(Guadalajara, 1977). Su libro más reciente es Museo portátil del ingenio y el olvido (Universidad de Guadalajara, 2020).
Un singular movimiento de aguas —profundas y particularmente heladas, de muy baja velocidad— en el océano Pacífico forma la casa del ecosistema marino más numeroso de la Tierra. El descubrimiento de esta corriente marina se lo debemos al español José de Acosta, pero su descripción es obra del alemán Alexander von Humboldt; por eso se le llamó por muchos años Corriente de Humboldt, en honor a aquel naturalista que vino a América cargado de instrumentos de finísima calidad, modernos y calibrados, para medir el mundo: «Hemos estado cerca de dieciocho meses en el interior del continente; se cree ver un antiguo amigo cuando se mira el mar, el corazón se abre, la imaginación se llena de ideas», escribió Humboldt en sus excursiones por territorio americano.
Pero ahora aquel fenómeno hídrico se llama Corriente del Perú, porque tiene una influencia absoluta sobre las frías costas peruanas. Los nombres de las cosas sugieren mucho acerca de sus historias, casi en la misma medida en que esconden otros misterios. Fernando Pessoa sabía que existe suficiente metafísica en no pensar en nada y que El único misterio es que haya quien piense en el misterio.
En la segunda mitad del siglo xx, otra persona más, alemana igual que Humboldt, vino a Perú para pensar, larga, infinitamente, en el misterio. Se llamaba Viktoria Maria Reiche-Große Neumann y llegó con una imaginación cargadísima de ideas y con herramientas para medir el mundo, aparentemente simples: cintas métricas, brújulas, libretas, y escobas. Cientos de escobas.
Hija de un prestigioso juez, Maria Reiche se matriculó en la Universidad Técnica de Dresde y Hamburgo, maravillada por las matemáticas y la antropología. Hablaba cinco idiomas y la seducía el misterio de otras culturas. Por eso reaccionó automáticamente a un anuncio que leyó en el periódico: el cónsul alemán en la ciudad de Cusco solicitaba una tutora para sus hijas. Reiche tenía veintinueve años de edad cuando aterrizó en el sur del mundo. Vivó en Perú cuatro años, deslumbrada por los paisajes, las conversaciones, los colores. El arreglo con el cónsul terminó hacia 1936 y ella tuvo que regresar a Alemania. (Dresde, el lugar donde nació, habría de ser borrado de la faz del planeta por el feroz ataque de los Estados Unidos, en la Segunda Guerra Mundial).
Por eso Maria Reiche, en un momento de semejante incertidumbre, se arrojó al misterio: regresó a Perú y se estableció en Lima en 1937. Y nunca más habría de abandonar su nueva patria. Trabajó como profesora, una vez más: inglés, alemán, matemáticas; más importante aún, consiguió emplearse como restauradora de textiles en el Museo Nacional de Perú. Por ello, y gracias a algunas amistades, conoció al cirujano y antropólogo Julio C. Tello y al antropólogo norteamericano Paul Kosok, quien le reveló un misterio: al sur de Lima, en una zona cercana al océano Pacífico, hay unas planicies algo elevadas donde es posible encontrar ciertas líneas rectas, que en algunos casos superan mil metros de longitud, que a veces forman espirales, y otras formas que, quizás, asemejan el cuerpo de aves y de otros animales.
«Tengo definida mi vida hasta el último minuto. El tiempo será poco para estudiar la maravilla que encierran las pampas de Nazca, y ahí moriré», confesó Reiche.
He aquí a una mujer con un proyecto.
Dedicó más de la mitad de su vida a descubrir los misterios de aquel extensísimo territorio, y no es metáfora: con cientos de escobas barrió la gravilla oscura que al transcurrir de los siglos se había colocado sobre las inexplicables líneas. Los vecinos pensaron que se trataba de una moderna bruja, y puede ser que lo fuera. Barriendo consiguió desaparecer el óxido de hierro para descubrir unos geoglifos de arcilla y cal que cierta civilización antigua elaboró en ese mismo lugar. ¿Por qué? ¿Cómo? «Tenemos aquí el testimonio en gran escala y único en el mundo del primer despertar de las ciencias exactas en la evolución de la humanidad, esfuerzo gigantesco de la mente primitiva que se refleja en la grandeza de la ejecución bajo el cielo vasto de las pampas inmensas y solitarias, barridas por el viento y quemadas por el sol», sentenció Reiche, ante su descubrimiento insólito: casi un centenar de enormes figuras en las llanuras de Jumana y San José, entre las poblaciones de Nazca y Palpa; personas, colibríes, monos, arañas, caracoles, iguanas, lagartijas, ballenas, de hasta trescientos metros de largo, trazadas sobre el árido suelo —¿por qué, cómo?— por quienes habitaron este lugar hace más de un milenio.
La cabellera dorada de Maria Reiche se diluyó en una invencible maraña plateada. Su piel se llenó de surcos, su propia colección de geoglifos en el rostro, su boca minúscula y delgadísima daba la impresión de que había reducido su tamaño para no necesitar tanta agua. A ella le adeudamos que no hayan desaparecido las que ahora llamamos Líneas de Nazca, prodigiosa evidencia de los ensayos geométricos, quizá astronómicos, de los antiguos pobladores de nuestro continente, inagotable venero para la imaginación. Su reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad es elocuente: «son el grupo de geoglifos más destacado del mundo y son incomparables en extensión, magnitud, cantidad, tamaño y diversidad con cualquier otro trabajo similar en el mundo. Forman un singular y magnífico logro artístico de la cultura andina: se trata de uno de los mayores enigmas de la arqueología».