El portero que ABANDONABA su portería / Fabio Morábito

NO ERA el único guardameta con tendencia a alejarse peligrosamente de la propia cabaña, pero en él esa manía había cobrado la forma de una auténtica evasión. No soportaba quedarse bajo los tres largueros. Tan pronto como el balón se alejaba del área grande, necesitaba salirse del pequeño rectángulo que las reglas marcan como el dominio exclusivo de los de su especie. Al principio no pasaba de la medialuna que delimita el rectángulo del área mayor y desde ahí se quedaba observando el juego que se desarrollaba en la mitad de la cancha. Al primer aviso de un avance adversario le bastaba retroceder con dos o tres zancadas para cubrir el espejo de la portería. Pero con el tiempo se fue aventurando más y más cancha adentro. Dejaba atrás la medialuna y se allegaba hasta las inmediaciones del círculo central, aunque sin penetrar en él. Era una excursión riesgosa, pues un tiro potente del equipo contrario lo habría metido en líos serios. Después, una tarde, mientras la acción se desarrollaba en el área adversaria, cruzó también esa línea y pisó por fin la mancha del centro del círculo. Sabía que muy pocos porteros se atrevían a llegar tan lejos, pero nadie le llamó la atención, porque tanto el entrenador como el público y los jugadores estaban absorbidos por lo que ocurría en la portería enemiga.
    Conforme se hizo más diestro y veía que sus excursiones pasaban inadvertidas, aumentó su audacia. Ya no esperaba que el balón llegara a las inmediaciones del área enemiga para atreverse a salir de la suya propia. Tan pronto como la pelota cruzaba la media cancha él abandonaba el área grande; luego, como si nada, se adelantaba hasta el límite de la circunferencia central y, si las condiciones eran propicias, hasta la mancha del centro, donde lo invadía la adrenalina, porque sabía que en ese punto se estaba entregando al enemigo.
    En una ocasión en que se hallaba ahí, el equipo adversario ganó súbitamente la pelota gracias a un rebote azaroso, pero aquel que llevaba la pelota, en lugar de intentar un tiro directo hacia la portería desguarnecida, se la pasó a un compañero mejor colocado que él y, de esta manera, entre el recorte que hizo y el pase al compañero, él tuvo tiempo de regresar bajo los tres palos, y nunca como en esa carrera experimentó la pureza del pánico. Al final del partido, ni el entrenador ni sus compañeros le dijeron nada.
    Empezó a preguntarse si a causa de la costumbre mental de ver siempre al portero integrado al rectángulo de la portería, no se volvía virtualmente invisible una vez que se aventuraba cancha adentro.
    Invitó a su novia al estadio. Ella lo adoraba, no entendía nada de futbol y no tenía ojos más que para él: una triple combinación ideal para el experimento que se proponía. Durante el partido, con más atrevimiento, si cabe, que en ocasiones anteriores, estuvo saliendo de su área, llegando incluso, cosa nunca vista, a rebasar la línea de la media cancha. Para variar, ni sus compañeros ni nadie le hizo la menor observación, y después, cuando se reunió con su novia, tampoco ella, que estaba loca de felicidad por un par de intervenciones suyas que habían sido decisivas para conseguir la victoria, le mencionó aquellos vagabundeos por la cancha, a pesar de que, según ella, no había dedicado al partido más que miradas distraídas y se había pasado el tiempo contemplándolo a él. ¿Y no te fijaste que me salí varias veces de la portería y llegué hasta el centro de la cancha, e incluso rebasé la línea?, acabó por gritar él, presa de una súbita desesperación. La pobre mujer, que lo adoraba de verdad, se quedó pasmada, no sabía qué decir, explicó que era muy tonta, y más para el futbol, pero que le prometía que aprendería mejor las reglas para la próxima vez.
    Pero no hubo próxima vez. No volvió a invitarla al estadio y desde esa tarde algo cambió en él. Se fue distanciando de sus compañeros de equipo, al grado de que en los partidos de liga, cuando el equipo anotaba, sus manifestaciones de júbilo eran casi inexistentes, cosa de la que nadie, para variar, se percató, pues ¿quién se fija en la alegría del portero cuando su equipo mete un gol?
    Abandonar la portería se volvió para él un secreto desquite, ya no una travesura que lo llenaba de adrenalina. Sólo me ven cuando hago una parada espectacular, pensaba, no existo más que en esos momentos en que me cuelgo del balón a dos metros del suelo.
    Y, en efecto, llegaba a elevarse hasta dos metros en sus mejores intervenciones. Pareciera que, más la indiferencia de todos lo afectaba, más se afinaban sus facultades acrobáticas. Quizá por ello, por su prodigioso don de materializarse en el aire en el único punto en que la carrera del balón podía ser desviada, nadie de aquellos que, volteando casualmente hacia la portería la veía desguarnecida, perdía el tiempo en buscar su silueta, como si algo les dijera que ahí estaba, de ese modo extraño en que los porteros están donde están, como si fueran de otra especie, más hijos del aire que del suelo. Y así, para él, la única razón de seguir jugando se redujo a sus excursiones cada vez más increíbles lejos de la portería. Y una tarde, maravilla de las maravillas, llegó hasta el tiro de esquina de la cancha adversaria y se dio el lujo de ejecutarlo él mismo, sin que nadie, en apariencia, lo notara. Y cuando la pelota, dibujando una parábola venenosa, se incrustó en el ángulo superior izquierdo, el gol produjo un auténtico pandemonio en las tribunas y sus compañeros de equipo se felicitaron entre sí, cada uno creyendo que otro había desviado la pelota dentro de la portería adversaria.
