Plumas, zapatillas y autogoles / Eduardo Chirinos

¿POR QUÉ ME DISGUSTAN LOS DEPORTES? Pocas veces me he detenido a pensar en el asunto. Hace poco una señora me preguntó, así como quien pregunta en qué colegio has estado o a qué te dedicas, qué deportes practicaba. Un poco incómodo le contesté que ninguno. «Pero en el colegio habrás hecho algún deporte», insistió, sorprendida; entonces le dije que sí, un poco de baloncesto y algo de natación. Fútbol nada, eso sí. En el colegio se jugaban interminables partidos de fútbol bajo el infame sol del desierto. Los eternos rivales llevaban al campo sus propias escuadras: los aventajados de Roma contra los segundones de Cartago. Yo, por supuesto, era de Cartago y no tenía la menor idea del asunto, pero un buen día (no sé si por suerte o por desgracia) un soberbio pelotazo impulsado por mí logró burlar las manos del arquero. Me sentí halagado, pero todos los jugadores del equipo me rodearon pidiéndome que por favor me retirara, cosa que hice con la mayor dignidad al comprender que había introducido la pelota en mi propio arco. Fue el primer autogol de mi vida y mi última experiencia con el deporte colectivo. Con el individual también, porque mi vergüenza fue tan grande que preferí abrirme paso por otros caminos.
    Aquello de Roma contra Cartago no era más que una modesta metáfora de las guerras púnicas que utilizaban los jesuitas para estimular la competencia. Con el tiempo descubrí que dicha estrategia me tocó en sus últimos coletazos, y que debo agradecer el haberla compartido con personajes de la talla de James Joyce, Luis Buñuel y Rafael Alberti, de quienes puedo asegurar que compartían mi aversión por los deportes que servían para sumar puntos y encomendar el alma a Dios. Subrayo esto último y añado que para Buñuel y Alberti el deporte significaba en los años veinte algo muy distinto a lo que significó para mí en los años setenta: el ingreso a una prestigiosa modernidad y el apartamiento de un nacionalismo folklórico y provinciano. Como lo ha observado Agustín Sánchez Vidal, «el fútbol y la racial jota aragonesa se excluyen recíprocamente», por eso Alberti le escribió un nada castizo poema a Platko, «el oso rubio de Hungría», a quien vio jugar en Santander en 1928; por eso Buñuel practicaba el boxeo (se dice que llegó a ser campeón amateur en España) y en vez de elegir a una damisela española de mantilla se casó con una francesa que había obtenido una medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de 1924.
    Cincuenta años después en el Perú (y sospecho que en cualquier país hispanoamericano) el fútbol era lo que aún hoy sigue siendo: el equivalente a la racial jota aragonesa, el recurso al nacionalismo más basto y provinciano. Eso lo pienso ahora, pero cuando era un adolescente huraño y retraído pensaba que mi carácter reñía forzosamente con la disciplina y la socialización que exige todo deporte. Por otro lado, estaba convencido de que el fútbol jamás sería un tema privilegiado para la poesía, lo que le daba un estatus francamente periférico y modesto. Debo reconocer, sin embargo, que a pesar de su innegable modestia literaria, el fútbol consiguió interesar la pluma de algunos poetas nacionales. ¿Cómo no recordar el «Polirritmo dinámico a Gradín, jugador de Foot-ball» del huancaíno Juan Parra del Riego? Yo lo leí en el colegio y por supuesto ignoraba que Isabelino Gradín era un bisnieto de esclavos negros que jugaba en la selección uruguaya de comienzos de siglo. Ignoraba también que su pasmosa habilidad para burlar adversarios y meter goles fue decisiva para que Parra se quedara en Montevideo (donde dicen que tiene una estatua) e inmortalizara a Gradín con unos versos cuyas vibraciones sonoras nos devuelven sus jugadas con un ritmo que viene de Darío, los futuristas y Walt Whitman:

