Cuadernos de contabilidad / Joaquín Peón Íñiguez

Mi relación con Teodoro Poveda fue por mucho tiempo estrictamente laboral. Él no sabía nada de mí, yo nada de él, y ambos estábamos conformes con esa dinámica. Siempre lo percibí como un sujeto extraño, ceceaba al hablar y muchas veces empezaba una oración antes de terminar otra. Su escritorio era el más ordenado, tan limpio que siempre pensé que era un obsesivo compulsivo. No tenía amigos en la oficina, ni el retrato de algún familiar. Sin embargo, su esfuerzo sobrehumano por ser amable incluso en los momentos de crisis empresarial hizo que se ganara el respeto de sus compañeros. Esa cualidad que tenía de estar a punto de no existir logró que desarrollara cierto cariño hacia él. Eso ocurre cuando uno comparte tantos años de trabajo con alguien. Además prefería que fuera así y no uno de esos sujetos desesperados por llamar la atención. Un sujeto precisamente como Carlos Casanova, que apenas se incorporó al equipo se volvió el más popular; era como estar de nuevo en la secundaria: las mujeres se dejaban seducir, coqueteaba con cualquiera, debo reconocer que era bastante atractivo, tenía las cejas pobladas, el pelo oscuro, los ojos claros y parecía rasurarse cada tres horas; con los hombres se llevaba brusca y juguetonamente, como en preescolar. Su sonrisa de cartel me parecía francamente insoportable.

Fue Carlos quien comenzó a gastar bromas, y la mayoría se lo festejó. Casi siempre eran inocentes, como marcarle a una de las secretarias y pedir que le avisaran a alguno de sus compañeros, en plena sala de juntas, que su profesor de ballet había llamado para confirmar su clase del miércoles. Es cierto que su presencia aligeró el ambiente en tiempos complicados; era difícil no sentir agrado por él, hasta que su juego se le salió de control. Demasiados papeles pegados en la espalda, demasiados calzones chinos y demasiado equipo computacional dañado. Él y sus súbditos lograron agotar mi paciencia; no pude evitar reprocharme: yo estudié filosofía, yo fui joven, crucé el país en un vocho, dormí en los parques y debajo de los puentes, salí con mujeres que me recitaban poemas de Cummings al oído y cantaban a Syd Barret después de hacer el amor, yo lo perdí todo en un juego de dardos y pensé que perdería la cordura antes de llegar a los treinta; en cambio terminé trabajando de publicista con un grupo de cocainómanos con buen sentido del humor.

Era el lunch break de un viernes, los contadores estaban reunidos alrededor del garrafón de agua cuando Carlos ofreció pagar una ronda de tragos al que se atreviera a meterse con Poveda. La semana anterior lo perturbaron escondiéndole su colección de estampillas. Lo encontré hiperventilando en la cafetería. Supe que no toleraría un abuso más. Por eso lo vi todo en cámara lenta, cuando aprovecharon su ausencia para instalar el programa; cuando decenas de videos porno comenzaron a abrirse al mismo tiempo sin que pudiera controlar el volumen; cuando la secretaria que le gustaba se acercó a pedirle un documento y corrió escandalizada; cuando Teodoro desconectó su laptop y salió de la oficina con los brazos pegados a las costillas, sin decirle adiós a nadie.

No lo despidieron, ni siquiera se ganó un reproche del jefe, su historial impoluto le había concedido el capricho de ausentarse aquella tarde. Sin embargo, su actitud cambió a partir de aquel viernes. Es probable que el resto de mis compañeros no lo notaran o inclusive se burlaran de ello, pero yo intuí cómo su presencia se agigantaba desde el silencio y tuve la certeza de que cobraría venganza el día más inesperado. Lo observaba poniéndole seguro a los cajones de su escritorio, llevando su propia taza de café y sus galletas, incomunicado, sin esa candidez torpe que lo caracterizaba. No sé si sentí lástima por él o simplemente no soportaba cómo Casanova pretendía no esforzarse para agradarle a todos, pero intenté demostrarle que estaba de su lado. Me rechazó. No hubo forma de sacarle más de dos palabras. Tuve la impresión de que la humillación lo había fortalecido; no podría explicar por qué, pero sentí un repentino terror, un presentimiento lejano que ardía en la piel. Su espíritu, tan frágil hasta poco antes, inflamaba el séptimo piso del edificio corporativo.
La historia tuvo un segundo giro tras un par de semanas, cuando Teodoro me sorprendió besándome con una de las mercadólogas junto a la fotocopiadora. Él sabía que yo andaba involucrado en una relación seria desde hace años, a veces ella pasaba por mí a la oficina y de vez en cuando me sorprendía con algo para comer. Yo la quería mucho, es más, la necesitaba para no perder el control de mí mismo. No nací pecador, primero aprendí a serlo y, cuando descubrí la culpa como un sentimiento inventado, también aprendí a disfrutarlo.

