Hacer feliz a Franz / Miguel Ángel Muñoz

Comenzó como una apuesta absurda en mitad de la noche, y nadie pensó en su propósito o resultado. Franz le soltó la frase, sin meditarla apenas, a Jakob Brod, el hermano menor de su íntimo amigo Max Brod. De los dos, prefería a Jakob para irse con él de juerga y cervezas cada noche de viernes. Aquellos amaneceres intempestivos de Praga, con su capa de luces neblinosas cercanas a la ensoñación, sorprendían siempre a ambos contándose historias y chistes, alentando una borrachera tenaz que duraría todo el sábado, refugiados en la espuma de alguna de las pocas tabernuchas del barrio judío que no se molestaban siquiera en cerrar de madrugada para adecentar las mesas o renovar las grasientas bombillas fundidas. Jakob Brod prefería los amaneceres de Praga enroscado en el cuerpo caliente de una prostituta, pero Franz enrojecía ante la simple idea de mantener una relación, por fugaz que fuese, en la que el romanticismo no tuviese un papel preponderante.
      —¿Piensas realmente eso que acabas de decir, Franz?
      —Puedo repetírtelo por si no me has entendido. Sería feliz, completamente feliz, encerrado en un sótano, a solas con un montón de papel y la única compañía humana de una mano misteriosa que me pasara en una escudilla la comida de cada día bajo la puerta.
      —Dice eso porque usted está muy borracho, señor Kafka.
      —Estoy muy borracho, sí, señor Brod, pero digo eso porque lo pienso de la primera a la última palabra. ¿O vas a hacer que te lo repita todo de nuevo? Pasar mi vida escribiendo, en completo silencio, sin volver la cabeza, sin saber quién podría estar a mi espalda, dedicado a una escritura sin fin. Puedo imaginar la cara de un repentino verdugo que acabara con ese trabajo infernal y dichoso ayudado de un gran cuchillo de carnicero, cortándome de un solo tajo la cabeza inclinada.
      —¡Qué locura, señor Kafka! ¡Le dije que debíamos buscar la compañía de Hannah, ella sabe templar los ánimos y extraer las mayores dulzuras de los cuerpos masculinos, porque usted disparata!
      —¿Sabes cómo lo imagino, Jakob? Mi cuerpo mutilado no despediría ni un chorro de sangre, y mi cabeza se quedaría sobre el papel, tocada con mi necesario sombrero hongo, el ojo derecho enfilado sobre la última palabra interrumpida: algo así como mar…
      —¿Mar qué?
      —Mar…tirio, mar…tillo, mar…chito, mar…asmo, o simplemente mar. No sé. Ya no puedo pensar.

A la semana siguiente volvieron a verse, y Franz insistió en su fantasía. Únicamente añadió a ella el detalle de que le permitieran tener en su celda un gramófono para poder escuchar cada noche antes de dormir algún fragmento de Cosí fan tutte. Jakob aparentó sentirse enfadado porque el rostro locuaz, delgado y divertido del agente de seguros no le permitía adivinar sus secretas intenciones y si todo no era sino una más de las mascaradas a las que tan habituado estaba. Puesto que seguía pensando que la espuma de la cerveza negra diluía sus pensamientos hasta hacerlos idiotas, le preguntó nuevamente antes de que chocaran el primer brindis.
      —A veces te pones tan insistente y pesado como tu hermano. Y si salgo contigo y no con él (al que sabes que tengo en muy alta estima, por otro lado) es porque tú me diviertes lo que él me cansa. Le tengo mucho afecto pero me cansa. Y tú no haces preguntas, Jakob, lo que me complace. Me gusta que cuentes historias pero no que investigues en las mías. No te hagas respetable. Imagina.
      —Es decir, que todo aquello fue una de tus historias.
      —No me entenderás nunca, por mil y una noches que pasemos juntos, por muchos adoquines que lancemos al río.
Jakob dio un gran sorbo de cerveza que le dibujó en sus labios un bigote de nieve espumosa y se quedó mirándole fijamente, como si pretendiera su hechizo y no su respuesta. Pero la respuesta llegó.
      —Todo es absolutamente cierto, Jakob. Es como te lo conté.

