Señora Directora:
La bondad con que recibe los textos que le envían, a fin de publicarse en esa revista, si después de ponderado examen fueran considerados meritorios de figurar en ella, me anima a participarle el relato de un hecho que por su extraordinaria singularidad me parece digno de conocerse.
Yo vivía en Múnich, en 1942, cuando se difundió la noticia, aunque en sordina, de que se encontraba a escasos kilómetros de distancia, ya cerca de la pequeña ciudad de Dachau, un muchacho que vivía hacía semanas sin alimentarse. Oí y dejé correr el rumor. Dos o tres meses más tarde, constaté que todavía había quien insistía en que ese muchacho continuaba viviendo sin alimento. Volví a no dar crédito a la noticia, por considerarla como fábula sin fundamento o como impostura que podría tener por principio algún interés extranjero menos sano.
Para ese momento, Fritz Moser, mi amigo, médico aún joven pero bien instruido en su arte, resolvió deshacer sus dudas visitando a ese muchacho. Y la verdad es que también Fritz se convenció de que el niño tal vez no ingiriera siquiera alimento alguno. Me dijo haberlo encontrado a la mesa, simple espectador en todo caso, ante la escasa comida de que se ocupaban las personas a su alrededor. Y dijo más, me dijo que pidió que le permitieran examinar con atención a ese pequeño enfermo. Vio toda la piel de su vientre, de las costillas a las ingles, metida hacia adentro, como si le hubieran retirado los intestinos y aspirado el aire del cuerpo. Después de esa observación, Fritz juzgó, como otros, que ese joven singular no debía, ni podía deber, la continuación de su vida al mecanismo ordinario de la nutrición. Pero aun así mi incredulidad se mantuvo, a pesar de mi aprecio por Fritz Moser.
Fritz tenía veinticinco años y una sonrisa hermosa. Los labios recostados levemente uno en el otro, en una escuadra feliz, aunque por dentro los sentimientos de Fritz pudieran tener otra forma. Es decir, hay personas que tienen suerte con la expresión que les tocó, parecen estar sonriendo incluso cuando sus humores se mantienen rectilíneos. A veces extravasaba, sin despejar sentimientos, sólo verdades rigurosas como puños. Hablaba de jaulas rodeadas de pájaros, personas comunes en circunstancias extraordinarias, minúsculos cristales entrelazándose, tratando de rescatar luces perdidas. Si no fuese ahora, ¿cuándo? Si no somos nosotros, ¿quién? Después vagaba por las calles de la ciudad, como un hombre solitario en una cubierta preguntando al mar abierto, personajes de una novela flotando a su alrededor.
Pasaba noches enteras solo en el consultorio; cuatro paredes blancas, puertas del mismo color, ventanas de guillotina, muebles con tonos de marrón asentados en el entarimado antiguo, tablas amplias, tal vez pino de tonelería. Y completamente circundado de libros, libritos de apuntes. Semiencuadernaciones con lomos de carnero, carpetas revestidas de papel de fantasía. Ah, la contabilidad de los libros… ¿Dónde y cuándo se perdió exactamente ese arte de formar notas precisas? Notas en buen orden, manuscritas día a día, caligrafía cursiva sin claros ni tachaduras, por mucho que hoy extrañe a quien sabe poco del mundo. Pero el mundo es así y, se sabe por qué ventura se suceden las generaciones, la historia se va escribiendo, para después quedarse olvidada en sótanos, túneles, archivos.
Vale la pena subrayar que Fritz tenía un defecto, un corazón de mantequilla que lo hacía inquieto. Parece que estoy viéndolo tomar apuntes: ¿Donde caben veinte caben siempre veintiuno? ¿Donde caben veinte caben siempre veintidós? ¿Donde caben veinte caben siempre veintitrés? Sí, parece que lo estoy viendo: tomando apuntes, quitándose los zapatos, recostado, mirando al techo. O quizás más allá del techo. Y después se dormía. Hay momentos en que simplemente tenemos que hacer lo correcto.