    Su afán de evasión empezaba desde que pisaba el césped de la cancha. Rehusaba alinearse con sus compañeros para la foto que se toman los equipos antes del partido y le pedía a Fernández, el portero de reserva, que tomara su lugar, cosa que Fernández hacía con gusto sin que nadie objetara nada, pues en esos momentos de excitación que preceden la patada inicial nadie se fija en pequeñeces, y un portero es igual a otro.
    Hasta en los tiros de penal, en cierto modo, se ausentaba. En lugar de ocupar el centro de la portería, se situaba a un lado, rompiendo la simetría a la que el tirador estaba acostumbrado y obligándolo a tirar hacia el lado más desguarnecido, con lo que le impedía elegir el lado de su gusto; y esa táctica, aparentemente tonta, le dio inesperados frutos, porque los tiradores, ante aquel hueco opíparo que él les regalaba, sentían aumentar la presión hasta un grado inverosímil. Pero él no lo hacía por cuestión de táctica, sino por su alergia congénita hacia cualquier enjaulamiento, y necesitaba desmarcarse de esa manera para no sentirse sofocar; y los tiradores lo percibían en el momento de ejecutar el penal, se daban cuenta de que no era un truco barato sino un anhelo genuinamente nómada, y se descontrolaban en lo más íntimo porque, quien más quien menos, todos habían sentido en algún momento el impulso de perderse en la cancha y, abandonando la ubicación que les imponía el esquema táctico del entrenador, desempeñarse en otras zonas del juego, y algunos, incluso, pasarse al equipo adversario, aunque sea durante unos pocos minutos, para ver qué se sentía.
    Pero a él le hubiera gustado, en los penales, ausentarse del todo y, aun ausente, parar el tiro, o de algún modo impedir la anotación. Sentía que sólo entonces habría alcanzado la cima de su arte. Es más, le habría gustado ausentarse del partido mismo, mezclarse con los fanáticos en las tribunas y desde ahí, de algún modo que intuía posible, pero que no conseguía todavía concretar, proteger su valla de los goles adversarios. Porque sus rápidas carreras de regreso hacia la portería que tanto le gustaban al principio, ahora, cada vez más, le parecían pueriles, indignas de un portero de su clase. Las hacía porque no le quedaba más remedio, y se daba el lujo, para divertirse, de susurrar «Con permiso» al esquivar a algún jugador que se interponía en sus prodigiosos regresos, bien fuera un compañero suyo o bien del otro equipo.
    Y quizá por sentir que se estaba rebajando al regresar precipitadamente a su portería, ocurrió lo que ocurrió la tarde en que su equipo se jugó el campeonato contra el equipo más fuerte de la liga. Él se encontraba más lejos que nunca de su portería, de hecho estaba atrás de la portería enemiga, confundido entre los fotógrafos. El equipo enemigo contratacó con dos pases fulminantes y él empezó a correr hacia su cabaña, seguro de llegar a tiempo para desviar como otras veces la pelota sobre la línea, y ya saboreaba el rugido del estadio que lo aclamaría por enésima vez, cuando se atravesó en su camino uno de los niños recogebolas y, para no aplastarlo, tuvo que saltar y, al apoyar el pie, sintió la rotura del tobillo y se encontró con la cara en el césped. El dolor fue tan agudo que ni siquiera intentó moverse; sólo levantó la cara para ver al delantero adversario que, perseguido inútilmente por tres defensores de su equipo, avanzó los últimos metros hacia su portería y soltó el tiro desde la medialuna, y escuchó el tremendo clamor del estadio cuando la pelota, a punto de entrar en el ángulo inferior izquierdo, se encontró con la mano milagrosa de Fernández, que la desvió a tiro de esquina; y vio a sus compañeros correr hacia Fernández y sepultarlo con sus abrazos en el césped, y oyó a la multitud escandir el nombre de Fernández, y se preguntó en qué momento Fernández lo había sustituido y por qué motivo había tenido lugar esa sustitución; sólo recordaba que le había pedido que apareciera en la foto antes del partido en su lugar, a lo que Fernández, como siempre, no había puesto objeciones e, incluso, se había prestado a responder a algunas entrevistas de los reporteros y había ocupado la portería durante el calentamiento anterior al partido, para que él, libre de esas ceremonias y rituales intrascendentes, se concentrara mejor a un margen de la cancha, apartado de todos, la mente puesta en las formidables excursiones lejos de la portería que realizaría esa tarde y que nadie, es verdad, advertía ni admiraba debidamente, como si se hubiera vuelto invisible o jamás hubiera alineado en el equipo.

 

 

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