Jakob pasó varios días dándole vueltas a las palabras de Franz. Sabía de su obsesiva entrega a la literatura, de sus noches sin dormir y de las pastillas que tomaba a puñados para poder mantenerse en pie durante su jornada de trabajo. Pero ésos eran temas que concernían más bien a su hermano Max. Él era el ánimo para sus desvelos nocturnos, y Jakob prefería ser el consejero respecto a su actitud hacia Felice. Le gustaba impulsarle hacia la bebida y el disfrute de las zonas más sensuales de la existencia. Disfrutaba hasta extremos escandalosos con las narraciones que Franz le hacía de delirantes sueños sexuales. Su hermandad era física, y por eso se le ocurrió que debía poner a prueba la realidad de las palabras de su amigo, y por eso le planteó la apuesta. En el fondo, sólo pretendía bajarle a la tierra, y quedarse de paso, por qué no, disfrutando en su compañía, si era posible, de las altivas musas rubias de largo cabello.

A través de unos ricos amigos de su padre, Jakob Brod consiguió disponer durante una semana de un castillo a treinta kilómetros de Praga.       Aunque no lo advirtió a Franz, pensaba que ese tiempo era suficiente para demostrarle a Kafka lo errado de su idea, y su necesidad de abandonar esas fantasías solitarias y macabras, en favor de otras más amables que deberían llevarle a aceptar de una vez el compromiso con Felice o con otra mujer, eso era lo de menos. Poner sus fantasías femeninas no por escrito, sino directamente sobre alguna piel suave de mujer. Los Wolff habían partido hacia Italia en viaje primaveral para conocer Venecia, y comunicaron a Jakob a través de su padre que los sirvientes estaban a su disposición para que los jóvenes utilizaran su viejo palacio medieval como convinieran, siempre, añadieron, «que las buenas costumbres antiguas no se vieran asaltadas de algún modo».
      En realidad, Jakob no necesitaba disponer de criados ni carruajes, trajes caros ni lámparas de oro, salones de música ni provistas cocinas.       Localizó una habitación tapiada, en un sótano por debajo de las estancias de los criados, que no había sido utilizada desde hacía quince años. Tan abandonada estaba que ni siquiera se había beneficiado de la humilde función de desván. Nada había en ella, y nada metió en ella Jakob más allá de un fino colchón que tocaba el suelo, una mesa a la que se preocupó de serrar un poco una de sus patas, y un gramófono con un disco de Cosí fan tutte.
      Franz se mostró divertido por el desafío de su amigo y aceptó su apuesta. Según Jakob, las condiciones no podían ser más favorables al empeñado escritor. Dispondría de todos los útiles necesarios para escribir —pocos, por tanto: papel y pluma—, así como de humilde comida. Y tiempo, todo el tiempo del mundo. Cuando se cumpliera la primera semana, Jakob le daría la oportunidad de elegir: podría continuar con ese aislamiento elegido, de por vida, o incorporarse a la vida real, abandonando esas mórbidas fantasías de aislamiento. Jakob sólo le puso una condición: si por cualquier motivo abandonaba con anterioridad a esos siete días su confinamiento, tenía que prometerle que aceptaría el compromiso con Felice y se casarían antes del verano.
      Franz no tardó sino segundos en meditar las condiciones impuestas para aceptarlas con un fuerte apretón de su huesuda mano derecha con la robusta y carnosa mano de Jakob.

Llevaba los ojos vendados y no pudo ver la belleza del bosque junto al prado que circundaba el castillo. Jakob le condujo, sujetando sus brazos como lo haría con un ciego, esforzándose por adecuarse a los pasos a la deriva de Franz. No apreció en el agente de seguros ninguna inquietud, sino una serena entrega a lo que parecía haber tomado como su destino. Rodearon el castillo, bajo la mirada atónita de algunos sirvientes, y entraron por una puerta lateral, con la madera astillada pintada de color dorado. Bajaron con cuidado una escalera de caracol y se hallaron por fin ante la entrada abierta a la celda de Franz.
      La figura de Franz, con su gabardina negra y su sombrero hongo, flaco y con los ojos vendados, se recubrió a los ojos de Jakob de una indefinible ternura. No hubo broma en sus palabras cuando le dijo que podían abandonar ahí la apuesta. No quería pedirle demasiado.
      —Sólo tienes que abjurar de tu estúpida fantasía y arrojarte de una vez en los brazos de una mujer sensata. Para no arruinarte la vida, Franz. Soy tu amigo. Hazme caso.
      —No dudes de mi honor. Las palabras que te dije son la única sensatez que un escritor como yo conoce.
      Jakob le dio un abrazo que movió el sombrero de Franz y le invitó a que pasara.
      —Cuando oigas el cierre de la puerta, quítate la venda.

