(Guadalajara, 1958). Pesadilla Debussy (Bonobos, 2021) es su libro más reciente.
Un reloj dijo la hora; otro, atrasado, la repitió. Mi madre
me llamaba, pero yo no obedecí y ella nunca insistía.
Marosa di Giorgio
Una tarde de abril sin ser cuchara.
Darío Jaramillo Agudelo
La tarde caía con su lengua torrencial sobre la ciudad empalagosa de cigarros y aceitunas.
Rodaban lágrimas ácidas por las avenidas y las calles empedradas de gotas puntiagudas, escandalosas.
Los rincones sentían por primera vez una sacudida de sacristán amonestado por no haber llamado a rezar.
Los árboles (plastilina en la tierra) se mecían. Las hojas caían con dolor exagerado en los ojos mortecinos de la tierra y los senos de la acacia se bamboleaban al darle alimento a la pobre hormiga que, cabizbaja, bebía de las tiernas cavidades rugosas que se expandían, hasta tocar, con sus puntas, el suelo mojado. La hormiga, satisfecha, se alejó para dirigirse con prontitud a la fiesta que regalaba su compadre.
La tarde caía con su lengua torrencial sobre la ciudad sembrada de címbalos y caballos de fuego. La hormiga sigue, con su musical paso, el camino para la famosa fiesta. Es cuando me percato de que la pobrecita lleva la lengua por fuera y partida; para aliviarle el camino agobiante, levanto con suavidad mi pierna y la aplasto, la machaco y la tiro al hormiguero donde las demás, embriagadas por el vino, la esperan con los brazos abiertos para comérsela y calmar su cólera por su tardanza exasperante.
La noche llegó y la lluvia apaciguó su ritmo; sólo gotas sobre la tierra lodosa. En el estanque flota un seno de la acacia. Mis ojos desorbitados lo ven y dejo que se ahogue hasta su muerte.
El reflejo de mi cara sobre el agua me entristece y veo cómo, paulatinamente, mis facciones van tornándose toscas y mi carne esponjosa y verde. Voy perdiendo el habla; siento entumida mi lengua. No puedo articular palabra. Mi cuerpo se empequeñece… Mis patas… ¡ah, mis manos son patas! No oigo bien; pierdo el sentido auditivo poco a poco; la noción del tiempo, mi nombre, mi piel, mi color. Pierdo todo. No camino, salto y en vez de palabras eructo sonidos.
Mi madre sale de la casa y se dirige al jardín. Grita, me llama. Sigue en su búsqueda, llamándome. Grito: ¡Mamá, mamá, acá estoy! Pero no me entiende y me mira largo rato y después se aleja gritando mi nombre por el jardín de la casa. Aparte de sus gritos, sólo el croar intermitente, luego espaciado, cada vez más débil se escucha. La moneda de cinco pesos que le tomé, antes de venirme al jardín, es más pequeña que yo. Afuera se escucha el silbato del carro de plátanos fritos. Píí, píí, píí, y luego el resonar del vapor con su pitido más fuerte.
Cerca de mí pasa una mosca volando; mi lengua, que aún no se acostumbra a sentir su largueza y rapidez, se detiene en lo que alguna vez fueron molares, y la mosca se posa en mi espalda gelatinosa y verde pensando no sé qué tantas cosas.
Ahora las tardes caen con su lengua de fuego sobre la ciudad empalagosa de títeres y cucharas.