Los ritmos legendarios de la infancia

Silvia Eugenia Castillero

(Ciudad de México, 1963). Su libro más reciente es En esa delgada separación (Universidad Veracruzana , 2019).

1. «Hay sin cesar un antes sin lenguaje en el tiempo» (Pascal Quignard). Lo uno y lo otro indistintos, un origen donde caben todos los principios. Esa sombra desde la que inicia nuestra existencia, una incipiente vida ciega de la que no recordamos nada y que nunca veremos. Es un tiempo sin semántica.

La infancia desaparece, se va desvaneciendo a través de los años y las décadas, pero a medida que envejecemos nos aferramos a ella como si fuera un territorio. Vamos y volvemos; la revisitamos y renombramos cuantas veces acontece un recuerdo. Nos replegamos hasta aprisionarla.

Silenia recuerda voces delicadas, venían de su madre y sus hermanos, llegaban tan directas, traían los altibajos del exterior y los transmitían con sus cantos. Sus voces eran tonalidades largas, agudas, arrullos para que la niña durmiera, subían como caricias para tranquilizarla. Cada vez que iniciaban la letanía, ella caía en un abismo, suave, a veces la recorría un ansia por salir de ahí e irse con ellos. En ese fondo había una especie de soledad descubierta. Caía en un largo túnel pero acompañada de los rostros de ellos y de sus tonos dulces. Años después, Silenia comprendió que sus voces le ofrecían nexos con la vida. La liberaban porque entonaban en letras de canciones lo que sentía, cuando ella carecía de la posesión de las palabras.

2. Después vino el lenguaje y con él la cercanía de los objetos. La sintaxis del mundo.

Pepe fue el primero en llegar. Arrogante y con una herida en la boca. Era un muñeco para ventrílocuo. Luego apareció Alice, muy bonita aunque sin cuerpo. Ceci, su hermana, padecía la misma condición; se enamoró de un soldado inglés cuyo oficio en realidad era ser un lápiz gigante. Sólo Caro, la tercera hermana, poseía cuerpo; ella —claro— fue quien logró seducir a Pepe. Las trillizas habían sido creadas con un solo tronco; una tragedia que la imaginación de Silenia convirtió en belleza.

Después fueron llegando seres diversos: una niña que hacía monerías, jugaba con un espantasuegras y luego con la pelota, sola y sin pilas. La de tamaño más grande lloraba y tomaba biberón. Otra más cambiaba los ojos en azules, verdes, amarillos, según la luz. Y así se fue desarrollando una población variopinta que tenía vida propia.

Cajas y calles se yuxtaponían en un rincón de la recámara, para dar cabida a esas historias entrelazadas y a largas horas de entretenimiento y creación. Eran grietas, respiraderos a través de los cuales se podía tejer una vida paralela y transfigurada.

3. La experiencia humana del tiempo transita entre lo eterno —ese continuo que puede ser el todo o la nada— y la sucesión lineal de acontecimientos. La memoria registra ciertos eventos que se unen en un transcurso profundo e íntimo, en una duración bergsoniana que va tejiendo una cronología cualitativa, en la que dos puntos lejanos temporalmente se unen uno al lado del otro.

De jumper azul y suéter rojo, de cinco años frente al director de la escuela que le preguntaba algunas cuestiones sobre su vida, Silenia no recuerda las preguntas, sólo recuerda que una mañana de septiembre se encontraba sentada en la butaca, como alumna de primer grado de la primaria República del Brasil, anexa a la Normal de Maestros, escuchando historias sobre cómo surgieron las letras. Rememora al chinito Alilulá, que al tropezar quedó con la boca chueca y el bigote volteado, dando nacimiento a la letra a.

4. ¿Qué es la infancia? Un recuerdo, un bálsamo, un subterfugio, un lugar como piedra de toque para continuar. O regresar.

El teatro al aire libre era el lugar al que Silenia solía ir a hablar con los muertos. Eso le decían los niños mayores, iba y en verdad los escuchaba. En el muro parabólico del fondo, de trescientos ochenta metros cuadrados, había una gran pintura que tenía líneas geométricas y unas piernas gigantes de un hombre mestizo subiendo escaleras monumentales; también una mano puliendo la piedra. Había un águila y una serpiente, líneas cruzadas y transversales de colores. En lo más alto, un cráneo rebanado y entre líneas diagonales el perfil cubista de la Coatlicue. Piezas metálicas saliendo de la pintura, filosas. Y una espada rota que posiblemente matara a la serpiente.

Escuchaba las voces de unos seres extravagantes venidos del infierno, los veía con caras alargadas y ojos llenos de fuego, todo como dentro de un torbellino. El mural Alegoría nacional, de José Clemente Orozco, pintado en 1947-1948, le transmitía un pánico sin nombre.

En el teatro al aire libre Silenia bailó varias veces durante los festivales del Día de las Madres, en la primaria que servía de escuela piloto para los estudiantes normalistas. Su salón de clases tenía unas ventanas pequeñas y circulares que daban a un pasillo ancho y ese pasillo daba al teatro. Le encantaba ir al baño a media clase y mirar de lejos el escenario con el mural tan atractivo —tan bello— pero tan enigmático. El mismo Orozco dijo de su obra: «Puede encontrarse en ella, con bastante exactitud, qué es lo que México piensa, lo que ama y lo que odia; qué es lo que lo inquieta, lo obsesiona y perturba, lo que teme y espera».