La puerta sólo tenía una rendija en el suelo, por la que Jakob pasaba la comida, pero era del todo imposible que los dos amigos cruzasen una mirada. La luz del día entraba débilmente por un pequeño tragaluz situado junto al techo. Por él contemplaba Franz, entre frase y frase, pedazos escasos de cielo y la copa de algún árbol al moverse. Nada más. Como la mesa cojeaba y le era imposible escribir cómodamente en ella, se las arregló para arrancar un amplio trozo del forro de su abrigo y lo enrolló como contrapeso bajo la pata defectuosa. No llevaba reloj, por lo que no era capaz de controlar sus horas de sueño, y tenía la sensación de que dormía menos tiempo de lo que era costumbre en él, bastante poco por otro lado. Las dos primeras noches escuchó antes de dormir el Di scrivermi ogni giorno, lo cual le concedio ánimos indecibles para afrontar el día siguiente. La tercera noche prefirió el aria de Dorabella: Smanie implacabili. Jakob escuchaba la música desde el otro lado con creciente inquietud, porque le parecía que la resistencia física del endeble organismo de Franz desafiaba la lógica de su apuesta, y temía que desbaratara su intención inicial de darle una lección incruenta. Él dormía en la habitación de uno de los criados, relativamente próximo a la celda de Kafka, donde pudiera oír cualquier grito de auxilio del amigo. Un par de veces contempló en su mano la llave de la celda y pensó en abrir la puerta y acabar con el juego, pero acababa por guardarla en el bolsillo y dominar sus nervios, mayores que los del silencioso escritor, quien notaba en la boca una sequedad creciente provocada por la falta de habla. Así, en la tarde del tercer día comenzó a proferir extraños murmullos y grititos guturales para ejercitar su garganta, lo que alarmó a Jakob hasta que entendió el motivo de su actitud.
      Cesaron los carraspeos y se sentó de nuevo a escribir, sin quitarse el sombrero en ningún momento, puesto que daba calor a su cabeza y la protegía de la fuerte humedad del ambiente.
      Escribía apuntes de su diario, comienzos de novela, descripciones de personajes, pequeños dibujos en el borde del papel, transcribía sueños, pasaba al papel cualquier pensamiento que atravesara su cabeza. Se sentía feliz, completo, aislado. Solo.
      La noche del cuarto día, tras escuchar (1) Si mora, si, si mora , Franz Kafka no pudo conciliar el sueño. Se revolvió en su colchón hasta que el cuerpo se salió de debajo de las mantas y sintió el frío nocturno. Entonces, y sólo entonces, fue consciente de que durante el día permanecía completamente ajeno a las pobres circunstancias que rodeaban su mesa —la humedad, el hambre, la ausencia de compañía. Pero esa noche, de pronto insomne, escuchó los secretos sonidos de su celda: rozaduras contra la pared de algún roedor, pequeñas patas deslizándose por las piedras del suelo, el burbujeo en el aire de invisibles insectos, decenas de amenazas diminutas en las que Franz no había reparado y que ahora, con el sueño ahuyentado, surgían ante él pesadillescas y temibles. No supo cuánto tardó en coger el sueño, pero se despertó fuera del colchón, con la escasa luz del día filtrada por el tragaluz, concediéndole la visión de parte del suelo, sobre el que se había deslizado encima de las mantas. Junto a su mejilla un escarabajo le miraba. Estaba tan cerca de su cara que podía distinguir los círculos como cabezas de alfiler de sus ojos negros, abismales e indecorosos. Pensó que había algo obsceno en aquel animal, con el duro caparazón entregado a la naturaleza como una capa protectora, desnudo y a la vez tan extrañamente vestido con aquellos ropajes naturales.
      En un susurro, como si temiera ahuyentarlo de su improvisada almohada, dijo:
      —Si yo tuviera tu cuerpo, nadie podría vencerme, y esta habitación sería mi palacio. No sentiría este frío, y escribiría hasta consumirme.       Sería devorado por cualquier animalillo del campo. Vida feliz la tuya, bicho.
      Se levantó, con el cuerpo dolorido, y sintiendo los huesos como si fueran a astillarse. La escudilla con su desayuno estaba bajo la puerta. Un tazón de leche acompañado por un panecillo blanco. Se sentó a desayunar y puso el escarabajo sobre la mesa. Mientras tomaba la leche, pensó en él. Luego, al acabar, limpió la tabla de cualquier objeto, dejó el insecto en el suelo, y sin pensar en nada más, se puso a escribir.