Hablando de lo correcto, muchas veces le dije a Fritz que rendirse y doblarse tiene muchas conveniencias; poniendo a un lado la soberbia, deben los hombres rendirse a un consejo bondadoso, a un aviso sensato, a los dictados de la razón. A eso, Fritz respondía: Pero hay hombres que se rinden sin que debieran doblarse y hombres que no se doblan incluso pudiendo rendirse.
En fin, entonces estábamos en los mayores calores del estío, en aquel año de 1942. De repente, me desperté sobresaltada, incomodada con la posibilidad de que en verdad existiera ese muchacho. Me levanté en caída libre, decidida a buscarlo, a emplear mis esfuerzos en el sentido de hacer que, existiendo, engullera al menos alguna cosa, de modo que yo también pudiera dormir mejor. Pero todos mis esfuerzos fueron inútiles, porque me decían que estaban cerrados todos los pasos en el cuerpo del chico. Y, aunque no lo estuvieran, yo misma me encontré con todos los pasos cerrados en el camino hacia Dachau. También Fritz, por lo demás, no volvió a hacerle una visita.
En ese tiempo yo trabajaba en la Biblioteca Estatal de Baviera, como responsable del servicio de limpieza. Un día fui llamada con urgencia hasta la sala de lectura, donde techos y paredes liberaban fragmentos, libros sucesivos caían de las estanterías (y, puestos en su lugar, caían poco después, cubriendo el suelo). Reuní de inmediato a las asistentes de limpieza, pero, por muy cuidadosos que nuestros gestos fueran, se quejaban los lectores de la falta de silencio en ese desorden. El director, perplejo, afligido como nosotras, nos pidió otros métodos para encarar la extraña situación. Salimos a la calle organizadas en equipos, intentando adquirir herramientas más útiles: escobas de exterior, carritos de limpieza, cosas de ese tipo. Pero en la calle estaba el suelo todo abierto y lleno de cráteres. Decían que era la muerte que estaba llegando a Baviera, bajando por el aire hasta el centro de Múnich. La muerte es hermana del fuego, de todo se alimenta, libros, escobas, asistentes de limpieza, sólo se extingue con las cenizas.
Y así, por vueltas que la gente dé, por textos que la gente escriba, llega la hora en que es necesario enfrentar lo más difícil. La muerte. ¿Quién la trajo al mundo? ¿En qué casa vive? ¿Qué tigre la generó? Certísima cosa es que la muerte sobrevive al hombre. Van la muerte y la vida tan juntas y hermanadas que escasamente se empieza la vida cuando ya se cae en la mano de la muerte, la vida es sólo el principio. La muerte es la que da fin a todas las dignidades, cetros, coronas y lo demás que en la vida poseemos; es el último juez de todas las controversias y demandas, es la cosa más terrible de todas las cosas terribles. No hay animalejo de cocina de la retórica que no sepa que es así.
Pero vamos a que la sangre no sale —decían los más osados mandatarios del régimen—, que por más que los piquen se deja quedar en las venas de los ciudadanos alemanes, animando el cuerpo y conservando la vida; se quejan unos y se quejan otros, olvidándose de que el mundo pronto empezó con quejas. Todo esto es discutible, lo reconozco. Y, sin embargo, la muerte caminando les llega a todos, aunque la sangre no se dé por convencida. Pero, oh, ciegos, ¿por qué no veis lo que veis? ¿Por qué no entendéis lo que entendéis?
Así, la vida se complicó en la ciudad de Múnich. Tomé la decisión de mudarme a Hamburgo, donde la vida, por cierto, ni siquiera era más simple. Razones tan pesadas me hicieron olvidar la noticia de aquel caso extraordinario. Y apenas si podía presumir que, de haber existido ese muchacho, formase parte del conjunto de los seres vivos. Pero una carta de Fritz Moser, en mayo de 1945, vino a recordarme el asunto, asegurándome que, después de un absoluto ayuno de varios años, se habían abierto los pasos en el cuerpo de aquel joven, empezando por que tomó una porción de leche y después siguió comiendo en los días inmediatos, por que durante su ayuno masticó algunos alimentos sólidos, menos por goce que por obediencia a su padre y, después de la muerte de éste, por obediencia a su madre y, después de la muerte de ésta, sólo por respeto a la memoria de sus muertos. Sí, masticó algunos alimentos sólidos, pero siempre conservó todas las cosas que masticaba en la boca, sin tragar nada. Y, en ese estado de abstinencia universal, siempre mantuvo la secreción de la saliva, y había, a pesar de todo, crecido quince centímetros.
