación, el desencanto, la opción armada, muecas de un país que se desdibuja, la familia provinciana se aferra a valores tan anacrónicos como ya televisivos, tópicos: conformismo y sopor, represión y fantasías cachirulescas de las que el pobrecito señor X huye aterrorizado, carcajeándose y sin aire. El libro de Ricardo Castillo, publicado en el 76 en Guadalajara, además de fuga, también supone una investigación no nacional, filial ni juvenil sobre la identidad, un oído atento al habla y sus variantes sociales, una masculinidad expuesta, precaria, torpe, deseosa, cursi y sentimental, pero además un manotazo contra ese famoso yo lírico y su cofre de certezas. Disfraz tejido de distintos lenguajes, el yo del libro es un bufón atrabancado, un monito de historieta, un pelele seductor que, como de aquella Familia, parecería huir también de la Poesía, si es que su clara intuición quisiera distinguirlas.
Una idea sobre la poesía: no sé si ganamos ya la posibilidad de enunciar en términos firmes, seguros, no sé si eso se ganó alguna vez. ¿Es posible hablar si el habla no desliza ironía, recelo, ahogo, desconfianza, ceja alzada? Sé que recelo de las voces que no recelan, de la propaganda a las gerencias, del mitin a la conspiración: en poesía, de lo conversacional a la languidez satisfecha, de la Obra a la expresión, de la creatividad a los temas —es decir, al dolor predicado—. Nos tapamos con cera los ojos para alejar voces convencidas de sí. En este hilo, puede ser la poesía no sólo una voz, aun si una voz primorosamente cristalizada, sino una indagación: cómo es posible hablar. Qué voz podemos tener. Qué voz podemos no querer tener. Enunciación provisional, que hace por testar el estado del lenguaje: en qué estado lo encuentras —si es que lo encuentras.
Un verso de Jaime Reyes: «Soy feliz, véanme: ¿no soy feliz?, ¿no estoy riendo?». Dentro y fuera del verso hay dos risas difíciles: la de quien tuerce una risa enfática como cruda máscara de tragedia, y la de un autor que escribe en el filo donde deseo y desesperación se hacen uno. Parece la marca de un momento, el de los niños del 68, que, sin participar, vieron y entendieron: Reyes, la raíz amarga, y Castillo, la levedad («No hay tristes que sean pendejos»), pero ambos desbordados, la cesura preterida, la caja que se le queda chica al verso encadenado en más y más renglones. Forzando un poco, como eslabón que guíe a Todo para fiestaspropongo a Ángel Ortuño. No sólo por diestro en la interrupción, el corte, el renglón vacío y la sintaxis cincelada con exprimidor; también porque en su caso no importa si el yo es yo u otro u otra cosa —incluso el propio poema—: comoquiera se suma al desfile en esa enciclopedia de bolsillo del defecto humano, o del humano como defecto, que fue su escritura. ¿O quién habla cuando leemos «Así que ahora / me sentiré importante. / Voy a resucitar pero no tengo / nada que ponerme»?
Lo que queda: un plato de unicel. Mejor: un plato de unicel con divisiones: medianoche de frijol, cucharazo de codito a la crema y gelatina tricolor, y sus respectivos jugos en plástica promiscuidad. Para Iván Soto eso es el mundo, «el gran plato de unicel / sobre el que estamos parados». O bien, un juego que «manipula [como a todo] / un adolescente con grandes ambiciones». ¿Es decir? La imagen de una deserción nefasta, como dijo Gorostiza, la deserción del dios de la experiencia, de la vida como vida y no como una serie de «vivencias» etiquetables. Pocas formas tan espantosas de figurar el mundo que como unicel, gordas moléculas reacias a la degradación, el mundo como su propio, cursi e infantil veneno; o bien, como el videojuego de un adolescente «que ha aprendido […] a ignorar súplicas de parar», hormonado de Costco y superhéroes. Y, no obstante, ha de resaltarse aquí, junto al asco de estas constataciones, la tonalidad de las imágenes de Soto Camba, congelada su risa antes de la desesperación: la voz de un dandi desarrapado que, frente a la náusea, invocara el anacronismo de la discreción; el chiste en una nota al pie en un paper que da por concluida la extinción de la especie.
Eso es todo, amigos: Porky cerrando el festival animado de nuestra infancia esparce en este libro su eco melancólico, pero lo subraya, casi implora ser creído: «De veras eso es todo / amigos». La tele es imposible de apagar, las velitas son de truco y vuelven a prenderse, los cumpleaños se empalman: del «betún y los globos de colores» se pasa al triste escenario de las fiestas adultas, «Otra torre de vasos rojos / otro plato de papitas» con «Las mañanitas» como ruido de fondo, la línea punteada de toda biografía. Ahora bien, casi veo a Porky llorar. De veras, dice, de veras, amigos, ya me quiero ir, por favor. Porque si una voz recela, también recela de los mitos de origen: en Todo para fiestas el presente es esa desolación de envolturas tiradas, botellas rotas y ceniceros llenos, sí, pero el pasado es una época que «ya estaba usada» y cuyo único encanto sería, si acaso, que se memorizaban o anotaban en tarjetitas los números de teléfono. Para colmo, las fantasías, aunque compensen, se han inoculado del mismo betún o del plástico metalizado de la bolsa de Sabritas. Aun si se librara de su ángel exterminador, pues, y escapara del show o de la fiesta, Porky saldría para entrar en otra. Ya me estoy yendo, amigos, mírenme. De veras. Uno de los poemas del libro condensa esta imagen bajo la variante del horror: el fantasma de una señora asesinada, antes dueña de la tienda «Todo para fiestas», aterroriza festejos infantiles y primeras comuniones al intentar huir «de la única bala / que ya tiene adentro». En otro, el último, al payaso de la fiesta, en medio de sus trucos, termina por paralizársele la boca:
Feliz cumpleaños ¿cuáles son los síntomas? Feliz cumpleaños voy a quedarme sentado aquí por si tienes alguna duda. [...] ¿Feliz cumpleaños? Feliz cumpleaños para siempre. [...] Feliz cumpleaños si Dios quiere. Feliz cumpleaños por favor.—
En esa última modulación de la voz está uno de los tres o cuatro instantes de Todo para fiestas donde el cuerpo del recelo produce algo así como una posibilidad de hablar: un margen de maniobra.