Puesto que había llegado la mañana del séptimo día y Jakob veía que su apuesta estaba casi perdida, decidió dar un golpe de mano para cambiar su suerte. Pagó al chófer de la familia Wolff, un hombre fornido con desmesurados brazos, para que se vistiera con un jersey y un pantalón negros, y un gabán oscuro y viejo, se cubriera la cabeza con un verdugo de color blanco, y armado con un hacha entrara en la celda de Franz al atardecer para ejecutar la sentencia de muerte que culminaba la fantasía del escritor. Jakob estaba seguro de que la reacción de su amigo sería de estupefacción, pensaría que su amigo le había abandonado, se sentiría atrapado en su propia pesadilla, y pediría de rodillas una redención inmerecida. Entonces él aparecería en la celda y de un salto ridículo se proclamaría vencedor de la apuesta. Se marcharían de allí al barrio judío, beberían hasta caer borrachos de risa, Jakob le obligaría a que ambos pasaran la noche con Hannah, recorriendo su cuerpo blanco, y por la mañana, tras asearlo y vestirlo como el joven seductor que era, le llevaría a casa de Felice Bauer para pedir su mano y anunciar la fecha de su boda.
      La luz había descendido en el exterior. Franz sabía que la noche se echaba encima y sus ojos estarían demasiado cansados para seguir escribiendo. Entonces oyó los goznes herrumbrosos de la puerta como una revelación. Apenas dudó. Había sido feliz durante todos esos días, las historias se confundían en su mente concediéndole imágenes inagotables que pasar al papel. Le dolía el pecho. Sólo el decaimiento físico, ese frío permanente, podría haber dado al traste con su proyecto. «Despertó tras un sueño intranquilo y se encontró transformado en un insecto monstruoso», estaba escribiendo.
      Conocía las reglas. Él mismo las había impuesto, él había tramado su propia condena. Sabía que si miraba hacia atrás incumplía una norma, pero se sabía incapaz de resistirse. Se quitó el sombrero humildemente y lo dejó sobre la mesa. Se volvió lentamente. Allí estaba. Los ojos claros brillaban tras el verdugo blanco. Mantenía el hacha en posición de reposo. Franz no sintió miedo alguno. No sintió nada. Aquel cuerpo monstruoso de hombre había llegado a su celda para acabar con él. Se giró de nuevo. Antes de apoyar la cabeza sobre la mesa, le dijo:
      —Sé que he cometido muchos pecados. Por favor, destrúyalo todo al salir.
      Sintió bajo su mejilla la madera sobre la que había pasado una semana escribiendo. Cerró los ojos y advirtió, sin pesar ni arrepentimiento, que en toda la semana no había pensado ni una sola vez en Felice. Había escrito sobre ella, pero como un acto reflejo, como un trueno en medio de la noche, sin que los pensamientos se quedaran en su cabeza.
      ¡Había escrito tanto! Aquello que ahora le llenaba era un sentimiento sublime. Como si él tuviera alguna capacidad de cambiar el destino le indicó al verdugo: «¡Vamos!», y contuvo la respiración durante unos segundos. Imaginó la sangre sobre los papeles, vio un filo helado cayendo desde el cielo para convertirlo en dos Kafkas, sintió que su vida al fin estaba justificada. Pero como el silencio duraba demasiado, como el hacha no sajaba su carne, aguantó unos segundos más antes de abrir los ojos de nuevo. No separó la mejilla de la mesa. El golpe podía llegar en cualquier momento. Entonces le sorprendió encontrar de nuevo, junto a su cara, al escarabajo de esa mañana. ¿Cómo había logrado subir arriba? El insecto parecía mirarle, sin inquietud ni problemas, expectante. Franz, de nuevo en un susurro, para que el verdugo no pudiera oírle, se dirigió a él con ternura:
      —¿Qué nos ha sucedido?

 

 

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