    Y te vi, Gradín,
    bronce vivo de la múltiple actitud,
    zigzagueante espadachín
    del goalkeeper cazador,
    de ese pájaro violento
    que le silba a la pelota por el viento
    y se va, regresa, y cruza con su eléctrico temblor.
    ¡Flecha, víbora, campana, banderola!
    ¡Gradín, bala azul y verde! ¡Gradín, globo que se va!
    billarista de esa súbita y vibrante carambola
    que se rompe en las cabezas y se enfila más allá…
    Y discóbolo volante,
    pasas uno…
    dos…
    tres… cuatro…
    siete jugadores…

    En el colegio leí también La casa de cartón (1928), libro que cautivó mi curiosidad antes de leerlo porque un compañero de carpeta me advirtió —anticipando un lugar común de la crítica— que allí no pasaba nada. ¿Cómo podía arreglárselas un escritor para que en una novela de cien páginas «no pasara nada»? En su maravillada lectura descubrí, entre otras cosas que sólo ocurrían si se sabía mirarlas, un partido de fútbol «en la grama difícil de no sé cuál terreno de las afueras de Lima». Allí el joven Adán describe a un jugador en términos bastante más vanguardistas y crípticos que los usados por Parra del Riego para referirse a Gradín (y por Alberti para referirse a Platko): «campeón de tendonosas y peludas piernas mosaicas, rostro de áptero angelón bizantino en la nube de polvo, emigrante rumano, taquígrafo-mecanógrafo de la firma Dess, agencia de bolsa […]». Descripción que concluye sugiriendo la continuidad del fútbol con las tontas travesuras escolares: «Y todo el match será el designio estúpido y perfecto del avance que parare en el aire una dura bola negra cogida del suelo por un elástico invisible».
    Revisando nuestra bibliografía di con otros poetas que rozan el tema: Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela y Carlos Germán Belli, los tres insospechables —como Martín Adán— de cualquier fanatismo futbolero. En enero de 1946 apareció En La Mancha, un conjunto de tres poemas de Eielson, el primero de los cuales, «Sueño de Sancho», propone un partido entre «muertos aturdidos, con arcaica pelota, como a silbato de juicio final». En dicho poema, Sancho es el solitario e indiferente espectador de un macabro y florido encuentro de fútbol. En Valses y otras falsas confesiones (1972), Blanca Varela incluye un breve y hermoso poema titulado: «Fútbol». Allí la poeta observa jugar a sus hijos y luego les advierte:
   
    Juega con la tierra
    como con una pelota.
    Báilala
    estréllala
    reviéntala.   
    No es sino eso la tierra.

    Carlos Germán Belli, el buscador incansable de temas antipoéticos y gongorizador de lo ingongorizable, tiene dos poemas decididamente metafísicos y futboleros: «El guardameta» (tal vez el poeta Alejandro Romualdo, con quien Belli jugaba fútbol antes de ingresar a San Marcos) y «Estadio Vaticano», ambos en En alabanza del bolo alimenticio (1979). Mención aparte merece Arturo Corcuera, quien publicó en 1974 una curiosa plaquette cuyo título debió haber confundido a más de un lector: La gran jugada o Crónica deportiva que trata de Teófilo Cubillas y el Alianza Lima. La recuerdo especialmente porque, en la secundaria, nuestro profesor de literatura la leyó en voz alta en vez de hacer clase, quizás con la sana intención de convencernos de que la poesía no se limitaba a los viejos temas del amor y de la muerte. De aquel profesor que nos leía poemas sobre fútbol se comentaba que solía llevar libros al estadio para leer en los intermedios, y que a veces los usaba como proyectiles para protestar por un penal mal cobrado.
    Yo jamás llegaría a tales extremos. Sólo sigo con algún interés los partidos del Mundial, pero cuando ocurre un autogol siento un no sé qué de simpatía y conmiseración por el desdichado y me entran unas ganas terribles de darle un abrazo emocionado. Qué más da… Emocionado, emocionado.

 

 

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