La Escuela Normal de Maestros fue uno de los grandes recintos del progreso y la modernidad mexicanos, construido en 1945 a lo largo de la Calzada México-Tacuba por el arquitecto Mario Pani. Tenía en su fachada una torre de setenta y un metros de altura (que años después tuvo que reducirse y en 1970 demolerse, a causa del terremoto de 1957). Y una serie de columnatas en los frontones laterales de la fachada, con bajorrelieves de Luis Ortiz Monasterio. Se inauguró en 1947, como sede de la Segunda Conferencia Mundial de la unesco.

Además de escuchar los murmullos y ver gestos extravagantes en los trazos magistrales de Orozco, de pronto una mañana de 1971 los maestros escondieron a los niños pequeños detrás del teatro y, minutos después, el abuelo de Silenia llegó por ella. Huyeron de la escuela por calles aledañas, escondiéndose de los hombres armados que parecían militares (cientos rodeaban la Escuela Normal) el jueves 10 de junio, día de Corpus Christi. Llegaron muy pronto pues la casa de los abuelos quedaba a cuadra y media de la escuela. Después, se escucharon las ráfagas, muchísimas, y varios estudiantes tocaron en la casa pidiendo auxilio. El abuelo los escondió al fondo en el cuarto de triques. Cuando llegaron los elementos del ejército buscándolos, el viejo negó rotundamente tener estudiantes ahí y los corrió. Los hermanos mayores de Silenia no pudieron ser rescatados por su abuelo y tuvieron que pasar entre fuegos cruzados para llegar a la casa. Toda la tarde se quedaron muy sosiegos y asustados, hasta la noche, cuando su papá pudo pasar a la zona para recogerlos.

Ese jueves de Corpus, los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México y del Instituto Politécnico Nacional salieron a las calles en apoyo a la huelga de la Universidad de Nuevo León, reuniéndose en los alrededores de la estación del metro Normal para marchar hacia el Zócalo, en protesta contra la reducción de presupuesto y la supresión de la autonomía universitaria.

Cuando el contingente avanzaba por Avenida de los Maestros, los llamados halcones abrieron fuego desde las alturas contra los estudiantes. Por ello, esa matanza se conoce como Halconazo. Los halcones eran miembros de un grupo paramilitar, jóvenes reclutados en barrios marginados y violentos de la capital mexicana que habían sido entrenados por militares de los gobiernos de México y Estados Unidos a finales de la década de los sesenta.

5. ¿Será la infancia el olor de la verdad o el recuerdo de ese sabor que nos remite a una cierta dicha? ¿Será la abolición del tiempo? ¿La capacidad de vivir simultáneamente muchas vidas?

La imaginación va quedando desplazada por la historia y la experiencia. Un día tras otro nos endurecen. Nuestra trenza dorada de juego, eternidad y gozo se alarga hasta volverse ancla, y se urde con costras y heridas. El pasado —los recuerdos—, las historias que nacen enclavadas en la Historia se asientan y nunca se olvidan. Pero se llenan de sombras, claroscuros con alegrías y decepciones concentradas. Se vuelven ritmos legendarios.

8 de julio de 1976. Madrugada. Suena el teléfono de casa. «Las rotativas han sido tomadas», le informan al padre de Silenia. Se despierta la familia y él se va en ese momento a las oficinas del periódico Excélsior, «el periódico de la vida nacional», según su eslogan. La mamá y todos se quedan mudos, preocupados, despiertos en una noche muy larga. Tomaron las máquinas un grupo de porros pagados para impedir que se imprimiera en la página 22A un desplegado de colaboradores y articulistas denunciando al gobierno. El presidente Echeverría había decidido terminar con este diario comprando al gerente, Regino Díaz Redondo, y a sus seguidores, para traicionar a Julio Scherer García y a su equipo, entre los que estaba el padre de Silenia.

Al amanecer nadie fue a la escuela; juntos, desasosegados, pasaron el día entero a la espera de noticias. Ya entrada la noche, muy tarde, llegó el padre de Silenia a casa. Sin palabras. Sin ánimo. Los acorralaron. Los corrieron. No habrá más Excélsior, una sociedad cooperativa que permitía que todos los trabajadores fueran dueños y tuvieran acceso a una parte proporcional de las ganancias. Un modelo único de empresa equitativa en la que todos ganaban. Un diario de un periodismo real que significaba un vínculo natural entre un medio de información y la vida del país, formando en los ciudadanos conciencia de los acontecimientos a través de la información verídica, sin intereses, sin comprar ni vender ninguna pluma. Y en cuyas páginas colaboraban Octavio Paz, Vicente Leñero, Rosario Castellanos, Miguel Ángel Granados Chapa, Elena Poniatowska, Luis Spota, etcétera.

Después de ese día nadie volvió al periódico, desde donde tantas veces miró Silenia, en el balcón que daba a Paseo de la Reforma, de la oficina de Relaciones Públicas que su papá dirigía, los desfiles del 16 de Septiembre.

Y empezó la cuenta regresiva para abandonar la Ciudad de México. Así comenzaron, en 1977, los días tapatíos de Silenia. Así terminó —de tajo— su infancia.

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