Viéndolo a la distancia, no podría asegurar si la actitud de Poveda volvió a cambiar, pero en ese momento lo noté confiado, un tanto irónico en sus gestos; sé que volteaba a verme intermitentemente para recordarme que ahora tenía poder sobre mí. Dejé de pensar que tenía un buen corazón, todo lo contrario, el tipo había dialogado con sus demonios, y si logró apaciguarlos un tiempo fue porque no encontraban las condiciones idóneas para salir a conquistar su cotidianidad. Diminutos, traviesos, redimidos, causando pánico con sus tridentes envenenados, armándose hasta los huesos con químicos y artefactos de la bodega del intendente.

Pasaron un par de meses, ya casi no pensaba en su amenaza hasta que un día me sorprendió en los urinarios. Te veo a la salida en el bar de la esquina, recuerda que me debes una, susurró a mi oído con su renovada voz, grave y confiada. Temí lo peor, no pude concentrarme en el trabajo. Acordé conmigo mismo una cantidad máxima de dinero que estaría dispuesto a pagarle en caso de que buscara extorsionarme. Por un momento me imaginé deshaciéndome de su cuerpo en el basurero municipal. Nadie lo extrañaría, al fin y al cabo su existencia había consistido siempre en su disolución lenta, pero absoluta, en el vacío de la no memoria.
Salimos del bar sin ordenar nada. Me subió a su automóvil, no quiso hablar durante el trayecto, me convencí que tramaba matarme. Me sentí tan débil, tan diminuto ante la verdad. Teodoro cumplía el perfil completo de un psicópata. Yo, por otro lado, siempre supe que mi muerte sería absurda, ser asesinado por un ñoño coleccionador de estampillas me pareció el desenlace inevitable para una vida que siempre estuvo regida por el sentido de lo irónico.
Hicimos una parada en su departamento: era un sitio pulcro y ordenado como él. Entró a su cuarto con las manos vacías y salió con un maletín. Este jodido degenerado va a realizar experimentos necrofílicos con mi cuerpo, intuí aterrorizado.
Me llevó de regreso a la oficina, comencé a ponerme más nervioso, no sabía en qué asuntos quería implicarme. La crisis mundial pegó duro y francamente hubiera preferido perder la vida a mi trabajo. El guardia de seguridad saludó alegremente y nos dejó subir con el pretexto de ir a buscar unos archivos. Poveda silbaba en el elevador, a mí me sudaban las manos. Sacó de su maletín una copia de las llaves para abrir la oficina del jefe, abrió también su archivero, me dio un bonche de carpetas y el cargó otras cuantas. Me pidió que lo acompañara al techo.
La humillación puede llevar al hombre a cometer los mejores errores, me comentaba Teodoro conforme subíamos las escaleras de emergencia, La sociedad se jerarquiza en humilladores y humillados, A veces hay que conocer un lado para querer estar en el otro. Hay que hacer un balance, ¿Cuánto estás dispuesto a perder? ¿Cuánto crees que puedes ganar? ¿Entiendes a lo que me refiero? Es preciso elegir una postura y asumirla en todas sus consecuencias, Ninguna de las dos te permitirá dormir, y ésa es la verdadera condena, la condenada verdad.

Cuando terminó de hablar, sacó una hoja al azar de la primera carpeta, la dobló en forma de avioncito de papel y lo lanzó por los cielos. El inventario del año 99 voló, hermoso y liberado, hasta posarse sobre una antena parabólica como un colibrí en una flor. Después de superar unos segundos desconcertantes, comencé a sentir la adrenalina hirviendo. Me entusiasmé. Arrojé decenas de avioncitos a la estratósfera. Teodoro se carcajeaba vulgarmente. Yo gritaba consignas de independencia. ¡Demandamos dos semanas más de vacaciones! ¡Solicitamos autonomía en la decoración de los cubículos! ¡Exigimos papel de baño suavecito! ¡Queremos bebederos con regulador térmico! Acababa de pronunciarme contra las tarjetas de chequeo cuando escuché reconocibles pasos de mocasines de marca. Ahí estaban. Todos. Y. Cada. Uno. Encabezados por Casanova y su estúpida sonrisa de alcalde. La mercadóloga se escondía detrás de él. Me apuntaron con el dedo, me fotografiaron con sus celulares, se congratularon por la broma. Teodoro, con sus gafas de botella y su camisa manchada de mostaza, chocaba esos cinco triunfante. Fue entonces cuando tuve una revelación: Yo soy Teodoro Poveda, comencé a repetirme en voz baja, Yo soy Teodoro Poveda y he sido víctima de fraude y de horror.

 

 

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