(Louisville, Kentucky, 1978). Editor colaborador de The Los Angeles Review of Books, ha escrito para The New Republic, Vox, The Atlantic y The Boston Globe, entre otras publicaciones.
«A no ser que la obra de arte haya acaparado totalmente la atención de su creador, fracasa», advirtió en una ocasión Guy Mattison Davenport Junior, doctor en Filosofía por Harvard (1961). «Es por esta razón que las obras de gran significación son exigentes e infinitamente gratificantes». El autor, artista y profesor estuvo a la altura de su propio consejo, produciendo obras profundamente edificantes e inclasificables: cerca de cincuenta libros de ficción, ensayos, comentarios, poesía y traducciones. Las artes, para él, eran un intento de explicar la naturaleza de las cosas más que, como hace la ciencia, la «mecánica de todo». En ese sentido, se consideraba a sí mismo como maestro antes que nada, y sus escritos «una extensión del salón de clases».
A veces decía en broma que sólo tenía entre trece y dieciocho lectores, pero también afirmaba que no escribía «para académicos o críticos colegas, sino para personas a las que les gusta leer, mirar imágenes y saber cosas». Se sabe que intercambió cartas —que a menudo incluían dibujos y pinturas— con más de dos mil trescientas personas, incluidos John Updike, Cormac McCarthy, Joyce Carol Oates y Dorothy Parker. Muchos de sus seguidores lo consideraban uno de los más grandes estilistas en prosa de su generación. Erik Reece, exalumno y amigo, recordaba que el escritor experimental Donald Barthelme saludó una vez a Davenport en una ceremonia de premiación con un «Te leo en pasta dura».
Davenport, nacido en Carolina del Sur, hijo de un agente de envíos del servicio de paquetería Railway Express y de un ama de casa bautista, escribió que la ambición era «desconocida» para su familia y su «infancia estaba lejos de ser libresca», pero su mente inquieta y singular emergió temprano. Dejó la secundaria en el décimo grado y se dirigió al norte para asistir a Duke como un estudiante universitario «desesperadamente pobre», «romántica y autoindulgentemente solo», enfocado en la literatura en inglés y los clásicos. Sin embargo, consiguió una beca Rhodes y publicaría la primera tesis de Oxford sobre James Joyce.
Dos años de servicio militar y un período de enseñanza en la Universidad de Washington pasaron antes de que comenzara un doctorado en Harvard, en el que estudió con el crítico literario Harry
Levin y se desempeñó como profesor asistente del poeta Archibald MacLeish. En una entrevista de Paris Review de 2002, Davenport recordó cómo el seminario de Levin sobre Melville influyó mucho en su propio pensamiento sobre «iconografía»: «cómo leer imágenes en un texto —que la literatura es tan pictórica como la pintura o la escultura». Por lo demás, dijo, él «aprendió desde el principio que lo que quería saber no era lo que le estaban enseñando».
Ezra Pound fue quizá quien más lo inspiró. Se conocieron en los años cincuenta, mientras el poeta estaba encarcelado por traición y Davenport, que trabajaba en un artículo sobre Pound, le escribió. Pound lo invitó a visitarlo y mantuvieron correspondencia hasta la muerte de Pound. No compartían creencias políticas, pero Davenport escribió su tesis sobre los Cantos del poeta y una vez dijo que la mejor interpretación de su propio trabajo era que él estaba tratando de hacer en prosa lo que Pound hizo en poesía: fabricar «ideogramas». Estaba encantado con la idea de que Pound y sus contemporáneos habían modernizado las artes, no creando algo nuevo desde cero, sino actualizando algo antiguo: James Joyce retrabajando la Odisea, por ejemplo, o Picasso transformando las máscaras africanas. La estética de Davenport era similar. Llamó a su estilo de escritura «primitivo» y habitualmente se refería a sus historias como «ensamblajes»: viñetas parecidas a collages donde una página era «una textura de imágenes» que usaba para construir prosa a partir de su conocimiento de filosofía, historia natural, arqueología y otros temas. «El arte», escribió en una ocasión, «es la atención que prestamos a la totalidad del mundo».
En 1963, Davenport se instaló en la Universidad de Kentucky
y enseñó literatura en inglés hasta que ganó una beca MacArthur en 1990. En clase, recordó su alumno Paul Prather, si un ensayo que estaban leyendo mencionaba una barra de jabón, «Davenport se detenía a la mitad de la oración y se lanzaba a un soliloquio de diez minutos sobre el significado del jabón: sus orígenes en el mundo antiguo, cuán raramente se bañaban algunos reyes y reinas de la historia inglesa, cuándo se popularizó el hábito del baño diario, los cambios en los ingredientes del jabón a través de los siglos. Luego, sin problemas, reanudaba la lectura». En un plano más general,
Davenport solía declarar que el propósito de la lectura imaginativa era «precisamente suspender la mente de uno en el funcionamiento de otra sensibilidad».
En cuanto a la ficción se refiere, el escritor usualmente precoz floreció tarde. ¡Tatlin!, su primera colección, apareció cuando ya tenía más de cuarenta años. Algunos de sus cuentos desdibujaban la línea entre la realidad y la ficción: en «The Richard Nixon Freischütz Rag», por ejemplo, aparecen Nixon y Mao Tse-tung charlando, Leonardo da Vinci jugando con una bicicleta y Gertrude Stein y Alice B. Toklas visitando Asís. Su literatura de no ficción deambuló con la misma libertad: un célebre ensayo, «La geografía de la imaginación», conecta, entre otras cosas, a Helena de Troya con Edgar Allan Poe, el gnosticismo con Pinocho y a un mimo ateniense con Mark Twain.
Davenport no era un escritor político, pero tenía una vena idealista radical: era devoto del filósofo utópico francés Charles Fourier, quien creía que la supresión del deseo había arruinado la civilización. Al compilar su último libro, La muerte de Picasso, Davenport se basó en gran medida en sus cuentos que reflejaban las ideas de Fourier. Los personajes de varios de ellos buscan la forma de inventar su vida a su antojo, tal como él pretendió hacerlo con su imaginación. De hecho, para Davenport, la imaginación era la clave vital para desbloquear las mejores partes de la humanidad. «Ya que, sin deseo, la imaginación se atrofiaría», escribió en el ensayo «Eros, su inteligencia». «Y sin imaginación, la propia mente se atrofiaría, prefiriendo la regularidad a la turbulencia, la costumbre al riesgo, el prejuicio a la razón, la uniformidad a la variedad».
Traducción del inglés de Víctor Ortiz Partida.
Este artículo apareció originalmente en Harvard Magazine, en su número de noviembre-diciembre de 2017 (120:2; 54).