Fritz Moser, mi amigo, entretanto menos joven y un poco maltratado, al igual que nosotros todos, por las agruras de la existencia, continuaba reflexionando y tomando apuntes sobre el modo de conservación de la vida de ese chico durante los años en que masticó el alimento sin tragarlo. Tal vez las papilas con sus vasos absorbentes recibiesen por lo menos la parte más espiritual que puedan tener los alimentos, contribuyendo por esa vía hacia la sustentación del individuo.
Y, si esta razón no fuera la verdadera, que al menos pueda inducir la atención de los lectores a un principio de incertidumbre. El mundo, como sabemos, está hecho de ciertas fuerzas que desde siempre se oponen, es un péndulo antiguo, en sus mejores movimientos oscila del caos al orden. La barbarie, sin embargo, sigue el mismo movimiento, porque el orden también tiene un lado oscuro. Yo llamo aquí barbarie a esa disposición del entendimiento que hace que la razón no nos gobierne, pero sí el entusiasmo y la costumbre. Cuidan muchos que se basan en bases de hierro y acero, pero se basan al final en la mayor de las inconstancias. Que todo en el mundo son vueltas, y viene a ser una danza en que unos entran y otros salen.
El tiempo no perdona. También entré y salí. Ahora paso los días alrededor del Paraíso. Ayudo, por la mañana, en el taller de Fra Angélico. Alisto las herramientas y dejo todo limpio, converso con los ángeles que posan para la pintura. Camino tarde afuera entre prados, cursos de agua, recojo algunos frutos. Por la noche, por lo general, visito a Fritz Moser. Nos leemos mutuamente las obras más recientes de Homero o de Virgilio (aquí hay tantas musas que ellos escriben como nunca). Se enciende la televisión a la hora de las noticias, para otras odiseas, para ver cómo marcha el mundo y para ir acompañando la saga de chicos que nos recuerdan a aquél de quien hablé.
Tareke, por ejemplo, se hizo invisible al salir de Eritrea. Pasó por Sudán, después caminó días por el desierto, tomó cerca de Trípoli un barco expresamente adaptado para el transporte de personas invisibles como él. Khaled, por su parte, se volvió invisible al norte de Damasco. Pasó por Turquía, tomó cerca de Esmirna un barco adaptado. ¿Donde caben veinte caben siempre veintiuno? ¿Donde caben veinte caben siempre veintidós? ¿Donde caben veinte caben siempre veintitrés? Embarcaciones así maniobran con minucia hasta lugares precisos, a veces junto a las rocas, a veces simplemente al borde de una playa, como si fueran grupos de ballenas suicidas.
Apago la televisión y regreso a mi nube cuando Fritz se duerme, labios recostados levemente uno en el otro, en una escuadra feliz, aunque por dentro los sentimientos de Fritz puedan tener otra forma. Le quito del cuello y pongo en un estante el librito con sus apuntes. Por lo demás, en las estanterías los libros se acumulan (notas en buen orden, manuscritas día a día, cubiertas revestidas de papel de fantasía), hasta porque Fritz dejó la medicina (aquí nadie la necesita), por eso tiene más tiempo para sus reflexiones.
Por la noche sólo guardo los puntos luminosos y un abanico de estrategias defensivas. Avanzo rápido y no miro hacia abajo. Rara vez me permito divagar y pensar en las personas que perdí. A veces, muy a veces, me pregunto qué hombre llegó a ser aquel muchacho olvidado allá a lo lejos, en los campos de Dachau. Después releo las notas más antiguas de Fritz Moser y vuelvo a convencerme: este oficio de seguir las huellas de fantasmas no es nuevo, y produce resultados muy inciertos.
Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo