Pasta Absoluta / Daniel Téllez

A riesgo de que el viaje termine para siempre.
OLIVERIO GIRONDO

Quimera confidencia arada en chatos llanos, sin corvetas ni crestas. Menudamente un recreo inmune en la gala interior. Íntegra versión que abasteció el apetito la perdurable vez, la de armas y piedras para la hosquedad forzosa de la temporada 84, la de 5 mil 084 yardas por pase, año del unitario intento completo en agro de los Bulldogs de la Nacional. Hablo aquí del ovoide malabar apenas polvo, nardo natal poseedor del Trofeo Heisman, en 1981, con la Universidad de Pittsburgh. Dador del alma para el quinto pasador franqueado en el draft del debut, en la primera ronda. Ronda rebaba de mi cauce, sólo de mi nombre de pila que sentí desde el comienzo, grano vítreo, comparsa, número de jersey retirado, heredero de Frank Tarkenton, aquel del récord de 47 mil 003 yardas por pase y carrera y 220 touchdowns en dieciocho temporadas. Dan Marino, mucha pasta absoluta, ha de parir un erizo en las manos del extraordinario Mark Clayton (83), primer receptor de la estrella inédita, y así captar en tiempo extra a los Bills de Búfalo, el 9 de octubre de 1983. Aéreo trance telele, blindado y temerario, traza el entrecejo constante del único quarterback en la historia, con cuatro temporadas de 4 mil yardas. No hay parangón inmediato, ni rating frente a los almos pasadores de la historia, no son Everett, Namath, Krieg, Unitas, Staubach, Esiason, Kelly o Montana, agua para la voz audible constriñendo pases dentro de la doble cobertura. Donde silba una drupa, Marino; donde una oración, la donosura; Daniel Constantino Marino, la coral, el zumbido de abejas de un ProBowl seguido de otro Mark, Duper (85), impostergables para el zumbido eléctrico de búfalos receptores, recordación de antiguos reinos. Empero héroe y plus y rating y los «Marks Brothers», el Súper Bowl XIX cardinal de 1985, hiere la razón postrera, la razón de ser legatario, párpado del zarco. Sobre la sinfonía de las marsopas hay un decir ciego, de Marino, dormido, mudo suplementario en el crispado añil de la derrota ante Joe Montana y sus 49’ers en Stanford, CA. Descansa la música, aún las marcas: 318 yardas, una anotación y 29 pases completos de 50 intentos; el gorrión del tiempo en esta línea, se detiene, crece, inmortaliza la terquedad por un anillo de Supertazón. La contumacia de 17 temporadas. Entramos chivatos de caros ascensos en la glacial rivera de los números, joya del plasma corrido en la rodilla derecha de Marino. Adminículos para el descarrile de la máquina de tiros. El caldero del dolor —todo el día— ahora alterna brazo por sombría danza columpiada. El emparrillado cobra las capturas. Recaudo somos de la noticia atendida en las estadísticas y el retiro. Recaudo del golf, como jugador profesional de la AT&T Nacional Pro Am, Marino define hoy otra atmósfera. Tacha y cuento donde el reposo es piedra. El dique a la cetrería del hombre marca. Una sombra nívea en 1999. Molicie en agosto de 2005 con el ingreso al Salón de la Fama. Simpatía apetitosa en la capilla de 400 Team MVP Cards Egregias, de mi baraja. Quimérico mi escrutinio: un manoseo de pizca a la inmortalidad ganada. Quimera adhesión al mayor número de juegos para la primera posición, so pena de leñazos y ruinas. Quimérico Brett Favre que en octubre dejó atrás un dígito del Mariscal. Ahora todo es entrecejo, cardo para el primero y diez en el Joe Robbie Stadium, al lado de Bob Griese, en el then & now.

 

 

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